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IV

He descubierto que lee biografías. ¡Biografías! ¿Qué gusto les encontrará? Tiene la habitación literalmente atestada de biografías, algunas, además, noveladas; hay varias de Metternich, me ha parecido ver por lo menos dos o tres; y otras de personajes tan irrelevantes y secundarios que ni siquiera estoy muy seguro de saber quiénes son: el emperador Jacques I de Haití, Carmen Sylva, el barón Jomini… Tal vez no las lea y simplemente las coleccione; eso podría explicar su nauseabunda in-discriminación. También tiene algunos libros de teatro, pero son todos muy malos, y las ediciones tan arrastradas que no dejan de llamar un poco la atención. Debe de ser comprador de quioscos. Ayer, para probarle, le ofrecí un tomito de poesías de Querubin y otro de Valéry y me los desdeñó. Me dijo que no le interesaban en absoluto, y al preguntarle yo por qué, me dio la espalda y prosiguió su lectura sin contestarme. Durante unos segundos de estupor dudé entre derribarle al suelo, sobre la alfombra, y golpearle hasta hacerle vomitar una respuesta o marcharme sin hacer ningún comentario. Finalmente opté por lo segundo, y lo cierto es que estoy arrepentido de mi presurosa decisión: ahora se envalentonará y se permitirá no responderme siempre que se le antoje. La única manera de impedir que semejante actitud se convierta en un hábito es no hacerle más preguntas, no dirigirle la palabra, ignorarlo. Me atrevería a presumir que tal medida acabaría por destrozarle los nervios y llevarle a una conducta diametralmente opuesta si no fuera por que la soledad y el silencio no parecen afectarle demasiado: se las arregla bien a solas. Tiene la cabeza hueca, eso es lo que le ocurre, aunque las notas que todos los meses se molesta en enseñarme como si a mí me interesara verlas parecen decir justamente lo contrario; debe de ser muy aplicado. Y he de reconocer que jamás me pide ayuda para nada.

V

Lo peor son las comidas. Ahora son más insoportables aún si cabe. Ya se ha dado cuenta de que yo hago lo inimaginable por no sentarme a la mesa hasta que él ha terminado, y ahora, después del postre, desdobla un periódico y se pone a hojearlo con desinterés para no abandonarlo, empero, hasta que yo he puesto punto final a mi almuerzo y enciendo un cigarrillo (con la intención de ahumarle y ahuyentarle, no tolera el olor). Y así, mientras él come solo y durante ese acto sin duda trascendental para sus humores goza de intimidad y no se ve importunado por nadie, yo me veo obligado a soportar sus miradas opacas, tanto más irritantes cuanto que nada revelan. Está mucho más atento a mis movimientos que al diario que con enorme soltura maneja entre sus manitas de cera; lo sé muy bien porque a veces, cuando no me queda vino en la copa, acerca con disimulo la botella hasta mis dominios; o si he acabado el primer plato, empuja la bandeja del segundo hasta que ésta tropieza con mi codo. Y juega con mi servilletero. Parece que se impacientara, que estuviera deseoso de despejar la mesa para utilizarla él; pero no, cuando he terminado se limita a quitarla sin la menor diligencia, y a continuación se queda merodeando a mi alrededor completamente desocupado, como si no tuviera otra cosa que hacer que vigilar mi digestión. He de variar mis costumbres: de ahora en adelante volveré a comer al mismo tiempo que él, será mejor que me acompañe a pesar de su estúpida chachara banal. Al menos de esa manera estaremos en igualdad de condiciones y yo no me sentiré tan cohibido por su presencia, pues ciertamente la opinión que uno pueda merecerle al otro en esos momentos delicados de la alimentación no será tan severa como la que él debe de albergar acerca de mí en la actualidad: ambas, en cierto modo, quedarán suspendidas al verse amenazadas por el juicio del otro comensal. El diario que siempre lee es deportivo.

VI

Hoy ha regresado del veraneo; viene muy tostado por el sol del sur y con ropa de colores claros que, al parecer, le han regalado, como a los demás, los responsables del coro, sus amigos y protectores. Me ha traído un fósil envuelto en un pañuelo de carísimo madapolán, y lo único que se me ha ocurrido ha sido ponerlo encima de mi mesa de trabajo a guisa de pisapapeles. Antes de la cena he ido a su cuarto para devolverle el pañuelo y, tras decirme que no tenía apetito y que hiciera el favor de no esperarle, se me ha quedado mirando torvamente: no quiero pensar, por su propio bien, que con desprecio. No debe de haberle gustado la misión que le he encomendado a su piedra, pero, ¿qué quería que hiciese con ella? ¿Para qué necesito yo un fósil? Y, además, ¿por qué me tiene que hacer regalos? ¿Acaso le he hecho yo alguno? Jamás. Yo nunca le he dado nada que no fuera imprescindible, que no entrara en mis obligaciones; ahora supongo que estoy en deuda con él y tendré que hacerle un obsequio. Ya está: le regalaré una biografía de Ponce de León; o si no, un estuche con compás, tiralíneas y bigoteras, para que se distraiga con provecho. ¿O quizá un disco de 33? ¿Una caja de insectos? ¿Un uniforme? ¿Un disfraz de torero? ¿O tal vez algo más útil, por ejemplo un albornoz? Lo más probable es que, por provenir de mí, nada de lo que le lleve sea de su agrado. Intuyo que hasta sería capaz de (a escondidas y después de recibir el presente con indiferencia) salir a la calle y comprárselo de nuevo para más tarde, cuando la devolución fuera ya infactible, comunicarme que había olvidado que desde hacía tiempo tenía uno igual; tanto tiempo que lo había olvidado. Este temor me fuerza a devanarme los sesos sin justificación y a pensar en algo único que sus múltiples recursos no sepan imitar ni repetir.

VII

Ya sabía yo que un día de estos iba a depararme alguna sorpresa; llevaba cerca de una semana inquieto y desasosegado, evitando encontrarse conmigo para así no exponerse a caer en la tentación de formular verbalmente el ruego que me tenía reservado; aplazando el momento de dar un primer paso, de hacer su petición y de, con ello, reconocer final y abiertamente que aunque las apariencias estén muy lejos de subrayarlo, se halla a merced de mis designios y mis órdenes. Hoy ya no ha podido eludir el compromiso, tal vez porque desde el exterior le han presionado, impacientados por la demora injustificada, por el incumplimiento de lo prometido. Parece que, en contra de mis previsiones, incluso de mis vaticinios y deseos, no se ve rehuido en demasía: puede que posea algún encanto o aliciente que yo he sido incapaz de apreciar o descifrar, pues para encontrárselo hace falta sin duda una concepción en cierto modo matemática del mundo, habilitada para convertirlo todo en módulos y en congruencia. Debe de cumplir con unos requisitos muy difíciles de reunir, pero ignoro cuál podrá ser la combinación deseada para que él, precisamente él, haya logrado proporcionarla. Le he dado permiso y calculo que he hecho bien: así me estará agradecido por mi magnanimidad y se verá en la obligación moral de demostrarme su gratitud de alguna manera que yo mismo me encargaré de sugerirle y que tal vez consiga devolverme parte, al menos, de mis energías. Sí, parecerá un contrasentido, pero le he concedido lo que anhelaba. Y además, lo he hecho con gran astucia y no poca elegancia, como si en realidad me extrañara sobremanera que me pidiese permiso para semejante bagatela. Y sin embargo, ¡ay de él si no me lo hubiera pedido!

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