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Ahora estaba hablando, pero el cristal cerrado no permitía oír las palabras, y el llanto de Martin había cesado desde que habían entrado en la habitación. Era Janet quien sollozaba ahora, y el hombre que era igual que yo le decía cosas, agachado, a su altura, pero por su expresión se veía que tampoco las palabras eran de consuelo, sino quizá de burla, o de recriminación. La cabeza me daba vueltas, pero aun así pensé, dos, tres ideas, a cual más absurda. Pensé que ella había encontrado a un hombre idéntico a mí para suplantarme durante mi larga ausencia. También pensé que se había producido una incomprensible alteración o cancelación del tiempo, que aquellos cuatro años habían sido en verdad olvidados, borrados, como yo deseaba ahora para la reanudación de mi vida con Janet y el niño. Los años de guerra y prisión no habían existido, y yo, Tom Booth, no había ido a la guerra ni había sido hecho prisionero, y por eso estaba allí, como cualquier día, discutiendo con Janet a la vuelta del trabajo. Había pasado con ella aquellos cuatro años. Yo, Tom Booth, no había sido llamado a filas y había permanecido en casa. Pero entonces, ¿quién era yo, el que miraba por la ventana, el que había caminado hasta aquella casa, el que acababa de regresar de un campo de concentración alemán? ¿A quién pertenecían tantos recuerdos? ¿Quién había combatido? Y pensé también otra cosa: que la emoción de la llegada me estaba haciendo ver una escena del pasado, alguna escena anterior a mi marcha, quizá la última, algo que había olvidado y que ahora venía a mí con la fuerza de la recuperación. Quizá Janet había llorado el último día, porque me marchaba y podían matarme, y yo me lo había tomado a broma. Eso podía explicar el llanto del niño, Martin, aún bebé. Pero lo cierto es que todo aquello no era una alucinación, no lo imaginaba ni lo rememoraba, sino que lo veía. Y además, Janet no había llorado antes de mi partida. Era una mujer con mucha entereza, no dejó de sonreír hasta el último instante, no dejó de comportarse con naturalidad, como si yo no fuera a marcharme, sabía que lo contrario me lo habría hecho todo más difícil. Iba a llorar hoy, pero sobre mi hombro, al abrirme la puerta, mojándome la chaqueta.

No, no estaba viendo nada del pasado, nada que hubiera olvidado. Y de ello tuve absoluta certeza cuando vi que el hombre, el marido, el hombre que era yo, Tom, se ponía de pronto en pie y agarraba del cuello a Janet, a su mujer, mi mujer, sentada en el sofá. La agarró del cuello con ambas manos y supe que empezó a apretar, aunque lo que yo veía era la espalda de Tom de nuevo, mi espalda, la enorme camisa blanca que tapaba a Janet, sentada en el sofá. De ella sólo veía los brazos extendidos, los brazos que daban manotazos al aire y luego se ocultaban tras la camisa, quizá en un desesperado intento por abrir mis manos que no eran mías; y luego, al cabo de unos segundos, los brazos de Janet volvieron a aparecer, a ambos lados de la camisa que yo veía de espaldas, pero ahora para caer inertes. Oí de nuevo el llanto del niño, que atravesaba los cristales de las ventanas cerradas. El hombre salió entonces del salón, por la izquierda, seguramente iba a nuestro dormitorio, donde estaba el niño. Y al apartarse vi a Janet muerta, estrangulada. Se le habían subido las faldas en el forcejeo, había perdido uno de los zapatos de tacón alto. Le vi las ligas en las que no había querido pensar durante aquellos cuatro años.

Estaba paralizado, pero aun así pensé: el hombre que es yo, el hombre que no se ha movido de Chesham durante todo este tiempo va a matar también a Martin, o al niño nuevo, si es que Janet y yo hemos tenido otro niño durante mi ausencia. Tengo que romper el cristal y entrar y matar al hombre antes de que él mate a Martin o a su propio hijo recién nacido. Tengo que impedirlo. Tengo que matarme ahora mismo. Sin embargo, yo estoy de este lado del cristal, y el peligro seguiría dentro. Mientras pensaba todo esto el llanto del niño se interrumpió, y se interrumpió de golpe. No hubo los lloriqueos propios de la paulatina calma, del progresivo sosiego que va llegando a los niños cuando se los coge en brazos, o se los mece, o se les canta. Antes de mi partida yo le cantaba a Martin la canción de Lord Rendall, y a veces conseguía que se apaciguara y dejara de llorar, pero lo conseguía muy lentamente, cantándosela una y otra vez. Sollozaba, cada vez más débilmente, hasta quedarse dormido. Ahora aquel niño, en cambio, se había callado de repente, sin transición alguna. Y sin darme cuenta, en medio del silencio, empecé a cantar la canción de Lord Rendall junto a la ventana, la que solía cantarle a Martin y comienza diciendo: «¿Dónde has estado todo el día, Rendall, hijo mío?», sólo que yo le decía: «¿Dónde has estado todo el día, Martin, hijo mío?» Y entonces, al empezar a cantarla junto a la ventana, oí la voz del hombre que, desde nuestra alcoba, se unía a la mía para cantar el segundo verso: «¿Dónde has estado todo el día, mi precioso Tom?» Pero el niño, mi niño Martin o su niño que también se llamaba Tom, ya no lloraba. Y cuando el hombre y yo acabamos de cantar la canción de Lord Rendall, no pude evitar preguntarme cuál de los dos tendría que ir a la horca.

Una noche de amor

Mi vida sexual con mi mujer, Marta, es muy insatisfactoria. Mi mujer es poco lasciva y poco imaginativa, no me dice cosas bonitas y bosteza en cuanto me ve galante. Por eso a veces voy de putas. Pero cada vez son más aprensivas y están más caras, y además son rutinarias. Poco entusiastas. Preferiría que mi mujer, Marta, fuera más lasciva e imaginativa y que me bastara con ella. Fui feliz una noche en que me bastó con ella.

Entre las cosas que me legó mi padre al morir, hay un paquete de cartas que todavía despiden un poco de olor a colonia. No creo que el remitente las perfumara, sino más bien que en algún momento de su vida mi padre las guardó cerca de un frasco y éste se derramó sobre ellas. Aún se ve la mancha, y por tanto el olor es sin duda el de la colonia que usaba y no usó mi padre (puesto que se derramó), y no el de la mujer que se las fue mandando. Este olor, además, es el característico de él, que yo conocí muy bien y era invariable y no he olvidado, siempre el mismo durante mi infancia y durante mi adolescencia y durante buena parte de mi juventud, en la que estoy aún instalado o que aún no he abandonado. Por eso, antes de que la edad pudiera inhibir mi interés por estas cosas -lo galante o lo pasional-, decidí mirar el paquete de cartas que me legó y que hasta entonces no había tenido curiosidad por mirar.

Esas cartas las escribió una mujer que se llamaba o aún se llama Mercedes. Utilizaba un papel azulado y tinta negra. Su letra era grande y maternal, de trazo rápido, como si con ella no aspirara ya a causar impresión, sin duda porque sabía que ya la había causado hasta la eternidad. Pues las cartas están escritas como por alguien que hubiera muerto ya cuando las escribía, se pretenden mensajes de la ultratumba. No puedo por menos de pensar que se trataba de un juego, uno de esos juegos a los que son tan aficionados los niños y los amantes, y que consisten esencialmente en hacerse pasar por quien no se es, o, dicho de otro modo, en darse apelativos ficticios y crearse existencias ficticias, seguramente por el temor (no los niños, pero sí los amantes) de que sus sentimientos demasiado fuertes acaben con ellos si admiten que son ellos, con sus verdaderas existencias y nombres, quienes sufren las experiencias. Es una manera de amortiguar lo más pasional y lo más intenso, hacer como que le pasa a otro, y es también la mejor manera de observarlo, de ser también espectador y darse cuenta de ello. Además de vivirlo, darse cuenta de ello.

Esa mujer que firmaba Mercedes había optado por la ficción de enviarle su amor a mi padre desde después de la muerte, y tan convencida parecía del lugar o momento eterno que ocupaba mientras escribía (o tan segura de la aceptación de aquella convención por parte del destinatario) que poco o nada parecía importarle el hecho de confiar sus sobres al correo ni de que éstos llevaran sellos normales y matasellos de la ciudad de Gijón. Iban fechadas, y lo único que no llevaban era remite, pero esto, en una relación semiclandestina (las cartas pertenecen todas al periodo de viudez de mi padre, pero él jamás me habló de esta pasión tardía), es poco menos que obligado. Tampoco tendría nada de particular la existencia de esta correspondencia a la que ignoro si mi padre contestaría o no por la vía ordinaria, pues nada más frecuente que el sometimiento sexual de los viudos a mujeres intrépidas y fogosas (o desengañadas). Por otra parte, las declaraciones, promesas, exigencias, rememoraciones, vehemencias, protestas, encendimientos y obscenidades de que se nutren estas cartas (sobre todo de obscenidades) son convencionales y destacan menos por su estilo que por su atrevimiento. Nada de esto tendría nada de particular, digo, si no fuera porque a los pocos días de decidirme a abrir el paquete y pasar mi vista por las hojas azuladas con más ecuanimidad que escándalo, yo mismo recibí una carta de la mujer llamada Mercedes, de la que no puedo añadir que aún vive, puesto que más bien parecía estar muerta desde el principio.

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