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La carta de Mercedes dirigida a mi nombre era muy correcta, no se tomaba confianzas por el hecho de haber tenido intimidad con mi progenitor ni tampoco incurría en la vulgaridad de trasladar su amor por el padre, ahora que éste había muerto, a un enfermizo amor por el hijo, que seguía y sigue vivo y era y soy yo. Con escasa vergüenza por saberme enterado de su relación, se limitaba a exponerme una preocupación y una queja y a reclamar la presencia del amante, quien, en contra de lo prometido tantas y tantas veces, aún no había llegado a su lado seis meses después de su muerte: no se había reunido con ella allí donde habían acordado, o quizá sería mejor decir cuando. A su modo de ver, aquello sólo podía deberse a dos posibles causas: a un repentino y postrer desamor en el momento de la expiración que habría hecho incumplir su palabra al difunto, o a que, en contra de lo dispuesto por él, su cuerpo hubiera sido enterrado y no incinerado, lo que -según Mercedes, que lo comentaba con naturalidad- podría, si no imposibilitar, sí dificultar el escatológico encuentro o reencuentro.

Era cierto que mi padre había solicitado su cremación, aunque sin demasiada insistencia (tal vez porque fue sólo al final, con la voluntad minada), y que sin embargo había sido enterrado junto a mi madre, ya que aún quedaba un sitio en el panteón familiar. Marta y yo lo juzgamos más propio y sensato y más cómodo. La broma me pareció de mal gusto. Arrojé la nueva misiva de Mercedes a la papelera y aún estuve tentado de hacer lo mismo con el paquete antiguo. El nuevo sobre llevaba sellos vigentes y matasellos también de Gijón. No olía a nada. No estaba dispuesto a exhumar los restos para luego prenderles fuego.

La siguiente carta no tardó en llegar, y en ella Mercedes, como si estuviera al tanto de mi reflexión, me suplicaba que incinerara a mi padre, pues no podía seguir viviendo (así decía, seguir viviendo) en aquella incertidumbre. Prefería saber que mi padre había determinado no reunirse finalmente con ella antes que seguir esperándole por toda la eternidad, quizá en vano. Aún me hablaba de usted. No puedo negar que aquella carta me conmovió fugazmente (esto es, mientras la leía y no luego), pero el conspicuo matasellos de Asturias era algo demasiado prosaico para que pudiera ver todo aquello como otra cosa que una broma macabra. La segunda carta fue también a la papelera. Mi mujer, Marta, me vio romperla, y preguntó:

– ¿Qué es eso que te ha irritado tanto? -Mi gesto debió ser violento.

– Nada, nada -dije yo, y cuidé de recoger los pedazos para que no pudiera recomponerla.

Esperaba una tercera carta, y justamente porque la esperaba tardó en llegar más de lo previsto o a mí la espera se me hizo más larga. Era muy distinta de las anteriores y se asemejaba a las que había recibido mi padre durante un tiempo: Mercedes me tuteaba y se me ofrecía en cuerpo, que no en alma. «Podrás hacer lo que quieras conmigo», me decía, «cuanto imaginas y cuanto no te atreves a imaginar que puede hacerse con un cuerpo ajeno, con el del otro. Si accedes a mi súplica de desenterrar e incinerar a tu padre, de permitir que se pueda reunir conmigo, no volverás a olvidarme en toda tu vida ni aun en tu muerte, porque te engulliré, y me engullirás.» Creo que al leer esto por vez primera me ruboricé, y durante una fracción de segundo cruzó por mi cabeza la idea de viajar a Gijón, para ponerme a tiro (me atrae lo insólito, soy sucio en el sexo). Pero en seguida pensé: «Qué absurdo. Ni siquiera sé su apellido.» Sin embargo esta tercera carta no fue a la papelera. Aún la escondo.

Fue entonces cuando Marta empezó a cambiar de actitud. No es que de un día para otro se convirtiera en una mujer ardiente y dejara de bostezar, pero fui advirtiendo un mayor interés y curiosidad por mí o por mi cuerpo ya no muy joven, como si intuyera una infidelidad por mi parte y estuviera alerta, o bien la hubiera cometido ella y quisiera averiguar si también conmigo era posible lo recién descubierto.

– Ven aquí -me decía a veces, y ella nunca me había solicitado. O bien hablaba un poco, decía por ejemplo-: Sí, sí, ahora sí.

Aquella tercera carta que prometía tanto me había dejado a la espera de una cuarta aún más que la segunda irritante a la espera de la tercera. Pero esa cuarta no llegaba, y me daba cuenta de que aguardaba el correo diario con cada vez mayor impaciencia. Noté que sentía un vuelco cada vez que un sobre no llevaba remite, y entonces mis ojos iban rápidamente hasta el matasellos, por ver si era de Gijón. Pero nadie escribe nunca desde Gijón.

Pasaron los meses, y el día de Difuntos Marta y yo fuimos a llevar flores a la tumba de mis padres, que es también la de mis abuelos y la de mi hermana.

– No sé qué pasará con nosotros -le dije a Marta mientras respirábamos el aire puro del cementerio sentados en un banco cercano a nuestro panteón. Yo fumaba un cigarrillo y ella se controlaba las uñas estirando los dedos a cierta distancia de sí, como quien impone calma a una multitud-. Quiero decir cuando nos muramos, aquí ya no queda sitio.

– En qué cosas piensas. Miré a lo lejos para adoptar un aire ensoñado que justificara lo que iba a decir y dije:

– A mí me gustaría ser enterrado. Da una idea de reposo que no da la incineración. Mi padre quiso que lo incineráramos, ¿recuerdas?, y no cumplimos su voluntad. Debimos seguirla, creo yo. A mí me molestaría que no se cumpliera la mía, de ser enterrado. ¿Qué te parece? Deberíamos desenterrarlo. Así, además, habría sitio para mí cuando muera, en el panteón. Tú podrías ir al de tus padres.

– Vamonos de aquí, me estás poniendo enferma.

Echamos a caminar por entre las tumbas,en busca de la salida. Hacía sol. Pero a los diezo doce pasos yo me detuve, miré la brasa de mi cigarrillo y dije:

– ¿No crees que deberíamos incinerarlo?

– Haz lo que quieras, pero vamonos ya de aquí.

Arrojé el cigarrillo al suelo y lo sepulté en la tierra, con el zapato.

Marta no estuvo interesada en asistir a la ceremonia, que careció de toda emoción y me tuvo a mí por solo testigo. Los restos de mi padre pasaron de ser vagamente reconocibles en un ataúd a ser irreconocibles en una urna. No pensé que hiciera falta esparcirlos, y además, hacer eso está prohibido.

Al regresar a casa, ya tarde, me sentí deprimido; me senté en el sillón sin quitarme el abrigo ni encender la luz y me quedé allí esperando, musitando, pensando, oyendo la ducha de Marta a lo lejos, quizá reponiéndome de la responsabilidad y el esfuerzo de haber hecho algo que estaba pendiente desde hacía tiempo, de haber cumplido un deseo (un deseo ajeno). Al cabo de un rato mi mujer, Marta, salió del cuarto de baño con el pelo aún mojado y envuelta en su albornoz, que es rosa pálido. La iluminaba la luz del baño, en el que había vaho. Se sentó en el suelo, a mis pies, y apoyó la cabeza húmeda en mis rodillas. Al cabo de unos segundos yo dije:

– ¿No deberías secarte? Me estás mojando el abrigo y el pantalón.

– Te voy a mojar entero -dijo ella, y no llevaba nada debajo del albornoz. Nos iluminaba la luz del baño, a lo lejos.

Aquella noche fui feliz porque mi mujer, Marta, fue lasciva e imaginativa, me dijo cosas bonitas y no bostezó, y me bastó con ella. Eso nunca lo olvidaré. No se ha vuelto a repetir. Fue una noche de amor. No se ha vuelto a repetir.

Unos días después recibí la cuarta carta tanto tiempo esperada. Todavía no me he atrevido a abrirla, y a veces tengo la tentación de romperla sin más, de no leerla jamás. En parte es porque creo saber y temo lo que dirá esa carta, que, a diferencia de las tres que me dirigió Mercedes con anterioridad, tiene olor, huele un poco a colonia, a una colonia que no he olvidado o que conozco bien. No he vuelto a tener una noche de amor, y por eso, porque no se ha vuelto a repetir, tengo a veces la extraña sensación, cuando la rememoro con añoranza e intensidad, de que aquella noche traicioné a mi padre, o de que mi mujer, Marta, me traicionó a mí con él (quizá porque nos dimos apelativos ficticios o nos creamos existencias que no eran las nuestras), aunque no cabe duda de que aquella noche, en la casa, en la oscuridad, sobre el albornoz, sólo estábamos Marta y yo. Como siempre Marta y yo.

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