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Viana cruzó sus manos sobre la nuca y se recostó en la tumbona, y entonces rozó con la calva el calcetín colgado. Reaccionó en seguida, incorporándose, como cuando a uno le roza una mosca. Se calzó el mocasín rojo que se había quitado ya mucho antes, cuando yo estaba aún en nuestra terraza, y eso le hizo perder el aire de desvalimiento y a mí me hizo pensar de pronto que la conversación podía acabarse.

– No se denuncian las intenciones -dijo-. Mañana nos vamos ya a Barcelona, no volveremos a vernos, salimos temprano, no habrá playa. Mañana habrá usted olvidado todo esto, no querrá recordarlo, no lo tomará en serio ni se acordará de mí, ni de ahora, ni tratará de averiguar nada. No preguntará en el hotel por nosotros, si salimos juntos, si pagamos la cuenta, si no ha ocurrido nada durante esta noche en la que el único despierto fue usted, hablaba conmigo. Ni siquiera le contará a su mujer lo que hemos hablado, para qué preocuparla, en el fondo no quiere creerme, lo conseguirá, descuide. -Viana vaciló un momento, pero continuó en seguida-. Y a poco que piense, si usted previniera a Inés no haría sino acelerar el proceso, me tocaría matarla mañana, no sé si ve el caso. -Volvió a vacilar, hizo una pausa, miró hacia el cielo, la luna, luego hacia el agua, luego volvió a hacer su gesto de agobio, esto es, se tapó la cara y así siguió hablando-. Y quién le dice que podría hablar con ella mañana, quién le dice que no lo he hecho ya, esta noche, hace un rato y antes de bajar aquí, quién le dice que no está ya muerta y que por eso le hablo, cualquiera puede morir en cualquier momento, nos lo enseñaban en el colegio, lo sabemos todos desde que somos niños, para ello basta entrar a formar parte del orden de la muerte, usted mismo dejó a su mujer dormida, pero quién le asegura que no ha muerto mientras hablaba conmigo, tal vez está agonizando en este mismo instante, ya no le daría tiempo a llegar arriba, aunque corriera. Quién le dice que no es Inés la que ha muerto a mis manos, y que por eso me afeité el bigote, hace ya mucho rato, antes de que usted bajara, antes de que yo bajara. O ambas. Quién le dice que no han muerto ambas, mientras dormían.

No le creí. La belleza ideal de Inés estaría dormida, sus ocho sortijas en la mesilla de noche, sus pechos voluminosos bien colocados sobre las sábanas, su respiración pausada, los labios idénticos entreabiertos como de niña, su pubis sin pelos haciendo un poco de mancha, esa extraña segregación nocturna de las mujeres. Luisa estaba dormida, yo la había visto, su rostro tallado y candido y aún sin arrugas, sus inquietos ojos moviéndose bajo los párpados, como si no pudieran acostumbrarse durante la noche a dejar de hacer lo que hacían durante el día, a diferencia de los de Inés, que probablemente estarían quietos ahora, durante el sueño que necesitaban para el mantenimiento de su belleza inmutable. Ambas estaban dormidas, por eso no se despertaban ni se asomaban, Luisa no había muerto durante mi ausencia, no tenía reloj, cuánto había durado. Instintivamente miré hacia arriba, hacia las habitaciones, hacia mi terraza y hacia las terrazas, y en una de ellas vi aparecer una figura envuelta en su toga de sábana, que me llamó dos veces, dijo mi nombre, como las madres dicen los de sus hijos. Me puse en pie. A la terraza de Inés, cualquiera que fuese, no salió sin embargo nadie.

Lo que dijo el mayordomo

Para Domitilla Cavalletti

[«Durante una reciente y breve estancia en Nueva York me sucedió una de las dos cosas que los europeos más tememos en esa ciudad: quedé atrapado por espacio de media hora en el ascensor de un rascacielos, entre el piso 25 y el 26. Pero no quiero hablar del miedo quépase ni de la justificadísima sensación de claustrofobia que me hizo chillar (lo confieso) cada pocos minutos, sino del individuo que viajaba conmigo cuando el ascensor se paró y con quien compartí esa media hora de confidencia y temor. Era un hombre de aspecto atildado y circunspección extrema (en situación tan apurada, él sólo gritó una vez, y cesó en cuanto supo que habíamos sido oídos y localizados). Parecía un mayordomo de película y resultó ser un mayordomo de la vida real. A cambio de alguna información incoherente y dispersa acerca de mi país, él me contó lo siguiente mientras esperábamos en el amplio ataúd vertical: trabajaba para un adinerado matrimonio joven compuesto por el presidente de una de las más famosas e importantes compañías americanas de cosméticos y su recién adquirida mujer europea. Vivían en una mansión de cinco pisos; se desplazaban por la ciudad en una limousine de ocho puertas y cristales velados (como la del difunto presidente Kennedy, puntualizó), y él, el mayordomo, era uno de los cuatro criados a su servicio (todos de raza blanca, puntualizó). La afición favorita de aquel individuo era la magia negra, y ya había logrado hacerse con un mechón del cabello de su joven señora, cortado mientras ella sesteaba en un sillón una tarde de sumo vera-noy sumo sopor. Todo esto lo contaba con gran naturalidad, y mi propio pánico me hizo escucharlo con relativa naturalidad también. Le pregunté por qué había cortado cruelmente aquel mechón, si es que ella lo trataba muy mal.

"Aún no ", respondió, "pero antes o después lo hará. Es una medida de precaución. Además, si algo sucede, ¿de qué otro modo podría vengarme? ¿Cómo puede vengarse un hombre hoy en día? Por otra parte, la práctica de la magia negra está muy de moda (Is very fashionable, dijo) en este país. ¿En Europa no?" Le dije que creía que no, con la excepción de Turín, y le pregunté si no podía hacer algo con su magia negra para que saliéramos del ascensor. "Lo que yo practico sirve sólo para vengarse. ¿De quién quiere usted que nos venguemos, de la compañía constructora de ascensores, del arquitecto del edificio, del alcalde Koch? Puede que lo lográramos, pero eso no nos haría salir de aquí. No tardarán. " No tardaron, en efecto, y una vez recuperado el movimiento y una vez llegados a la planta baja, el mayordomo me deseó buena estancia en su ciudad y desapareció como si la media hora que nos había unido no hubiera existido jamás.»

Así empezaba un artículo que, con el título de "La venganza y el mayordomo ", publiqué en el diario El País el lunes 21 de diciembre de 1987. A continuación el texto perdía de vista a este mayordomo y pasaba a ocuparse sólo de la venganza. No era, por tanto, el lugar adecuado para transcribir con detalle la totalidad de las palabras de mi compañero de viaje, y además en aquella ocasión me permití alterar alguno de los datos que me confió y en realidad silenciar la mayoría. Quizá me llevó a ello el hecho de que la nacionalidad de la reina de los cosméticos fuera la misma que la mía. Pensé que no era imposible que esa persona leyera el periódico, bien por sí misma o porque algún conocido de España la reconociera si me atenía demasiado fielmente a las circunstancias y le hiciera llegar mi escrito. Admito que me guió más el deseo de no poner en un aprieto a mi mayordomo que, por el contrario, el de poner en guardia a la reina en peligro. Ahora es quizá el momento, cuando mi gratitud hacia el primero es más difusa, aunque las probabilidades de que este otro texto llegue a los ojos de la segunda son infinitamente más escasas. No tengo, sin embargo, otro modo de advertirla, al menos un modo no excesivamente aparatoso. Si esa señora puede leer periódicos, no creo en cambio que lea libros, menos aún cuentos de un compatriota suyo. Pero eso no será culpa mía: los libros que no leemos están llenos de advertencias; nunca las conoceremos, o llegarán demasiado tarde. En todo caso mi conciencia estará más tranquila si le brindo la posibilidad, por remota que sea, de precaverse, sin por ello sentirme tampoco como un delator hacia la persona del mayordomo que tanto contribuyó a apaciguarme y a aligerar mi espera dentro del ascensor. El dato alterado en aquel artículo era que el matrimonio no era tan reciente como allí se afirmaba y que por consiguiente el mayordomo no esperaba, como le hice decir, futuros agravios de su señora, sino que, según él, ya los padecía continuamente. Estas fueron sus palabras, en la medida en que las recuerdo y sé transcribirlas; en todo caso sin mucho orden, ya que no me siento capaz de reproducir una conversación en regla, sino sólo de rememorar algunas de las cosas que él dijo entonces. J M]

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