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Dijo el mayordomo:

– No sé si todas las mujeres son iguales en España, pero la muestra con la que me ha tocado coincidir en la vida es horrible. Vanidosa, poco inteligente, malcriada, cruel, y usted me perdonará que hable así de una mujer de su tierra.

– Adelante, no se preocupe por eso, diga lo que quiera -respondí yo generosamente, sin prestar aún demasiada atención.

Dijo el mayordomo:

– Comprendo que lo que yo diga aquí no tiene mucha autoridad ni mucho valor, y puede entenderse como un desahogo. Me gustaría que el mundo fuera de tal manera que no resultara imposible una confrontación directa entre ella y yo, entre mis acusaciones y las suyas, o entre mis acusaciones y su defensa, sin que ello tuviera consecuencias graves para mí, me refiero a un despido. No crea que en la actualidad hay tantas familias que puedan dar empleo a un mayordomo, ni siquiera en la ciudad de Nueva York, no nos sobra el trabajo, poca gente puede permitirse tener uno, no digamos cuatro criados, como tienen ellos. Todo era bastante perfecto hasta que ella llegó, el señor es muy agradable y casi nunca está en casa, había sido soltero desde que yo entré a su servicio, hace cinco años. Bueno, se había divorciado, y esa es la mayor esperanza, que acabe divorciándose también de ella, antes o después. Pero puede ser después, y hay que estar prevenido. Ahora ya he completado mis cursos de magia negra, primero por correo, luego algunas lecciones prácticas, tengo el título. Todavía no he hecho gran cosa, esa es la verdad. Nos reunimos a veces a matar alguna gallina, ya sabe usted, es muy desagradable, nos llenamos de plumas, el animal pelea lo suyo, pero hay que hacerlo de vez en cuando, si no nuestra organización carecería de todo prestigio.

Recuerdo que aquel comentario me preocupó momentáneamente y me hizo prestar más atención, y por eso, para que mi temor se viera disipado por el otro temor, más fuerte, golpeé la puerta del ascensor una vez más, apreté insistentemente el botón de alarma y los de todos los pisos y chillé varias veces: «¡Eh! ¡Eh! ¡Oigan! ¡Eh! ¡Seguimos aquí encerrados! ¡Seguimos aquí!»

Dijo el mayordomo:

– Tómeselo con calma, no nos ocurrirá nada. Este ascensor es muy espacioso, hay mucho que respirar, y ellos ya saben que estamos aquí. La gente es desaprensiva, pero no tanto como para olvidarse de dos personas encerradas en un ascensor, y además necesitarán que funcione. Mi señora, su compatriota, es desaprensiva, nos maltrata a todos, o lo que es aún peor, hace caso omiso. Tiene la capacidad, que quizá se da más en Europa que en los Estados Unidos, de hablar con nosotros como si no estuviéramos delante, sin mirarnos, sin hacernos caso, nos habla sin dirigirnos la palabra, exactamente como podría hacerlo si, en vez de con nosotros, estuviera hablando con una amiga sobre nosotros. Hace poco estuvo aquí una amiga suya italiana, y aunque hablaban sus lenguas que yo no entiendo, sé que buena parte de sus charlas versaron sobre nosotros, sobre mí en particular, soy el más antiguo, una especie de responsable o jefe de todo el servicio. Ella sabe bien cómo decir algo sobre mí en mi presencia sin que nada en absoluto dé a entender que habla de mí, pero no su amiga, ella no podía evitar que sus ojos verdes me lanzaran alguna mirada de soslayo en medio de su chachara en lengua latina, cualquiera que fuese. Con todo, durante las semanas que su amiga permaneció en la casa ella estuvo más distraída y se ocupó menos de mí. Usted comprenderá, ella lleva ya aquí tres años, todavía habla muy mal el inglés, con fuerte acento, a veces me cuesta entenderla y eso la irrita, cree que lo hago a propósito para ofenderla; en parte es así, pero le aseguro que me limito a no hacer el esfuerzo que tendría que hacer siempre para entenderla, un esfuerzo de comprensión y de oído, de adivinación. Lo cierto es que tras tres años de estancia, hasta una ciudad como Nueva York cansa y aburre si no se tiene nada que hacer en ella. El señor sale todas las mañanas a trabajar y no regresa hasta tarde, hasta la hora española de cenar, ella la ha impuesto. Usted quizá no lo sepa, pero los cosméticos llevan mucho trabajo, son como la medicina, hay que investigar y perfeccionar, uno no puede quedarse estancado con una gama de productos fija. Hay adelantos increíbles cada año, cada mes, y hay que estar al tanto, exactamente como en la medicina, lo dice el señor. El señor sale, trabaja durante doce horas o más, sólo está en casa por la noche y los fines de semana, poco más. Ella se aburre bastante, como es natural, ya hizo todas las compras que podía hacer para la casa, aunque sigue viviendo a la espera de las novedades de toda índole: un nuevo producto, un nuevo aparato, un nuevo invento, una nueva moda, una nueva representación en Broadway, una nueva exposición, una nueva película importante, cualquier novedad la consume al instante, en el acto, más rápidamente de lo que incluso una ciudad como esta puede ofrecer.

Yo me había sentado en el suelo del ascensor. Él, en cambio, tan atildado y circunspecto, permanecía de pie con el abrigo y los guantes puestos, una mano apoyada en la pared y un pie graciosamente cruzado sobre el otro. Los zapatos le brillaban más de lo que es normal.

Dijo el mayordomo:

– Así, por lo general está en casa, sin nada que hacer, viendo la televisión y poniendo conferencias a sus amigas de España, invitándolas a venir, no vienen mucho, no es de extrañar. Cuando ya no puede hablar más, cuando le duele la lengua de tanto hablar y le duelen los ojos de ver tanta televisión, entonces no tiene más remedio que fijarse en mí, soy yo quien está siempre en casa, o casi siempre, soy yo quien sabe dónde están las cosas o dónde pueden conseguirse si hay que hacerlas traer. Se fija en mí, ¿comprende?, y no hay nada peor que ser la fuente de distracción de alguien. Algunas veces se traiciona a sí misma, quiero decir a su espíritu despreciativo: sin darse cuenta, se encuentra con que durante unos minutos no ha estado dándome órdenes ni haciéndome preguntas útiles, sino conversando conmigo, imagínese, conversando.

Recuerdo que en este punto me levanté y golpeé de nuevo la puerta con la palma de mi mano izquierda. Iba a volver a gritar, pero decidí tomar ejemplo del mayordomo, que hablaba con mucha calma, como si estuviéramos del otro lado del ascensor, esperándolo. Me quedé de pie, como él, y le pregunté:

– ¿Y de qué conversan?

Dijo el mayordomo:

– Oh, me hace algún comentario sobre algo que ha leído en una revista o sobre algún concurso que ha visto en la televisión, está loca por uno que hay todas las tardes a las siete y media, justo antes de que vuelva el señor, está loca por Family Feud, hace que todo se pare a las siete y media para verlo con extremada atención. Apaga las luces, descuelga el teléfono, durante la media hora que dura Family Feudnosotxos podríamos hacer cualquier cosa en la casa, prenderle fuego, no se enteraría; podríamos entrar en su dormitorio, donde ella lo ve, y quemar la cama a sus espaldas, no se enteraría. En esos momentos sólo existe la pantalla de televisión, sólo he visto esa capacidad de abstraerse en los niños, ella es un poco infantil. Mientras ella ve Family Feud yo podría cometer un asesinato a sus espaldas, podría degollar alguna de nuestras gallinas y esparcir las plumas y derramar la sangre sobre sus sábanas, ella no se enteraría. Al cabo de su media hora se levantaría, miraría a su alrededor y pondría el grito en el cielo, ¿de dónde ha salido esta sangre, de dónde estas plumas, qué ha sucedido aquí? En modo alguno me habría visto degollar a la gallina. Podríamos robar, cuadros, muebles, alhajas, podríamos traer a nuestras amigas o amigos y celebrar una orgía en su propia cama, mientras ella mira Family Feud. Claro está que no lo hacemos, porque es también la cama del señor, al que todos queremos y respetamos. Pero imagínese, y no exagero, mientras ella ve Family Feud podríamos violarla y no se enteraría. Hasta que no descubrí esto tuve que buscar ocasiones propicias, como ya le he explicado, para cortarle un mechón de pelo o sustraerle una prenda, íntima o no, un pañuelo o unas medias. Si ahora quisiera más objetos personales suyos, sólo tendría que esperar a las siete y media de lunes a viernes y sustraérselos mientras ve su programa. Le confesaré una cosa, vea que no exagero: en una ocasión hice la prueba, por eso le digo que podríamos violarla sin que se diera cuenta. En una ocasión me acerqué a ella por detrás mientras miraba Family Feud, ella lo ve muy de cerca, muy erguida, sin duda buscando la incomodidad para mantener mejor la atención, sentada en una especie de taburete bajo. Una tarde me acerqué a ella por la espalda y le toqué un hombro con mi mano enguantada, como si fuera a advertirle algo. Me obliga a ir siempre con guantes, ¿sabe?, la librea sólo tengo que ponérmela cuando hay invitados a cenar, pero ella quiere que lleve siempre mis guantes blancos de seda, ya sabe, la idea es que el mayordomo vaya pasando los dedos por todas partes, por muebles y barandillas, para ver si hay polvo, si lo hay los guantes blancos se manchan inmediatamente, siempre llevo mis guantes, muy finos, al tacto es como si no llevara nada en las manos. Así, le toqué el hombro con mis dedos sensibles, y al ver que no los notaba, dejé la mano posada durante bastantes segundos y fui haciendo presión poco a poco. Hasta ahí habría tenido excusa. Ella no se volvió, ni se movió, nada. Entonces hice avanzar la mano, yo estaba de pie, acariciándole los hombros y las clavículas, más que presionando, y ella permanecía inmutable. Empecé a preguntarme si acaso estaba invitándome a que avanzara, y reconozco que esa duda todavía no la he despejado del todo; pero yo creo que no, que estaba tan absorta en la contemplación de Family Feudque no se percató de nada. De modo que hice que mi mano se deslizara cautelosamente (siempre enguantada) por su escote, ella va siempre demasiado escotada para mi gusto, al señor, en cambio, le agrada eso, se lo he oído decir. Toqué su sostén, un poco áspero francamente, y fue eso, más que mi propio deseo, lo que me convenció para sortearlo o, digamos, hacer que por lo menos la aspereza de la tela rozara sólo contra el envés de la mano, menos sensible que la palma, aunque llevaba mis guantes. No crea que las mujeres me dicen gran cosa, apenas si tengo trato con ellas, pero una piel es una piel, una carne una carne. De modo que le acaricié durante largos minutos un pecho y otro, izquierdo y derecho, muy agradables, pezón y pecho, ella no se movió ni dijo nada, ni siquiera cambió de postura mientras veía su programa. Yo creo que podría haberme eternizado allí si Family Feud hubiera durado más tiempo, pero de pronto vi que el presentador estaba ya despidiéndose y retiré la mano. Aún pude salir de la habitación antes de que terminara su trance, andando de puntillas, de espaldas. El señor llegó a las ocho en punto, todavía sonaba en la televisión la música final del programa.

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