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– ¿Está usted seguro de que nos van a sacar de aquí? Empieza a parecerme que tardan demasiado -dije yo por toda respuesta, y volví a gritar y a golpear la puerta metálica-. ¡Eh! ¡Eh! ¡Pam, pam!

Dijo el mayordomo:

– No tardarán, ya se lo he dicho. A nosotros nos parece que cada minuto dura una hora, pero un minuto dura siempre un minuto en realidad. No llevamos aquí tanto tiempo como usted cree, tómeselo con calma.

Me deslicé de nuevo hasta el suelo apoyándome en la pared (me había quitado el abrigo y lo llevaba colgado del brazo) y me quedé allí sentado.

– ¿No ha vuelto a tocarla? -le pregunté.

Dijo el mayordomo:

– No. Eso fue antes de la muerte de la niña, a partir de entonces le tengo demasiado asco, no podría volver a acariciarle ni un dedo. Hace doce meses ella se quedó embarazada, el señor no había tenido hijos en su anterior matrimonio, así que sería el primero. Ya puede usted imaginarse cómo fue el embarazo, una pesadilla para mí, se me duplicó el trabajo y se duplicó la atención que ella me presta siempre, me llamaba de continuo para pedirme las cosas más inútiles y más idiotas. Pensé en despedirme, pero ya le digo, escasea el trabajo. Cuando dio a luz me alegré, no sólo por el señor, también porque la niña sería ahora su fuente de distracción principal y me aliviaría. Pero la niña nació muy mal, con un defecto grave que habría de matarla a los pocos meses, no me haga hablar de ello. En seguida se supo que la niña estaba condenada, que no podría durar más que eso, unos meses, tres, cuatro, seis a lo sumo, inverosímilmente un año. Yo entiendo que eso es muy duro, entiendo que, sabiéndolo, una madre no quiera encariñarse con su criatura, pero también es cierto que esa criatura, mientras dure, debe recibir cuidados y un poco de afecto, ¿no le parece? Al fin y al cabo, en lo único que esa niña se diferenciaba de nosotros, de los demás, era en que se sabía su fecha de cancelación, porque nos cancelarán a todos, cierto. Ella no quiso saber nada en cuanto se enteró de lo que iba a pasar. Prácticamente se puede decir que nos entregó la niña a nosotros, a los criados, hizo venir a una mujer que la alimentara y le cambiara los pañales, hemos sido cinco en la casa durante estos meses, ahora seremos cuatro otra vez. El señor tampoco se ocupaba mucho, pero su caso es distinto, él trabaja demasiadas horas, nunca habría tenido tiempo de nada, aunque la niña hubiera estado sana. Ella, en cambio, estaba mucho en la casa, como siempre, más de lo que le gustaría, y sin embargo jamás entraba en la habitación de la niña, muchas noches ni siquiera entraba con el señor a despedirse de ella, casi nunca. El señor sí entraba por las noches, antes de acostarse, solo. Yo le acompañaba y me quedaba en el umbral con la puerta entornada, mi mano blanca sujetándola para que hubiera algo de luz, la que venía de fuera, el señor no se atrevía a encender la de la habitación, seguramente para no despertarla pero también, yo creo, para no verla más que en penumbra. Pero la veía al menos. El señor se acercaba a la cuna, no demasiado, siempre se quedaba a un par de yardas y desde allí la miraba y la oía respirar, poco rato, un minuto o menos, lo suficiente para despedirse. Cuando él salía yo me hacía a un lado, le abría la puerta con mi mano enguantada y le acompañaba con mi mirada, le veía encaminarse hacia su dormitorio, donde le esperaba ella. Yo sí entraba en la habitación de la niña y a veces me quedaba junto a ella largo rato. Le hablaba. No tengo hijos, pero vea usted, me salía hablarle, aunque ella no fuera a entenderme ni yo tuviera la excusa de que aquella niña debía acostumbrarse a la voz humana. Lo grave del caso es que no tenía por qué acostumbrarse a nada, no tenía porvenir y nada la esperaba, no había que acostumbrarla a nada, era tiempo perdido. En la casa no se hablaba de ella, no se la mencionaba, como si ya hubiera dejado de existir antes de que muriera, son los inconvenientes de saber el futuro. Tampoco entre nosotros, quiero decir los criados, hablábamos de ella, pero la mayoría íbamos a visitarla, a solas, como quien entra en un santuario. Mi magia negra, por supuesto, no servía para curarla, sólo sirve para vengarse, ya se lo he dicho. Ella, la madre, seguía haciendo su vida, llamando a Madrid, a Sevilla, ella es de Sevilla, charlando con su amiga cuando estuvo aquí, saliendo a hacer compras y yendo al teatro, viendo la televisión y Family Feudác lunes a viernes, a las siete y media. No sé cómo decirle, después de aquella ocasión en que la toqué sin que se diera cuenta le había tomado un poco de afecto, el contacto trae el afecto, un poco, aunque sea un contacto mínimo, quizá esté usted de acuerdo en esto.

El mayordomo hizo una pausa lo bastante larga para que este último comentario suyo no pareciera retórico, así que me incorporé y le respondí:

– Sí, estoy de acuerdo en eso, y por eso hay que tener cuidado con a quién se toca.

Dijo el mayordomo:

– Es cierto, uno no tiene buena opinión de alguien o incluso la tiene muy mala, y de repente un día, por azar, o capricho, o debilidad, o soledad, o aprensión, o borrachera, un día se descubre uno acariciando a esa persona de la que se tenía tan mala opinión. No es que se cambie de idea por eso, pero se cobra un afecto por lo que se ha acariciado y se ha dejado acariciar. Yo le había cobrado un poco de ese afecto elemental a ella, después de haberle acariciado los pechos con mis guantes blancos mientras ella veía Family Feud. Pero eso fue al comienzo de su embarazo, durante el cual, por ese afecto que le había tomado, fui más paciente de lo que solía ser y le procuré cuanto me pedía sin malos gestos. Luego le perdí ese afecto, desde el nacimiento de la niña en realidad. Pero lo que me ha hecho perdérselo definitivamente y tomarle asco ha sido la muerte de la niña, que duró incluso menos de lo pronosticado, dos meses y medio, no han llegado a tres. El señor estaba de viaje, aún está de viaje, yo le comuniqué la muerte ayer mismo por teléfono, no dijo nada, sólo dijo: «Ah, ya ha sucedido.» Luego me pidió que me encargara de todo, de la incineración o el entierro, lo dejó a mi elección, quizá porque se daba cuenta de que en realidad yo era la persona más cercana a la niña, pese a todo. Fui yo quien la sacó de su cuna y llamó al médico, fui yo quien esta mañana se ocupó de retirar sus sábanas y su almohada, se hacen sábanas minúsculas para los recién nacidos, no sé si lo sabe, almohadas minúsculas. Yo le dije esta mañana a ella, a la madre, que iba a traer a la niña aquí, para incinerarla, en la planta 32, hay un servicio de muy alta calidad, uno de los mejores de la ciudad de Nueva York, conocen su trabajo, ocupan la planta entera del edificio. Se lo dije esta mañana, ¿y sabe lo que me contestó? Me contestó: «No quiero saber nada de eso.» «Se me había ocurrido que a lo mejor querría usted acompañarme, acompañarla a ella en su último viaje», le dije yo. ¿Y sabe lo que me contestó? Me contestó: «No digas estupideces.» Luego me encargó que ya que venía por esta zona le sacara entradas para la ópera para unos amigos que vienen dentro de un mes, ella tiene su abono. Ella tiene futuro, a diferencia de la niña, ¿comprende? Así que me he venido solo con el cuerpo de la niña metido en un ataúd diminuto, blanco como mis guantes de seda, podría haberlo llevado en mis propias manos, blanco sobre blanco, mis guantes sobre el ataúd. Pero no ha hecho falta, este servicio tan competente de la planta 32 lo tiene todo previsto, y nos han recogido a la niña y a mí esta mañana en un coche fúnebre y nos han traído hasta aquí. Ella, la madre, se asomó a la escalera, arriba, en el cuarto piso, justo en el momento en que yo me disponía a salir con la niña, abajo, con el ataúd, estaba ya junto a la puerta de entrada con el abrigo y los guantes puestos. ¿Y sabe cuáles fueron sus últimas palabras? Me gritó desde lo alto de la escalera, con su acento español: «¡Que no dejen de poner claveles, que haya muchos claveles, y flores de azahar!» Esa ha sido su única indicación. Ahora vuelvo con las manos vacías, la incineración acaba de tener lugar. -El mayordomo miró el reloj por primera vez desde que nos habíamos detenido y añadió-: Hará poco más de media hora.

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