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– Es esta una función ingrata para los inocentes que hemos de darle corporeidad, pero como no está en nuestra mano abolir o renunciar a tal misión…, ¡al tiempo!; y por otra parte (y quizá deba decir afortunadamente), son pocos los que, incluso desempeñándola, están al tanto de ella. Tal vez sólo miembros de hierro, como usted, Louvet o yo, capaces de hendir la espuela en el barro y esperar la acometida; brutales como sablazos, tersos, inconmovibles, desheredados sin origen que piden a voces su aniquilación: porque yo participo de su pequeño drama, ¿comprende?: usted va destinado al islote de Bormes indefinidamente, o quizá al de Malvados, y soy yo quien le convierte en un militar oscuro y provinciano (en un descamisado, sí) cuando su hoja de servicios le auguraba un puesto en el mando y una vitola de mundanidad que a buen seguro habría contribuido enormemente a realzar su prestigio y a acentuar su personalidad; soy yo quien le va a sumir en el olvido y la deyección, en la rutina y la desidia, o para ser más exactos: yo formo parte de la encarnación de la catástasis… no me atrevería a hablar aún de catástrofe en su caso, no se dé importancia… los dramas habidos en el ejército han sido legión y multiformes, y de magnitudes tales que si se hiciera un simple recuento grosso modo, el mundo quedaría boquiabierto y pasmado usque ad nauseam. Y el suyo está viciado a primera vista, tiene… ¿cómo expresarlo?, una cierta aureola de carácter anecdótico que impide determinar con rotundidad si efectivamente se inscribe en nuestra inveterada y fatídica trayectoria (siendo lógico en tal caso que cuanto más pronunciado es el declive más anodinas resulten sus manifestaciones visibles) o si bien, por el contrario, es solamente otra estampa de lo que podríamos llamar el santoral de nuestro cuerpo: algo con que promover y recordar la regularidad invulnerable del ejército, algo con que dar a conocer y divulgar de forma amena y superficial nuestros conceptos entre los novatos y los legos. Ya le digo: no lo sé, aún ignoro la fuerza y la necesidad a que responden sus errores y el consiguiente derrumbamiento; el ejército está cambiando, el arte de la guerra no es el único desuetudinario, no es el único que ha dejado de existir; y al haberse desvanecido (al haberse amortiguado cuando menos) lo que en buena medida conformaba la representación viva y material de nuestra esencia, los atajos de que se vale nuestro espíritu son desorientadores hoy por hoy: sólo causan perplejidad y desconfianza, incluso un poco de desaliento involuntario (falta de fe, en otros términos) para los que, como yo mismo, somos versados en la materia, hemos reflexionado y conocemos la ilustración portentosa del pasado. Sepa usted que este nugatorio deambular de nuestros días es algo nuevo enteramente, y que una de las características de esa configuración, de esa fuga del magma, de ese cauce o cristalización de que le hablo, era la luz, el breve fulgor, el destello nítido y cegador, la irradiación sublime del momento culminante; en una palabra el fugitivo cielo estrellado entre la masiva e idéntica condensación de dos tormentas en la noche. Pero parece que es este un brillo ya difunto, cancelado, innecesario: como si el desenvolvimiento de la tragedia mortífera y perenne del ejército hubiera desechado a la postre su incursión final por nuestro tiempo, como si la materia de que están hechas las tres primeras partes hubiera absorbido a la cuarta albergándola en su seno y en su dimensión y confundiéndola; como si se estuviera produciendo un transvase, una transubstanciación cuyo efecto sería la progresiva y gradual difuminación de la catástrofe: si su difu-minación o su desaparición, eso me temo que nosotros no lo llegaremos a saber, ni a intuir siquiera. Tal vez de ahora en adelante (si no ha ocurrido ya) el ciclo funesto y glorioso del ejército se reduzca y pierda su estructura dorada y modélica. ¿Se lo imagina? Un encadenamiento tan indiscernible e incesante que lleve a la descomposición de los eslabones; una yuxtaposición tan brumosa y perfecta que finalmente no sea sino la fusión de las partes, un continuum informe y compacto, como el tiempo incontable del convicto en la mazmorra o del amante postergado; y todo ello dándose en un reino que nos está vedado, en el campo invisible de batallas fantasmales y campañas venales, en un terreno donde ni se muere ni llueve, ¿comprende usted?, ¡donde ni se muere ni llueve!…

El coronel encuadró entre sus manos el rostro inflamado y venoso, acentuándose más todavía la forma de huevo invertido de su cabeza senil y pulposa y aterciopelada.

– Espantoso, ¿verdad? Pero piense usted al mismo tiempo que, de consumarse este vuelco en que al parecer nos hallamos inmersos, el resultado equivaldría tan sólo al cumplimiento absoluto de nuestra incognoscibilidad esencial. Y deberíamos alegrarnos por ello. Hasta ahora, aunque no cupiera el conocimiento, sí era posible su simulacro, incluso su aspiración: la especulación, la conjetura, la hipótesis… Todo ello errado desde su nacimiento, sí, y sin posibilidad de acertar, pero en cierto modo remunerador, un alivio. Un consuelo banal, bien es verdad, pero conciba usted lo que puede ser su falta. Entonces no nos quedará más que el recuerdo borroso del vestigio que fue; y ambas cosas se irán debilitando poco a poco, hasta que sobrevenga el día en que incluso ese mortecino reflejo deje de iluminarnos ya y se apague, extenuado por el exceso de trabajo a que lo habremos sometido. Es este un resplandor perecedero, que necesita regenerarse y cobrar fuerza de sus iguales; y si no los hay, si no obtiene descendencia, se extingue tras languidecer lentamente: no es capaz de soportar el peso de siglos, ni aun de lustros de temporalidad infecunda… Lo que me pregunto es si la carencia total de casos como el de Louvet y la paulatina abrogación de su culto y su memoria, la falta de cúspides donde respirar hondo tras la turbulencia y el clamor del ascenso, de atalayas con que alimentar nuestra única ilusión, la primordial: que desde allí, y por un momento, se contempla con diafanidad la curva entera del trayecto recorrido en la ignorancia, el ancho valle que antes había sido imperceptible y la negrura del océano del que se procede y al cual se habrá de volver…, me pregunto si todo esto no conllevará la disolución de la naturaleza trágica del ejército, del ejército mismo en consecuencia; o al menos de su representación más inmediata y por ello imprescindible, irrenunciable; en una palabra, de nosotros mismos, del cuerpo como tal. Y así, no sé tampoco si su caso merece la pena realmente, si es que se inscribe en esa difuminación degradante y gradual de la catástrofe, en esa imparable nebulosidad de que le he hablado (perteneciendo por tanto, pese a todo, a lo más profundo y entrañable de nuestro carácter), o si bien no es usted más que un nuevo capítulo del martirologio. Sí, una muestra más, de muy relativa importancia, de mero interés cuantitativo. No sé si es usted como Louvet, Lucan y algunos otros (un vínculo admirable, la confluencia, la síntesis) o si, por el contrario, su drama es un vulgar disfraz, una máscara innoble con que pretende engañarnos la temporalidad atolondrada y pragmática a que estamos condenados. Porque su historia, ¿sabe usted?, está desprovista de emoción y de grandeza, no es una cumbre ejemplar, dibujada e inequívoca, carece de grandilocuencia y de esplendor, ni siquiera veo en ella el rastro o estela estremecedor de la catástasis, del climax, de la premonición; en suma, puede usted ser, simplemente, un eslabón tan llamativo que nos induzca al error: y a fuer de ser sinceros, le diré que ojalá sea así; lo contrarío supondría sin duda lo que a la vez le he expresado en forma de esperanza y de temor (más de lo segundo a la postre, lo confieso sin ambages ni resquemor; aún no he envejecido lo suficiente para anhelar la evanescen-cia, aunque todo se andará): un deterioro representativo tan bárbaro, tan irreversible, tan implacable, que nos podríamos dar por clausurados. ¿Se imagina usted lo que sería el fin de los Louvet, de los Pompeyo, de los John Hume Ross? ¿El fin, incluso, de los menos fulgentes, de los Manera y de los Mo-reau, de los Custardoy? Un óbito corporativo, eso sería, una intolerable defunción… ¡No más Louvets, no más Louvets! Impensable aún hoy, ¿verdad? Yo habría dado cualquier cosa por ocupar su lugar: por haber experimentado en mis propias venas espeluznadas el vértigo de la consumación, por haber cabalgado a solas, como lo hizo él, por haber gozado de sus antecedentes geniales, por haber sucumbido como él. Louvet, fíjese usted, se vio bendecido por la fortuna hasta en los detalles más nimios, ni siquiera tuvo que atravesar el obligado engrisecimiento de la carrera ascendente y lenta de todo soldado: entró y salió del ejército como capitán, sólo intervino en una campaña… Fue un personaje relampagueante y fugaz como su propia función. Cuando Napoleón preparaba la marcha sobre Rusia, su asombroso ejército se encontraba ya tan desgastado y yacente pese a los triunfos obtenidos que no sólo tuvo que reclutar tropas de manera indiscriminada y abusiva, sino también que inventarse oficiales no siempre merecedores del rango. Louvet fue una de estas creaciones tardías, pero en su caso no puede hablarse de desliz ni de improvisación: sus profundos conocimientos teóricos del arte bélico, la ingente obra escrita en que los había plasmado, la clarividencia estratégica que tales páginas dejaban traslucir no hacían sino convertir en lógica y apremiante su incorporación a filas en un puesto de mando y responsabilidad, y en disparatada, absurda, perversa, la circunstancia de que hasta entonces se hubiera mantenido alejado de los campos de batalla y hubiera confinado su saber abrumador al polvo de las bibliotecas y a los ojos cansados y débiles de los curiosos y los ilustrados. Pero al igual que el aficionado a los mapas rara vez siente el impulso o la necesidad de viajar porque sabe que la carta no miente y que en el lugar visitado no hallará más que lo que aquélla le anuncia y describe y da ya, así a Louvet no se le había ocurrido jamás (considerándolo algo denigrante y super-fluo) constatar personalmente sobre el terreno la veracidad de unas doctrinas que, como su progenitor, él reputaba obligadas y ciertas. Y sólo en 1812, quién sabe si porque la magnitud de la empresa le atrajo o porque, ya cincuentón, sufrió una conmoción inesperada y profunda de carácter patriótico, quién si porque se dejó seducir a fuerza de lisonjas y halago o porque a punta de bayoneta fue forzado a ingresar, quién, finalmente, si porque vio en ello una rúbrica adecuada a su obra o porque quizá enloqueció, el docto Louvet recibió su primer baño de fatiga y de sangre al pasar a formar parte del ejército nacional con el rango de capitán. Y no me cabe ninguna duda de que ya entonces Louvet presintió su destino y aceptó de buen grado que aquella incursión intempestiva y marchita le costara la vida. La función que a lo largo de la campaña desempeñó era la propia de un general veterano y con experiencia estratégica, pero el caso de Louvet desde un principio resultó singular: pese a estar tan capacitado para dirigir las operaciones de envergadura como cualquiera de los mariscales del Emperador, no se le concedió tan alta graduación, quizá para evitar los recelos, quejas y descontento de quienes la disfrutaban por los méritos y cicatrices acumulados desde el año 93, quizá a petición propia y con el íntimo, probable propósito de conocer el ambiente que le era contrario y militar en el frente. Y así, se daba la contradicción de que mientras a Louvet se le asignaba de facto un cargo espectral y oficioso que podríamos denominar de supervisor general estratégico y táctico, al tiempo, de iure y como capitán, participaba en el combate con asiduidad y una extraña delectación;…en la lucha cuerpo a cuerpo, sí, en la refriega misma, ¿de qué se asombra usted?, dirigiendo cargas de caballería y cortando cabezas: el sable en la mano, la mirada encendida, la mandíbula tensa, poseído sin duda por la enajenación y el pavor. Tanto es así que en las confrontaciones previas a Borodino se distinguió más por su arrojo en el campo, péle-méle, que por su maestría o habilidades tácticas (sentía gran respeto por las teorías y maniobras del general Phull). No puede decirse que el suyo fuera un arrojo suicida, sino más exactamente irracional: a menudo recordaba al todo o nada que el pánico suele propiciar en el ánimo impresionable y endeble del novel; pero tenga usted en cuenta que en última instancia eso era Louvet, y que aunque su espíritu estuviera traspasado de marcialidad, no era en ningún caso un militar, sino un hombre de letras, un estudioso que había pasado la totalidad de su vida entre libros, planos y crayons: meditando, trazando, proponiendo, arguyendo; en suma, no era un hombre de acción; y el único medio a su alcance para sobreponerse al espanto y la fascinación que el combate no podía por menos de producirle era sumergirse en él con el entusiasmo y la dedicación del que nada tiene que perder, o mejor dicho, de quien está convencido de que lo va a perder todo…

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