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Con la parte más carnosa de la palma de la mano el coronel volvió a alisarse delicadamente la ceja tupida, que en esta ocasión se le disparaba hacia abajo (por efecto de la humedad y el calor) confiriendo a su rostro una expresión levemente bobalicona y sombría, bovina y languideciente.

– Pero, eso sí, Louvet sabía muy bien lo que se traía entre manos y, sobre todo, a lo que estaba asistiendo: una cosa es que rodeado del estrépito de los aceros, del fogonazo a quemarropa brutal, de las caídas de los caballos en serie, de las salpicaduras de la tierra arrancada y de las voces ininterrumpidas y entrecortadas, sordas, sin procedencia y anónimas de los combates, perdiera el control de sí mismo y se transformara en un soldado aguerrido cuyo fanatismo llamaba tanto más la atención cuanto que de un lado se investía de su improbable figura de hombre pasivo, arropado e incrédulo, y de otro contrastaba con la ausencia de espontaneidad y el escepticismo en la lucha que aquejaban a sus camaradas y a las tropas en general, que en algunos casos llevaban diecinueve años batiéndose sin apenas respiro ni tregua; otra cosa muy distinta es que con la llegada del anochecer, durante los últimos pasos quebrados de las interminables marchas o en la atmósfera fría, ominosa y mortal de su tienda, no cavilara sin sueño sobre el velo que descorría su fogosidad. Y puesto que hablamos de ello, le diré que su destino personal, sustraído a su poderosa imbricación con el sino invariable, global y constante del ejército, tuvo que resultarle muy doloroso y sarcástico ya antes de Borodino: Louvet, como le he comentado, desdeñaba la comprobación empírica de sus teorías juzgándolas a priori infalibles y verdaderas y negando todo crédito o significancia a los desmentidos que accidentalmente le echaba en cara la experiencia ajena. Su visión del arte militar era formalmente irreprochable, pero (sin llegar a los extremos de la del general Phull, su celebrado adversario) se encontraba anticuada: su sistema era enteramente dieciochesco y se fundaba en una concepción de la táctica y de la estrategia que dejaba poco o ningún resquicio de acción al poder del azar. Louvet estaba persuadido (y su convencimiento era inflexible) de que poseyendo una buena y fidedigna información sobre las fuerzas propias y enemigas, sobre la disposición de ambos ejércitos en el campo de batalla, sobre sus respectivos movimientos en anteriores enfrentamientos y su tradición guerrera, sobre las características del terreno escenario de la contienda, e incluso si se quería (esto se le antojaba secundario, optativo, una cuestión de estilo) sobre la psicología más evidente y superficial de los miembros clave del staff contrario, se podían efectuar unos cálculos tan ajustados y precisos que al desarrollo fáctico de las operaciones no le quedara otra alternativa que erigirse en el cumplimiento simple, riguroso, exacto y aun taxativo del plan previamente acordado. La premisa menor de todo lo cual era un sentido férreo e inquebrantable de la disciplina: las tropas debían tener tanta voluntad como las piezas del ajedrez. Sin que ello signifique que concedo ningún valor a las tajantes, mojigatas, enormemente pueriles y poco autorizadas afirmaciones del conde Tolstoy al respecto, le diré que quizá ahora vuelva a ser posible tal cosa, pero que entonces ya no lo era en absoluto. De una manera aproximativa y muy imperfecta, lo había sido en el siglo XVIII, pero fueron justamente las campañas napoleónicas, con el precedente inmediato de las guerras revolucionarias, las que trastocaron por completo esta concepción de lo bélico sustituyéndola por otra, más rica y más amplia, que durante un periodo lamentablemente corto y que ya ha terminado otorgó al ejército la facultad de convertirse en una especie de Todo nacional (de receptáculo del Estado) en tiempo de guerra. Y si bien puede aseverarse que Louvet llevó a la cumbre y a la cabalidad que les faltaba los cálculos geométricos aplicados a las maniobras militares (siendo en esto un auténtico genio y como tal un adelantado a su época…, amén de un nexo hoy insoslayable entre la previa y la presente), hay que añadir, sin embargo, que partía (para su tiempo, que no para el nuestro) de un tremendo error de base que invalidaba de raíz y de un plumazo todos sus planteamientos. Esto no tuvo ocasión de averiguarlo hasta que él en persona entró en liza, y no tanto a través de los fracasos menores que como táctico cosechó en la ruta de Smolensk cuanto de su propio comportamiento individual, que le hizo la deplorable revelación de que de momento andaba errado y de que a lo sumo podía confiar en que el paso de los siglos hiciera coincidir algún día su pensamiento con los hechos y trocara lo que ahora se le mostraba como simple desiderátum en realidad. Pues era en sí mismo en quien vislumbraba la contradicción: llevado de su celo y de su furor, él era el primero en contravenir las órdenes que había impartido, creando el desconcierto y fomentando la apatía entre sus hombres; incomprensiblemente se veía escindido, desdoblado durante la lucha, aferrándose de un lado a sus convicciones más antiguas y sedimentadas (que siempre unos minutos antes había pretendido encarnar en la forma de voces autoritarias de mando e indicaciones precisas a sus soldados), y hundido, de otro, en la vorágine de sus arrebatos particulares, los cuales, como un ariete arremetiendo contra su espalda al mismo ritmo que el de los latidos violentos de su yugular, le empujaban y señalaban, una y otra vez, el camino untuoso de la enajenación y el pavor, de lo sanguinario y lo montaraz. Y así, el destino que durante el día iba adquiriendo su configuración todavía impalpable, se le presentaba a la noche como algo aún no trágico sino más bien patético, y por ende doblemente desconsolador. Y a la luz de las hogueras donde fecha tras fecha se consumían las ilusiones maltrechas mezcladas con la ginebra, encajaba, durante el reposo postrero de cada jornada, los reveses fatales de su militancia tardía, casi postuma, irreal y senil. Cuando finalmente lograba conciliar el sueño tras largas horas no tanto de meditación como de contemplación atónita de su trayectoria inclinada, un olor pútrido impregnaba sus fosas nasales a modo de despedida trayéndole el vaho incipiente del fraude, la muerte y la descomposición; y sólo la certeza de que llegaría la madrugada y con ella la oportunidad de dar rienda suelta a su congoja en la insensatez de la lucha, le permitía reclinar la cabeza por fin y dormir: ansiaba las hostilidades hasta tal extremo que con una escaramuza se conformaba: celebraba con desmedido alborozo y ninguna contención la aparición fantasmagórica de una partida de cosacos extraviados sobre los que caer y tajar, y ello le llevaba a unirse con frecuencia a los grupos más adelantados, a marchar en primera línea a lo largo del día entremezclado con los guías, los intérpretes, los pelotones de reconocimiento y las arriesgadas avanzadillas napolitanas; y era tal la parafer-nalia de la Grande Armée que no le costaba demasiado confundirse entre las líneas que más probabilidades tenían de entrar en combate sin que la deserción de su puesto se hiciera notar; y si alguna vez eran advertidas sus intromisiones en aquellos lugares que ni por cuerpo ni rango le correspondían, sus superiores (quizá porque las achacaban a su impaciencia por dominar las extensiones que se les iban abriendo y llevar a cabo una inspección topográfica continua de los terrenos, quizá porque le reverenciaban pese a su graduación inferior) guardaban silencio y le dejaban hacer. Y así, durante las trece semanas de marcha la figura de Louvet fue abdicando de su aura de sabiduría para verla suplida por otra que le iban tejiendo a partes iguales la extravagancia, la temeridad y la obcecación. Su nombre empezó a ser conocido ahora de los soldados rasos, y a pesar de que su conducta como oficial y su pregonada labor estratégica no inspiraban ya confianza ni eran las de desear, sus hombres, viéndole prodigar energías y audacia en el campo, mohíno, taciturno y vencido en su carromato, comenzaron a sentir por él la veneración que en esos seres gregarios, pasivos, expectantes y llanos suscita todo lo que no alcanzan a comprender: admirándole sin querer, imitándole sin darse cuenta de ello y procurando no obstante no cruzarse con él, le consideraban inaccesible y peligroso como un buque en cuarentena. Lo que sin embargo Louvet ignoraba es que estaba aproximándose a una desembocadura gigantesca e insigne que acabaría por fundirse con él; que mientras avanzaba hacia Borodino y Moscú haciendo descubrimientos vitales y para él impensados sobre el arte marcial, sobre su profesión, otro movimiento de sombras, oculto a su conocimiento y a su ciega mirada, recorría a su vez los últimos tramos de su propio abismo habiendo iniciado el descenso anheloso y alado no se sabe ni dónde ni cuándo: como la tromba de agua de un gran dique roto que rápidamente deglute poblaciones y campos sin que los moradores reparen en ella hasta que les es bien audible el creciente y aciago rumor, cuando ya no podrán escapar; como esa muerte imprevista que atrapa a quien menos lo espera, al que ignora los años que llevaba acercándose a través de un sendero invisible y oscuro y distinto del nuestro; como esa compañera adventicia y discreta, desdeñosa y siempre un poco distante que sólo presentiremos, cuando ya casi nos roce, en el aceleramiento de una palpitación que tomaremos por nuestra y le pertenecerá más a ella; como esa muerte, sí, como esa muerte que va por su propio camino trazado hace siglos y que sólo nos sale al encuentro cuando sin percatarnos nos deslizamos nosotros en él y así penetrando en su dimensión cenicienta y voraz y siempre y entonces extraña y remota nos integra o disuelve o nos quita de en medio; como esa mujer sorda, ciega y sin tacto que desconocemos, de la que nunca podremos hablar y cuyo recuerdo imborrable nos exigirá el espantoso tributo de olvidar lo demás;…de igual manera el desperezamiento opaco, laborioso e informe del ejército buscaba en Louvet su desagüe, tanteaba su vertedero, le designaba para precipitar sobre él su recalentada descarga, le elegía para grabar en su frente la señal manifiesta de su inmenso, insistente e imperturbable poder.

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