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Un día los vimos a ellos, quiero decir que nuestra atención reparó en ellos, en realidad la de Luisa primero, luego la mía con mi sombrero visivo. A partir de entonces se convirtieron en nuestros favoritos, y, sin reconocérnoslo, cada mañana los buscábamos con la mirada antes de escoger nuestro sitio y lo escogíamos cercano al suyo. En una sola ocasión llegamos a la playa antes que ellos, pero al poco los vimos avanzar montados en una Harley-Davidson gigantesca, él al manillar con su casco negro (pero las correas sueltas), ella abrazada a su espalda con la melena al viento. Creo yo que lo que nos impulsaba a procurar su vecindad era que nos ofrecían algo visible infrecuentemente y de lo que a duras penas se puede apartar la vista cuando se ofrece, esto es, el espectáculo de la adoración. Como manda el antiguo canon aún no prescrito, era él, el hombre, quien adoraba, y ella, la mujer, el ídolo, como tal indiferente (o quizá aburrido, deseoso de algún agravio). Ella era hermosa, indolente, pasiva, de carácter extenuado. A lo largo de las tres horas que permanecíamos en la playa (ellos se quedaban más, harían allí la siesta y quién sabe si hasta el ocaso) apenas si se movía, y desde luego no se ocupaba de nada que no fuera su propio embellecimiento y aseo. Dormitaba, en todo caso solía estar tumbada y con los ojos cerrados, boca arriba, boca abajo, de un costado, del otro, untada de cremas, brillante, los brazos y las piernas siempre extendidos para que no dejaran de broncearse los pliegues de la piel, ni las axilas, ni aun las ingles (ni por supuesto las nalgas), pues su braguita era minúscula y las dejaba al descubierto sin que asomara lateralmente el menor rastro de vello, lo cual hacía pensar (o a mí me lo hacía) en un previo afeitado pélvico. De vez en cuando se incorporaba o sentaba, y entonces se quedaba largo rato con las piernas encogidas mientras se esmaltaba o pulía las uñas o, con un pequeño espejo en la mano, se buscaba en el rostro o los hombros imperfecciones cutáneas o alguna traza pilosa indeseada. Era curioso ver cómo aplicaba el espejo a las partes del cuerpo más inverosímiles (sería un espejo de aumento), no sólo a los hombros, digo, sino a los codos, a las pantorrillas, a las caderas, a los pechos, al interior de los muslos, también al ombligo. Aquel ombligo no tendría nunca la menor adherencia, estoy seguro, y quizá su dueña no habría deseado más que poder suprimirlo. Además de su traje de baño exiguo, llevaba pulseras y varias sortijas, de éstas nunca menos de ocho repartidas entre cuatro dedos, pocas veces la vi meterse en el agua. Su belleza sería fácil decir que era convencional, pero resultaría una definición pobre o demasiado amplia o vaga. Se trataba más bien de una belleza irreal, lo cual, en este caso, quiere decir lo mismo que ideal. Era la belleza en la que piensan los niños, que es casi siempre (excepto en los ya desviados) una belleza pulcra, sin ninguna arista, en reposo, mansa, privada de gestos, de piel muy blanca y pecho muy grande, ojos redondos -no rasgados al menos- y labios idénticos -quiero decir superior e inferior idénticos entre sí, como si fueran inferiores ambos-: una belleza de dibujos animados o, si se prefiere, de anuncio, pero no de cualquier anuncio, sino de los que suelen verse en las farmacias, deliberadamente desprovistos de toda sensualidad para que no turben a las mujeres ni a los ancianos, que son los mayores frecuentadores de las farmacias. En modo alguno era virginal, sin embargo, y aunque no quisiera decir que era una belleza lechosa, lo era, o si no cremosa, a la que costaría adquirir un tono de piel moreno (su piel era brillante, pero no dorada), como el que tenía ya Luisa; era una belleza lisa, exuberante pero que no invitaba al tacto. (aunque quizá vestida), como si anunciara derretirse a la menor presión, al menor contacto, como si hasta una caricia o un beso suave se fueran a tornar en ella violencia y ultraje.

Así debía de parecerle también a su acompañante, al hombre, por lo menos en las horas del día. Era lo que se llama un gordo o incluso un gordo infame o también gordo seboso, y debía de llevarle a la joven no menos de treinta años. Como tantos calvos, creía paliar su carencia con un peinado romano hacia adelante (ineficaz, nunca alcanza) y un bigote abundante y cuidado, y disfrazar sus años en aquel escenario con un traje de baño partido en dos, quiero decir bicolor, la pernera derecha verde limón y la izquierda morada aquel día primero, pues tanto él como ella cambiaban de prenda casi a diario. Nunca los dos colores (el modelo era siempre el mismo, eran ellos los que variaban) me parecieron bien combinados, aunque eran colores originales: azul persa y albaricoque, melocotón y malvarrosa, ultramarino y verde Nilo. El traje de baño era tan pequeño como el volumen de su cuerpo le permitía, lo cual hacía que sus movimientos fueran un poco rígidos, la amenaza de un desgarrón siempre presente, impropio hablar de perneras. Y lo cierto es que se movía sin pausa, ágilmente, con una cámara de vídeo en las manos. Mientras su compañera permanecía completamente inmóvil u ociosa durante horas, él no cesaba de dar vueltas a su alrededor para filmarla incansablemente, se empinaba, se retorcía, se tiraba por tierra, boca arriba y boca abajo, le hacía planos generales, planos americanos, primeros planos, travellings y panorámicas, picados y contrapicados, la tomaba de frente, de costado y de espaldas (de ambos costados), le filmaba la cara inerte, y los hombros redondeados, los pechos voluminosos, las caderas lo bastante anchas, los muslos tan firmes, los no mínimos pies con las uñas también esmaltadas, las plantas, las pantorrillas, las ingles y las axilas, tan despojadas. Le filmaba las gotas de sudor que hacía brotar el sol, sin duda los mismísimos poros, aunque justamente aquella piel uniforme y tersa parecía carecer de poros, y de dobleces, de accidentes de ninguna clase, no había ni una estría en sus nalgas. El gordo filmaba todos los días durante horas, con escasos intervalos, y filmaba siempre el mismo espectáculo, la quietud y el tedio de la belleza irreal que lo acompañaba. No le interesaban la arena ni el agua, que cambiaban de color a medida que avanzaba el día, ni los árboles o las rocas en la distancia, ni una cometa al vuelo ni un barco en la lejanía, ni las otras mujeres, ni el marinerito italiano ni el inglés despótico, o Luisa. A la joven no le pedía que hiciera cosas -juegos, esfuerzos, posturas-, parecía bastarle con el registro visual, un día tras otro, del cuerpo estatuario y desnudo, de la carne pausada y dócil, del rostro inexpresivo y de ojos cerrados o escrupulosos, de una rodilla que se fle-xionaba o un pecho que se inclinaba o un dedo índice que lentamente se apartaba una mota de la mejilla. Para él, sin duda, aquella visión monótona resultaba un portento y novedosa siempre, a cada instante. Donde Luisa o yo o cualquier otro veríamos reiteración y cansancio, él debía de ver un espectáculo insólito a cada momento, multiforme, variado, absorbente, como puede llegar a serlo un cuadro cuando el que contempla olvida que le esperan otros en su recorrido y pierde la noción del tiempo, y pierde también, por tanto, el hábito de mirar, sustituido o suplantado -o quizá excluido- por la capacidad de ver, que es lo que casi nunca hacemos porque está reñido con lo temporal. Pues es entonces cuando lo ve todo, las figuras y el fondo, la luz, la composición y las sombras, lo voluminoso y lo plano, el pigmento y el trazo, y cada pincelada. Es decir, ve la representación y también lo rugoso, y es entonces cuando está facultado para volver a pintar con su vista el cuadro.

Hablaban poco, de vez en cuando, frases cortas que no alcanzaban a establecerse como conversación ni diálogo, cualquier asomo de ellos moría de forma natural, interrumpido por la atención que la mujer prestaba a su cuerpo, en el que se ensimismaba, o por la atención -indirecta- que también le prestaba el hombre, siempre a través de su cámara. En realidad no recuerdo que él se parara nunca a admirarla directamente, con sus propios ojos sin nada ante ellos. En esto era como yo, que a mi vez los miraba a ambos a través del velo de mi miopía o a través de mi sombrero de aumento. Sólo Luisa, de nosotros cuatro, lo veía todo sin dificultad y sin mediación, pues la mujer, yo creo, no veía ni tan siquiera miraba a nadie, y en cuanto a sí misma, las más de las veces utilizaba su espejo para escrutarse e inspeccionarse, y a menudo se ponía unas gafas de sol interplanetarias.

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