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Y era durante estas sesiones cuando el fantasma de la casa hacía aparición: cada tarde, mientras Elena pronunciaba las palabras de Cervantes o Dumas o Conan Doyle, o versos de Darío y de Martí, veía difusamente la figura de un hombre aún joven y de aspecto algo rural, un hombre de unos treinta y tantos años que se quitaba cortes-mente el sombrero ancho y cuyas ropas no gastadas se veían sin embargo llenas de agujeros, como si lo hubieran acribillado a balazos, o más bien a la chaqueta corta, la camisa blanca y el pantalón ceñido sin su cuerpo dentro, pues éste parecía ileso, y presentaba buen color el curtido rostro parapetado tras un frondoso bigote. La primera vez que lo vio, de pie y con los codos apoyados en el respaldo del sillón que ocupaba la señora, haciendo balancear su sombrero en la mano de vez en cuando, como si escuchara atentamente el texto que recitaba ella, estuvo a punto de gritar del susto, sobre todo porque, si bien no lucía armas, sí llevaba una canana cruzada en diagonal sobre el pecho, es decir, en bandolera, Pero en seguida el hombre se llevó el índice a los labios y le hizo tranquilizadoras señas a Elena Vera de que continuara y no denunciara su presencia. Su rostro no era amenazante, con una tímida sonrisa perpetua en los ojos burlones, alternada tan sólo, en algunos momentos graves de la lectura -o tal vez de sus pensamientos, o de sus recuerdos-, con una seriedad alarmada e ingenua propia de quien no distingue del todo entre lo acaecido y lo imaginado. La joven obedeció, aunque no pudo evitar aquel día levantar la vista demasiadas veces y dirigirla por encima del moño de la señora Suárez Alday, que a su vez alzaba la suya inquieta como si no estuviera segura de llevar derecho un sombrero hipotético o debidamente iluminada una aureola. «¿Qué ocurre, niña?», le dijo alterada. «¿Qué es lo que miras ahí arriba?» «Nada», contestó Elena Vera, «es una manera de descansar los ojos para volver a fijarlos luego en la página, señora. Tanto rato seguido me los fatiga.» El hombre asintió con su pañuelo al cuello y levantó un instante el sombrero en señal de aprobación y agradecimiento, y la explicación bastó para que en lo sucesivo la señorita mantuviera su costumbre y pudiera saciar al menos su curiosidad visiva. Porque a partir de entonces, tarde tras tarde y con pocas excepciones, leyó para su señora y también para él, sin que aquélla se diera jamás la vuelta ni supiera de las intrusiones de éste.

El hombre no rondaba ni se aparecía en ningún otro instante, por lo que Elena Vera no tuvo nunca ocasión, a través de los años, de hablar con él ni de preguntarle quién era o había sido o por qué la escuchaba. Pensó en la posibilidad de que fuera el causante del desengaño ilícito padecido por su señora en un tiempo pasado, pero de los labios de ésta jamás salieron las confidencias, pese a las insinuaciones de tantas páginas sentimentales o trágicas leídas, y de la propia Elena en las lentas conversaciones nocturnas de media vida. Tal vez aquel rumor era falso y la señora no tenía en verdad nada que contar digno de cuento y por eso pedía oír los remotos y ajenos y más improbables. En más de una oportunidad estuvo Elena tentada de ser piadosa y relatarle lo que ocurría todas las tardes a sus espaldas, hacerla partícipe de su pequeña emoción cotidiana, comunicarle la existencia de un varón entre aquellas paredes cada vez más asexuadas y taciturnas en las que sólo resonaban, a veces durante noches y días seguidos, las voces femeninas de ambas, cada vez más avejentada y confusa la de la señora, cada mañana un poco menos hermosa y más débil y huida la de Elena Vera, que en contra de las predicciones no le iba trayendo amores, o al menos no que se quedaran y pudieran tocarse. Pero siempre que estuvo a punto de caer en la tentación recordó al instante el gesto discreto y autoritario del hombre -el índice sobre los labios, repetido de vez en cuando con los ojos de leve guasa-, y guardó silencio. Lo último que deseaba era enfadarlo. Quizá era sólo que los fantasmas se aburren igual que las viudas.

Un día Elena percibió un repentino cambio de expresión en el rostro del hombre mitad campesino mitad soldado, los agujeros de cuya ropa tenía siempre el impulso primero de zurcírselos, para que no se le colara por ellos el fresco de las noches marinas. La salud de la señora Suárez Alday fue flaqueando, y unas fechas antes de su muerte (pero aún no se sabía que esas serían) pidió a Elena que en vez de novelas o versos le leyera de los Evangelios. Así lo hizo Elena, y entonces vio cómo cada vez que ella pronunciaba el nombre «Jesús» -y fueron muchas-, el hombre torcía el gesto con dolor o pena, como si lo hiriera. A la décima o undécima vez debió de hacérsele insoportable, porque su figura siempre algo difusa pero bien distinguible, se fue haciendo tenue hasta desaparecer, mucho antes de que concluyera la sesión de lectura. Se preguntó Elena si habría sido aquel hombre un ateo, un enemigo de la religión declarado. Así que para dilucidar eso al menos insistió un par de días más tarde en leerle a la señora una novela de la que había oído mucho elogio, Enriquillo, del autor dominicano Manuel de Jesús Galván. Y antes de proceder con el texto, habló un rato a la señora acerca de este novelista, procurando nombrarlo siempre por su nombre completo y nunca sólo por el apellido; y vio que cada vez que decía el nombre «Jesús», el visitante se retraía y expresaban sus ojos una mezcla de furor y miedo. Así que Elena empezó a sospechar lo que durante tanto tiempo no habría ni imaginado, y al leer de ese libro inventó un diálogo inexistente, muy breve, en el que hizo que aquel Enriquillo se dirigiera a un subalterno en estos términos: «Tú, Jesús, guajiro». El fantasma se tapó los oídos con pavor un momento, la cara desencajada. Pero ella no insistió, y el hombre se recompuso.

Tardó Elena tres jornadas en hacer su definitiva prueba. La señora languidecía, pero se resistía a meterse en cama, permanecía en su sillón como si eso fuera un signo de su salud, o una salvaguarda contra la muerte. Y Elena Vera le quiso leer el Libro de las Maravillas de Marco Polo o eso dijo, pues en realidad se quedó en el prólogo y en la nota biográfica sobre el viajero, sin duda lo que le interesaba. Pues al recitar en voz alta aquellos datos sobre la vida y andanzas de Marco Polo, también introdujo algo de su propia cosecha y dijo: «Este gran aventurero viajó a la China y a La Meca, entre otros lugares». Se detuvo, y fingiendo admiración añadió: «Fíjese, señora, qué lejos, a la China y a La Meca». El rostro curtido y tostado del hombre palideció de golpe y -como si dijéramos- en el mismo movimiento o proceso y sin transición alguna la figura entera desapareció muy rápido, como si la palidez sobrevenida lo hubiera borrado del aire, lo hubiera hecho transparente, nada, invisible hasta para ella. Y entonces estuvo segura de que aquel hombre había sido Emiliano Zapata, asesinado a los treinta y tantos años gracias a la traición de un fingido zapatista llamado Jesús Guajardo, en un lugar cuyo nombre es Chinameca, o así dice la leyenda. Y se sintió muy honrada al comprender que la visitaba, con los agujeros de las traicioneras balas, el fantasma de Zapata.

Pero la señora murió a la mañana siguiente. Ella siguió en la casa, pero durante unos días, afligida, desconcertada y sin tener ya pretexto, dejó de leer: el hombre no apareció. Convencida de que Zapata deseaba tener la instrucción de la que seguramente había carecido en su historia, o vida, también en la idea de que había sufrido en ella un exceso de realidad y por eso quería descansar en las ficciones después de muerto; pero temerosa asimismo de que no fuera así y de que su presencia hubiera estado relacionada misteriosamente con la señora tan sólo -un amor con Zapata exigía más secreto que ningún otro, y guardar hasta el fin silencio-, decidió volver a leer en voz alta para invocarlo, y no sólo novelas y poesías, sino tratados de historia y de ciencias naturales. El hombre tardó algunas fechas en reaparecer -quién sabe si guardan luto los fantasmas, con más motivo que nadie; o quién sabe si aún desconfían, si aún puede hacérseles daño con las palabras-, pero por fin lo hizo, tal vez atraído por las nuevas materias, acerca de las cuales siguió escuchando con la misma atención, aunque ya no de pie y acodado sobre el respaldo, sino cómodamente sentado en el sillón vacante, el sombrero colgado y a veces con las piernas cruzadas y un cigarro encendido en la mano, como el patriarca que nunca pudo ser en sus días numerables.

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