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En la ciudad imperial nos vemos casi obligados a entrar en un comercio de alfombras, pese a que no tenemos ninguna intención de comprar una. El dependiente dice que le da igual, que siempre que puede pone en práctica la máxima de los vendedores de alfombras beduinos: es bueno enseñar las alfombras, aunque no te las compren, porque así les da el aire. Lo recita en español y con una ancha sonrisa, pero cuando nos vamos sin comprar nada, como le avisamos, deja que esa sonrisa se le congele en los labios.

La mellah, el barrio de los judíos, está también en Meknés cerca del palacio imperial. Echamos un vistazo, sin hallar en ella nada que nos atraiga (al margen de sus curiosos balcones), y nos dirigimos hacia la medina. La de Meknés es bastante más pequeña y menos impactante que la de Fez. Es en general menos oscura, y de ella destacan su mercado de aceitunas (de muchísimas clases), sus comercios de telas y sus puestos de animales vivos. Así, viva, es como prefieren aún hoy los marroquíes comprar la carne; con el calor y las carencias de higiene, mantener vivos los animales es la única forma fiable de conservarlos. Hamdani nos conduce a un telar tradicional, a cuyos dueños pide permiso para visitarlo. Nos dejan que entremos y nos quedamos embobados viendo a los operarios manejar las máquinas medievales con prodigiosa rapidez. Ellos ni se inmutan. Están acostumbrados a servir como atracción turística. En Meknés, igual que en Fez, hay bastantes turistas en la medina. Van (como nosotros mismos) vestidos con pantalones cortos y camisetas, muchos de ellos sin mangas. La blancura de sus miembros, de esa forma visible, desentona clamorosamente en el ambiente cargado y moruno de las callejas. Nos cruzamos con un par de chicas de aspecto nórdico, cuyos ojos azules y cuyos cabellos lacios y descoloridos nos parecen desvaídos frente a los ojos oscuros y el pelo fuerte y brillante de las marroquíes. Me sorprende recibir una impresión tan nítida de insipidez al ver a las mujeres europeas al lado de las del Magreb. Compruebo que mis ojos y mi sensibilidad se van acostumbrando a las intensidades de esta tierra, y temo no volver a sentir los sabores al volver a Europa.

Se nos ha hecho la hora de comer y Hamdani nos lleva a un lugar que conoce, cerca de la salida de la medina. Dice que es un sitio donde suelen ir a comer las familias los días de fiesta; un sitio como siempre seguro, barato y limpio. Ante la entrada del establecimiento, cuyas paredes se encuentran completamente revestidas de mosaicos de azulejos, está la inevitable parrilla con sus pinchos de carne chisporroteando humeantes al sol. Antes de entrar compramos unas uvas en un puesto de fruta. Su aspecto es muy apetecible, pero las compramos sobre todo por la insistencia de Hamdani, ya que dudamos si debemos comer algo que ha podido ser lavado con agua corriente (siempre el temor a la diarrea, que venimos esquivando aunque Eduardo y mi hermano han tenido amagos). Nos cuestan una cantidad ínfima, tres o cuatro dirhams, y las pasamos al restaurante sin que nadie nos ponga una mala cara. Hamdani nos consulta y esta vez la elección es unánime: carne de cordero a la parrilla para comer y té para beber.

Nos instalamos ante una mesa del segundo piso, en un rincón sombrío y apartado del paso. Aquí, bajo un providencial ventilador, nos regalamos una de las mejores comidas del viaje. La carne, que viene en abundancia, está deliciosa. El pan, como siempre, extraordinario. Y las uvas, una vez que superamos el miedo y aceptamos que nos suceda lo que a Alá le plazca, nos parecen una ambrosía digna de la mesa de los dioses. Entre sorbo y sorbo de té, disfrutamos de nuestros manjares y apuramos la que va a ser nuestra última conversación de sobremesa con Hamdani.

Comparando los precios de Marruecos con los de España, derivamos hacia el tema económico en general. Hamdani se queja de lo altos que son los impuestos, y también de algo más.

– Al final los impuestos sólo los pagan los pobres -asegura-. Los que tienen dinero se escapan. Los funcionarios se escapan. Sólo quedan los que no tienen ninguna influencia.

Le decimos que Eduardo es funcionario de Hacienda en España. Teme haber metido la pata y observa cuidadosamente:

– Ah, entonces usted tampoco pagará impuestos.

– Nada de eso. Pago como todos -dice Eduardo.

Hamdani menea la cabeza, asombrado.

– ¿Que paga impuestos? No creía que los funcionarios de Hacienda pagaran impuestos en ninguna parte. Si ellos son los que los controlan.

– Pues en España sí pagamos -insiste Eduardo.

A nuestro conductor le cuesta un rato creerlo. Sin embargo, desemboca en una conclusión de más calado.

En el fondo, todos estamos siempre pagando impuestos, de una manera o de otra. Toda la vida es pagar impuestos. Hasta los regalos que uno le hace a la mujer, cuando se casa, son impuestos. Siempre hay que andar pagando, antes de estar seguro de qué es lo que van a devolverte. Ésa es la vida.

Hamdani bebe sin prisa de su vaso de té, dejando que sus ojos diminutos se pierdan en una distancia que está más allá de las mugrientas paredes del restaurante de Meknés, quizá en el sur donde nació. Grupos de mujeres y niños suben y bajan alborotando por la escalera que comunica con el piso de abajo. A través de la ventana nos llegan los sonidos de la calle y una estrecha franja de luz viva que rompe en dos la sombra de nuestra mesa. Intuyo que recordaremos siempre este almuerzo de Meknés, la charla grave y serena de Hamdani, el placer con que toma las uvas, casi el único alimento que ingiere. El agua fresca y dulce de esas uvas encierra un tesoro para los corazones como el suyo habituados a la áspera sequedad del desierto. Pero nuestro conductor no se atraca, las toma de una en una, con la misma mesura con que se bebe de una cantimplora que está a punto de agotarse. Es imposible no reconocer la superioridad moral de su parquedad sobre nuestra glotonería. Ya lo dejó advertido Mahoma: el origen de todas las enfermedades está en el estómago, y el ayuno es el mejor remedio.

Antes de abandonar Meknés, Hamdani nos lleva a admirar la tarde desde un jardín cercano al gran estanque del Agdal. En el estanque, el paranoico Mulay Ismaíl (hay que conceder que algo debía serlo) no sólo disponía de un gran reservorio de agua para resistir sus asedios imaginarios, sino también de un escenario para organizar delirantes batallas navales tierra adentro. Esta tarde junto al estanque del Agdal la gente va a refrescarse y a lavar los coches, y la superficie del agua refulge dolorosamente a la luz del sol. Desde nuestro observatorio vemos toda la Meknés nueva, extendida en la llanura, y más allá de los árboles y de las murallas los minaretes de las mezquitas de la vieja Meknés. No tiene quizá el encanto ni la dimensión de Fez, pero el paisaje resulta mucho más grato. Meknés de los olivos, quieta y tímida, pródiga en dulces y recónditas sombras bajo el furioso calor de la tarde. Antes de irnos recuerdo que fue aquí donde Joseph Klemms, el burlón artillero y cartógrafo alemán de Abd el-Krim, sedujo a la celosa muchacha marroquí que acabaría entregándole. Un lugar propicio para el amor y la traición.

Tomamos la carretera de Rabat, que registra bastante tráfico a esta hora de la tarde. La carretera no es mala, pero no deja de ser bastante escasa en comparación con las europeas, y la ruta que nos aguarda, de unos ciento cincuenta kilómetros, superará con holgura las dos horas. Los marroquíes, por otra parte, no conducen con especial precaución. En esta carretera, la primera en la que nos tropezamos con tráfico de verdad, menudean los adelantamientos temerarios y las forzadas salidas al arcén, que tampoco es una zona demasiado confortable como lugar de escapatoria. Hamdani sufre a los imprudentes con resignación, esquivándolos con las maniobras que resultan en cada caso precisas, siempre con la mínima brusquedad imprescindible y sin alterarse en ningún momento. Es una dificultad más de su trabajo, que asume y vence como las otras.

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