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Hamdani nos aguarda junto al coche, y como siempre nos pregunta si nos ha gustado lo que hemos visto. Sospecho que él no conoce Volúbilis, porque no puede permitirse el lujo de pagar el precio para turistas de la entrada y porque su singular pundonor o su conciencia del deber le impiden aceptar que aquéllos a quienes aquí trae le inviten. Quizá simplemente no le atraiga, quién sabe. Pero cuando le digo que ha resultado una interesante experiencia, asiente y afirma con cierto orgullo:

– Sí, dicen que es muy bonito.

Por las carreteras que serpentean entre las colinas, llegamos poco después a Mulay Idriss, la ciudad que se considera santa por albergar el sepulcro de Mulay Idriss I el Grande, descendiente de Mahoma y fundador de la primera dinastía árabe de Marruecos. La ciudad surge tras una revuelta de la carretera y tiene la forma de la joroba de un dromedario. La han levantado sobre un monte sin dejar ni un solo resquicio por cubrir. Faltan sólo algunas semanas para las peregrinaciones de agosto, que congregan aquí a un gran número de marroquíes. Hay restricciones de acceso a determinados lugares para los no musulmanes, así que le pedimos a Hamdani que nos acerque a alguna elevación a propósito para ver bien la ciudad. El coche remonta con dificultad las cuestas hasta un descampado ante uno de los flancos de Mulay Idriss. Nos bajamos y en los cinco minutos que nos entretenemos se nos acerca el inevitable guía espontáneo. Al cabo de un par de indagaciones, nos habla directamente en español, un español atroz, pero incontenible. Nos ofrece guiarnos al interior de la ciudad santa, nos cuenta la historia de Mulay Idriss, nos dice que la ciudad es la segunda más santa después de La Meca, etcétera. La verdad es que en nuestro itinerario de esta jornada no hemos reservado un hueco para visitar como quizá se merecería Mulay Idriss. Nos cuesta hacérselo comprender, y aún nos acompaña hasta el coche y sigue ofreciéndonos sus servicios hasta que todos hemos vuelto a instalarnos en nuestros asientos.

– Lástima que tú no tener tiempo para ver Mulay Idriss. Poco haber mejor en todo Marruecos -advierte, como si nos compadeciera.

Sin embargo, antes de alejarnos de Mulay Idriss, todavía podemos contemplarla desde otros dos puntos, alguno más ventajoso que el primero. La abombada ciudad blanca resplandece tranquila bajo el mediodía. Tras ella está el macizo del Zarhun, con sus altas montañas cubiertas de árboles, que la rodean como si la protegieran del curioso. El santuario de Mulay Idriss, casi en la cúspide de la joroba, consta de varios edificios blancos con puntiagudos tejados verdes. Las casas se arremolinan a su alrededor, completamente apretadas y sin someterse a ningún orden racional en su disposición. Hay algo que desahoga el alma en este desprecio de los marroquíes por el trazo perpendicular a la hora de hacer ciudades. Es como si las casas se enroscaran las unas sobre las otras, en una promiscuidad deliberada, astuta, gozosa.

El dromedario blanco queda atrás, dejándonos una de esas sensaciones de prisa excesiva que a veces acometen al viajero que intenta abarcar demasiado. Apuntamos hacia Meknés, a sólo un par de decenas de kilómetros. Llegaremos con tiempo de hacer alguna visi ta antes de comer. Aunque lo intente, no puedo utilizar la hispanización usual del nombre de la ciudad, Mequínez, que me parece especialmente cómica y ante todo innecesariamente forzada. Meknés dice Hamdani y Meknés se queda.

Para describir la imagen que ofrece la ciudad en la distancia, vale parcialmente, aunque no resulte demasiado sugerente, el apunte que dejó Domingo Badía: "La altura en la que está situada es pequeña y su triple lienzo de murallas forma un recinto capaz de contener un ejército numeroso, además de la población. Dichas murallas tienen quince pies de elevación sobre tres de espesor con algunas aberturas de trecho en trecho. La ciudad, mirada desde lo alto del camino, presenta una hermosa perspectiva con sus torres. Está rodeada de huertas y olivares en anfiteatro". Meknés es una ciudad llana y extendida, de la que destacan las torres de sus mezquitas, el recinto de sus murallas y la vegetación que la circunda. Hay una parte nueva bastante más impersonal, que se sitúa frente a la vieja, y claramente separada de ella. El limitado tiempo que hemos reservado para Meknés nos fuerza a prescindir de esta parte más moderna.

Hamdani nos da un paseo por las calles y carreteras que siguen la larga línea de las murallas de la vieja Meknés. Es sin duda la ciudad más fortificada que hemos visto en Marruecos, y eso tiene algo que ver con la personalidad de quien fue el máximo impulsor de su desarrollo, el sultán Mulay Ismaíl, contemporáneo de Luis Xiv (con el que tuvo una cierta relación y de quien incluso quiso desposar una hija). La ciudad, originariamente llamada Meknés ez-Zeitun ("Meknés de los olivos") fue fundada muchos siglos atrás y después conquistada y reedificada por los almorávides y los almohades, pero fue Mulay Ismaíl quien realmente construyó la Meknés imperial. De ella hizo su capital a medida, alternativa y en parte premeditado contrapeso de Fez y Marrakech. Fue Mulay Ismaíl un sultán implacable y poderoso, uno de los po cos (si no el único) que llegó a ejercer su poder incluso en el indómito norte del país. La verdad es que sus súbditos tenían muy buenas razones para temerle. Aparte de dedicarse al saqueo de mármol en Volúbilis, a Mulay Ismaíl se le atribuye haber cometido con sus propias manos una cantidad fabulosa de homicidios (de 20.000 a 30.000, según las fuentes) y una invencible propensión a arrasar cualquier vestigio de quienes le habían precedido en el trono.

Aparcamos el coche en la amplia y bastante diáfana plaza el-Hedim, estratégicamente situada entre la medina y la ciudad imperial. De esta última visitamos las atracciones principales, o mejor dicho las que se nos permite visitar. La mayor parte de la superficie la ocupa el recinto prohibido del Palacio (Dar-el-Majzén), que alberga incluso un gigantesco campo de golf dentro de sus muros (resulta chocante imaginarse las onduladas praderas verdes en medio de las viejas murallas de textura arenosa). Lo que sí podemos ver es el mausoleo de Mulay Ismaíl, uno de los pocos templos en los que se permite el acceso a los no musulmanes, nos dicen que por deferencia especial de Mohammed V y en homenaje al mariscal Lyautey, que siempre fue un infiel respetuoso del Islam. El mausoleo es por supuesto un edificio blanco de tejados verdes, al que se entra a través de una magnífica puerta de piedra labrada. Hemos de descalzarnos y caminamos sobre las esteras hasta la sala donde se encuentra el sepulcro del gran malvado (o gran héroe, según se mire; los marroquíes le consideran uno de sus máximos sultanes, por sus victorias militares y su devoción islámica). La sala principal, más bien pequeña, se encuentra profusamente decorada e invita al recogimiento. Nos quedamos durante un rato en una de sus dependencias, cálidamente iluminada por una luz cenital.

No lejos del mausoleo se encuentra el Kubbet-el-Jiyatin, un antiguo pabellón en el que se recibía a los embajadores, y a muy pocos pasos una entrada a los subterráneos. Junto a esta entrada se nos ofrece un guía oficial, sin demasiada vehemencia. Sabe que los extranjeros no se hacen de rogar para que les enseñen las famosas prisiones subterráneas de Mulay Ismaíl. Hamdani nos aconseja que le contratemos y así lo hacemos. El guía nos precede por la escalera y desembocamos en unos inmensos silos abovedados de firmes columnas. Aquí se nos refiere la historia. Estos sótanos eran las prisiones de Mulay Ismaíl, que construyeron a la fuerza los mismos que fueron recluidos después en ellas: prisioneros cristianos de España, Portugal, Holanda, hasta un número de 30.000 o 40.000. Las argollas que se ven en las columnas eran donde se encadenaba a los prisioneros. Aquí morían a miles, y los que sobrevivían, después de tanto tiempo en esta oscuridad, quedaban ciegos al volver a ver la luz del día. Es un ambiente efectivamente tétrico, reina una intensa humedad y la temperatura resulta en varios grados inferior a la que hay fuera. Según nos cuenta el guía, los corredores subterráneos conducen a una salida situada a muchos kilómetros de la ciudad, en dirección a Volúbilis. Por ellos se traía el mármol que Mulay Ismaíl ordenó arrancar de la antigua ciudad romana. Eran también prisioneros quienes lo traían, naturalmente. No sabemos si en realidad hubo alguien encerrado aquí alguna vez. Las versiones más fiables dicen que esto era un simple almacén que permitía al previsor Mulay Ismaíl tener cubierta una de sus más persistentes obsesiones: que la ciudad dispusiera en todo momento de provisiones suficientes para resistir un largo asedio. Paseamos un rato entre las colosales columnas que sujetan la bóveda, sin alejarnos demasiado para evitar que nos suceda lo que a esos turistas que anduvieron tres días perdidos por el laberinto. Un grupo de británicos se aventura riendo ruidosamente en las profundidades del subterráneo. Gente sin miedo a la leyenda.

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