Años después, el propio Abd el-Krim respaldaría la segunda versión. Lo cierto es que tras dar la orden de retirada ya era como si estuviera muerto.
Por estos mismos desfiladeros sobre los que hoy avanza sin prisa nuestro coche corrieron los fugitivos camino de Dríus, deshaciendo en ignominiosa traza la fulgurante ofensiva victoriosa que muchos de ellos todavía tenían fresca en el recuerdo. Desde estas alturas los estuvieron cazando como conejos los hombres de Abd el-Krim, hasta quedar hartos. Aun así, todavía llegaron miles de españoles a Dríus, y miles siguieron corriendo hasta el hundimiento definitivo en Monte Arruit. Algunos llegaron incluso hasta Melilla. Después de cien kilómetros de horror, esquivando a los tiradores y a las mujeres rifeñas que merodeaban por los campos para rematar a los heridos, los supervivientes venían con los ojos desorbitados, sin habla, "como pobres locos", escribiría el entonces comandante Franco. Algunos llevaban el cierre de su fusil, para impedir que el enemigo pudiera utilizarlo. A éstos se les consideró héroes y, dadas las circunstancias, lo eran.
Silvestre tenía un ejército de cerca de 15.000 hombres, aviones, artillería; Abd el-Krim, poco más de 4.000 combatientes fijos, armados con fusiles. Del lado español murieron, según las estimaciones más fiables, unos 10.000; los rifeños sufrieron sólo unos centenares de bajas. La potencia europea había sucumbido ante un enemigo inferior en número pero muy superior moral, intelectual y tácticamente. Tamaña humillación asombró al mundo, y muchos años después sigue asombrando. Personajes tan diversos y distantes como Ho-Chi-Minh, Mao, Tito o Ben Bella reivindicaron la hazaña y reconocieron la deuda que tenían con Mohammed ben Abd el-Krim el Jatabi por haberles enseñado cómo llevar adelante una guerra de liberación. Ho-Chi-Minh llegó a asegurar que se había inspirado directamente en Annual para obtener sobre los franceses la victoria de Dien-Bien-Fu. No es de extrañar que el episodio de Annual y los que vinieron después hayan atraído el interés de muchos estudiosos de las más diversas nacionalidades, y quizá tampoco haya que sorprenderse de que los españoles prefiramos desconocerlos.
Tras un recodo del camino, aparece al fin ante nuestros ojos la llanura de Annual. Buscamos un lugar en el que detener el coche y encontramos un apartadero cercano a un promontorio desde el que se domina toda la extensión del valle. El sol está muy alto en el horizonte. A lo lejos, la calina desdibuja los contornos de los montes que se suceden por las zonas de Beni-Tuzín y Tensamán hacia Midar y Alhucemas. Uno de ellos debe de ser Igueriben, otro Abarrán. El calor es verdaderamente insoportable, como lo esperábamos. El fuego que nos abrasa la piel es el mismo fuego que abrasaba aquel lejano julio a nuestros abuelos, mientras empleaban todas sus fuerzas en tratar de salvarse, y a sus ejecutores, mientras aplicaban toda su astucia y toda su habilidad a la tarea de exterminarlos. Los primeros estaban allí abajo y los segundos aquí, eligiendo blanco desde sus apostaderos. La ventaja es total. No hay un solo metro de la llanura que no se domine a la perfección, y a nuestro alrededor vemos sin dificultad otros veinte o treinta lugares desde los que los sitiados pudieron ser machacados sin misericordia.
Pero lo principal, lo que casi qui ta el aliento, es la imagen desolada del valle semidesértico, tan distinto de la bucólica fotografía primaveral que habíamos visto publicada con ocasión del aniversario. Los colores son los mismos que en el resto de estos montes: amarillo, gris ceniza y rojo oxidado. Los matojos con los que tropiezan nuestros pies, casi derretidos bajo la solana, destilan frenéticos su aroma intenso, que entonces fue el último que tantos hombres respiraron y exhalaron. Me agacho y toco la tierra, las piedras, las plantas. Todo arde. Desde esa postura, acuclillado como se colocaban los tiradores rifeños envueltos en sus chilabas pardas, dejo que la mirada vague por la superficie de Annual, por sus ondulaciones, por los tajos y barrancadas que surcan serpenteando el llano, como cicatrices olvidadas de la estación de las lluvias. Allí se acurrucarían los más débiles, los heridos, y allí los rematarían con las temidas gumías, los cuchillos curvos, aquellas mujeres implacables de los guerreros implacables cuya tierra sagrada el rey Alfonso (que a esas horas se refrescaba en el Cantábrico) había ordenado profanar.
En ninguna otra estación del recorrido hemos sentido como aquí la presencia de los muertos. Quizá por el despejo y la profundidad del horizonte, quizá por el peso de metal fundido del mediodía. Los tres nos quedamos en silencio observando esta imagen del infierno, donde sin embargo se siente a la vez una especie de paz. Es una paz abrasada y densa, como el aire que entra en nuestros pulmones y como el plomo de las balas que terminaron con los sufrimientos de aquellos desdichados. Hamdani fuma junto al coche y respeta nuestro trance, cuyas razones no acierta a imaginarse y tampoco debe de tener el más mínimo interés en averiguar. Hacemos fotografías para no poder olvidarlo, pero a la vez dudamos de que en ellas quede una décima parte de la impresión que reciben nuestros corazones. Había que venir a Annual, lo intuíamos antes y estamos convencidos ahora, porque habrá pocos lugares en nuestras vidas donde podamos sentir como aquí, en medio del vacío y la soledad, la preciosa huella del alma de los hombres. Para bien o mal, éste es un lugar impregnado. La vergüenza, los errores, la crueldad, ya no importan. Todos están aquí, absueltos, alojados en este paisaje rifeño que hoy se apodera de nuestro espíritu. Hemos venido a buscarlos, y por eso ellos se dejan encontrar.
Antes de reanudar la marcha, me acerco al coche en busca de agua y una bolsa. Lo primero se hace indispensable al cabo de veinte minutos de recibir en las costillas el castigo de este sol. Uno puede hacerse una idea aproximada del tormento de la sed que constantemente referían los soldados que vivieron las campañas; para hacerse la idea completa, habría que comer lo que ellos comían, bacalao, judías y latas de sardinas, una dieta que ni el más sádico de los torturadores habría podido urdir. En cuanto a la bolsa, la destino a un propósito que traía decidido y que la visión de Annual ha confirmado. Me voy con ella a una cuneta de tierra roja y después de deshacer unos terrones guardo varios puñados para llevármelos a Madrid. Hay tierra fina mezclada con lajas de piedra, las mismas que debían clavárseles a los hombres a través del uniforme o la chilaba. La tierra parece pimentón y mancha la piel. He preferido coger tierra roja para que los españoles a quienes pueda enseñársela alguna vez se acuerden de la sangre vertida aquí. Toda sangre debe perdonarse, pero ninguna sangre puede ser olvidada.
El 8 de octubre de 1927, cuando los rifeños ya habían sido derrotados por la alianza franco-española y el peligro había pasado, el rey Alfonso Xiii, obedeciendo quién sabe qué impulso, vino a pasearse por las ruinas carbonizadas de Annual. Sus tropas habían reconquistado el lugar año y medio antes, el 20 de mayo de 1926, un lustro después de la masacre. Supongo que durante aquel paseo el monarca pensaría ante todo en su destino histórico, y en que había cumplido al fin el testamento de su lejana predecesora y ascendiente Isabel la Cató lica, que encomendó a sus sucesores que no cesaran "de la conquista de Africa e de puñar por la fe contra los infieles". A este respecto, no falta quien precisa que el Africa a la que se refería la moribunda reina era Argelia, Túnez y la Tripolita nia (por donde de hecho guerrearía poco después su albacea político, el cardenal Cisneros), ya que entonces Marruecos se consideraba asunto de Portugal, con el que a la sazón se mantenía un delicado equilibrio. Ajeno en todo caso a estas sutilezas históricas, el rey Alfonso plasmaría sus convicciones de digno heredero de la gloriosa reina en la leyenda de la medalla de la Paz Marroquí, que creó por un Real Decreto de 21 de noviembre de 1927: "España, siempre dispuesta a toda empresa de civilización universal, contribuyó a la de Marruecos con la preciosa sangre de sus hijos y el oro de sus arcas. El triunfo de sus armas y la cultura de su método constituyen los cimientos de esta gran obra de humanidad". Era ésta una medalla muy bonita, quizá la más bonita de las que tenía mi abuelo. Las ruinas vergonzosas de Annual, por las que el rey se paseó aquel día de octubre, recordaban un mal tropiezo en esa gloriosa empresa, una pesadilla que después de seis años de guerra y miles de muertos más quedaba por fin enterrada bajo las mieles de la victoria. No debió de importarle que fuera una victoria tan grotesca como aquélla, alcanzada con un inmenso despliegue de medios por dos poderosas naciones de Europa contra unas cuantas tribus de las montañas del Rif. También es posible que aquel feliz día de octubre Alfonso se acordara de su viejo amigo Manuel Fernández Silvestre, a quien había animado en su borrachera bélica y que había muerto como un perro aquí mismo, por su propia mano o a manos de aquellos salvajes. Los muertos siempre quedan atrás, y más los muertos infelices y macabros como Silvestre, pero los Borbones siempre fueron sentimentales y es posible que el rey, antes de abandonar este lugar inhóspito para no volver jamás, deslizara una lágrima y rezara una plegaria por su amigo. Lo que no consta es que Alfonso el Africano se arrodillara sobre esta tierra que con su beneplácito y por su inconsciencia se había inundado de sangre española, ni que en ningún momento pidiera perdón a los difuntos a los que años atrás, según clamoroso rumor, había llamado gallinas. Aquel rey acabó corriendo la única suerte que se había buscado, huir de su país con deshonor y morir en el exilio.