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Cuando Abd el-Krim vio las intenciones de Silvestre, le advirtió. No le dejaría cruzar impunemente el río Amekrán, demasiado cerca ya de su territorio. Silvestre se rió del "pequeño caíd bereber" y cruzó el río, estableciendo la posición de Abarrán el día 1 de junio de 1921. Los moros empezaron a hostilizar la posición cuando todavía se estaban retirando los soldados de ingenieros que la habían fortificado. Las tropas indígenas desertaron para unirse al enemigo y los españoles fueron aniquilados antes de acabar el día. Era el primer aviso severo, y para colmo de males en Abarrán los rifeños se habían apoderado de una batería intacta. Pero Silvestre no se arrugó. Desoyendo los mensajes conciliadores de Abd el-Krim, que aun después de Abarrán intentó negociar con los españoles, asegurándoles que no podría contener a los suyos si seguían avanzando, el general volvió a maniobrar. El 7 de junio estableció una nueva posición de vanguardia, Igueriben, en una cota próxima a Annual. Trasladó a ella a un gran contingente de hombres y puso a su mando al comandante Benítez. La elección del emplazamiento no fue afortunada. Igueriben estaba a merced de otras cotas más altas, carecía de agua y dependía de la columna diaria de Annual para reponer sus víveres y municiones. Durante todo el mes de junio y los primeros días de julio, la nueva posición fue atacada repetidas veces.

Mientras tanto, Silvestre improvisaba continuos contraataques e incursiones, nunca con gran resultado. Los rifeños, animados por el éxito de Abarrán, aumentaban su moral día a día. Al fin, el día 17 de julio, pusieron cerco a Igueriben. Desde ese día no pudo pasar el convoy de suministros. Los de Igueriben se quedaron en seguida sin agua, y pronto escaseó todo lo demás. Silvestre, inflamado por el deber de salvar a aquellos cuatrocientos compatriotas, organizó una columna de socorro, a cuyo frente se puso personalmente. Con esta demostración de fuerza esperaba dispersar a los sitiadores y restablecer el orden, pero la columna ni siquiera pudo llegar y tuvo que retirarse con fortísimas bajas. Ahí fue donde Silvestre hubo de empezar a desconfiar del brillo de su estrella. Los de Igueriben seguían pidiendo ayuda con el heliógrafo (un medio de transmisión óptica de señales). La pedían desesperadamente, porque seguían sin agua y muchos de ellos heridos, pero Silvestre hubo de admitir que no podía dársela. Los asediados aguantaron lo indecible; bebieron sus orines, lamieron la humedad de las piedras, respiraban día y noche el hedor de los muertos y resistían acometida tras acometida sin poder creer que nadie iba a ayudarlos. La situación resultaba todo lo lamentable que se pueda imaginar. Igueriben, como Abarrán, era un recinto precario, con un parapeto de sacos terreros y alambradas de poco más de un metro de altura que obligaba a sus defensores a permanecer agachados bajo el fuego. Al final, tragando sapos y culebras, Silvestre autorizó a Benítez a evacuar la posición. Benítez comunicó por heliógrafo a Dríus que sólo le quedaban doce disparos de cañón. Que iba a gastarlos, y que los fueran contando. Cuando oyeran el último, podían bombardear la posición, porque los hombres de Igueriben no se rendían al enemigo. Benítez había llegado allí un mes antes, cuando Igueriben no era nada. Si el estado mayor de Silvestre hubiera seleccionado otra cota, habría seguido siendo nada, pero ahora era el lugar donde el comandante iba a morir. Cuando los rifeños saltaron el parapeto apenas quedaban españoles en pie. Unos pocos, no más de once, pudieron huir y llegar de puro milagro a Annual. Algunos de ellos murieron al volver a beber agua.

La caída de Igueriben dejó bien claro que Annual no podría resistir. Los españoles comprendieron entonces que su avance anterior había sido el funesto viaje hasta una ratonera, y que los rifeños les habían dejado llenar la ratonera de ratones antes de descubrirles el error. Perdido Igueriben, el campamento de Annual quedaba expuesto y sin defensas elevadas contra los enemigos que rápidamente se desplegaron por las alturas que dominaban la llanura. Haber establecido en un sitio tan desventajoso el cuartel general era el colmo de la incompetencia o del desprecio a la fuerza del adversario, lo que en táctica militar acaba equivaliendo frecuentemente a lo primero. Mucho más riguroso, Abd el-Krim apenas dejó a sus hombres celebrar la toma de Igueriben. En seguida Annual quedó cercado y a merced de los tiradores rifeños, que disponían de buenos fusiles, gracias al botín obtenido de los españoles y a los suministros recibidos de fuentes diversas: alemanas, francesas, pero también Ceuta, donde las compraban al enemigo. La puntería de aquellos tiradores era excepcional. Los beniurriagueles practicaban el tiro desde los once o doce años, y entre ellos el promedio de aciertos para un blanco del tamaño de una moneda era de cuatro sobre cinco a veinte metros de distancia. Si a eso se unía la frugalidad de los moros (con un puñado de higos secos y un poco de pan podían aguantar una semana), su perfecto camuflaje en el terreno y la ventaja de la posición que se habían procurado, no cabía dudar de lo que había de suceder: la suerte de los miles de españoles acorralados en la llanura de Annual estaba echada.

La guarnición de Annual no estaba preparada, ni logística ni mentalmente, para resistir un asedio. Eran hombres que se habían acuartelado allí creyendo que ellos llevarían la iniciativa y que los suministros llegarían normalmente desde retaguardia, y ahora estaban aislados. Por mucho que le reventase reconocer sus apuros, Silvestre no podía permitirse el lujo de dejar que sus hombres fueran exter minados bajo el tiro al blanco de los de Abd el-Krim. Éstos disponían también de los cañones tomados en Abarrán, con los que en seguida aprendieron a causar estragos en las defensas españolas. La artillería del campamento no era eficaz contra los pequeños blancos móviles que ofrecían los rifeños, y se veía además perjudicada por un emplazamiento completamente subordinado y desfavorable. Tratar de conquistar las cotas desde las que les batían era un empeño suicida, como había demostrado la experiencia de Igueriben. El general no se explicaba de dónde habían salido tantos moros ni cómo le acosaban de esa manera. Tras una deliberación nocturna con su estado mayor, llegó a la conclusión de que la única solución posible era la retirada. Eso significaba ceder todo lo ganado, y cada paso que dieran hacia atrás, alejarse otro tanto de la meta de Alhucemas. Pero casi todos los oficiales respaldaron la opción del repliegue, incluso el coronel Morales, que era uno de sus jefes más capaces y había sido alumno de árabe y de chelja de Abd el-Krim, en la época en que éste todavía trabajaba en Melilla para los españoles. Poco antes, Morales había ido a Axdir, el cuartel general de Abd el-Krim, con la misión de intentar persuadirle de que se sometiera a los deseos de Silvestre, ofreciéndole dinero incluso. Su antiguo profesor le había tratado con deferencia, pero le había hecho ver que jamás sería vasallo de quien le había insultado y menospreciaba a los suyos. Ahora Morales, un hombre sensato que siempre había intentado comprender la mentalidad rifeña, se veía condenado al destino que había buscado con su bravuconería ciega aquel general bajo el que tenía la desgracia de servir.

En la mañana del 22 de julio de 1921, los españoles empezaron a abandonar el campamento. Al principio se mantuvo precariamente el orden, pero en seguida la retirada se convirtió en estampida. Cada uno trataba de salvar su pellejo mientras los rifeños disparaban a discreción desde las alturas, casi siempre alcanzando carne con sus balas. Los hombres tiraban los fusiles, peleaban por apoderarse de los caballos de los oficiales, arrojaban a la cuneta los pertrechos de las mulas para utilizarlas como monturas. Los oficiales que trataban de contener el caos unas veces abatían a los desertores y otras eran abatidos por ellos. La disciplina se disolvió como un azucarillo en agua hirviendo y aquel ejército que estaba llamado a apoderarse del corazón del Rif se convirtió en un rebaño espantado. Silvestre no llegó a salir. Algunos dicen que le mataron los moros que irrumpieron en el campamento, otros que se saltó la tapa de los sesos con su pistola.

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