– Esto es la alcazaba. Lleva así desde siempre, que él recuerde.
El sol aprieta con fuerza. Nos quedamos un rato contemplando el paisaje desolado bajo el cielo limpio de nubes. Aquí vivió su gloria aquel antiguo funcionario, ex secretario del jalifa de Fez, según unas fuentes, antiguo topógrafo militar, según otras, que en realidad se llamaba Yilali ben Dris Zerhuni el Yussefi y que en otro tiempo, tras sufrir dos años de prisión por una oscura intriga cortesana, había tenido que huir del país. Tras una temporada en Argelia y en Túnez, volvió cargado de astucia y ambiciones. Orador brillante, taumaturgo y prestidigitador, su elocuencia y sus mañas le permitieron ganarse rápidamente a las tribus indómitas y levantiscas del Rif oriental, a las que convenció de que descendía del profeta y de que por sus venas corría sangre de sultanes. Sus presuntos milagros le permitieron hacerse jefe religioso y sus patrañas erigirse en pretendiente al sultanato. Por eso se le llamó precisamente el Roghi ("pretendiente"), aunque también le llamaban Bu Hamara ("el hombre que monta en una burra"). En la mitología marroquí, Bu Hamara era el nombre de un espíritu maligno que engañaba a la gente con obsequios y dinero. Puede que al principio la persuasión del pretendiente estuviera en sus habilidades embaucadoras y en el hechizo de su palabra, y es innegable que con los europeos mantuvo siempre el equilibrio a fuerza de sutilezas. Pero en seguida comprendió que el poder sobre su propia gente del Rif debía basarse en la crueldad más absoluta, y la ejerció sin contemplaciones. Las razzias de sus hombres se hicieron pronto famosas. Al que protestaba, se le enviaba sin demora a Zeluán. Aquí el Roghi daba orden de que al descontento se le "amputara la cabeza", que una vez salada se devolvía al aduar para que sirviera de ejemplo a sus vecinos. En cierta ocasión, a una delegación española que venía a tratar el asunto de las minas la recibió sentado sobre una alfombra, a la sombra de un árbol, y como respuesta a sus exigencias hizo extender sobre la alfombra doce cabezas recién cortadas. Los españoles hubieron de captar el mensaje.
Lo cierto es que el Roghi fue el primero que consiguió someter a alguna forma de orden a los rifeños, y hasta consiguió cobrarles los tributos que los recaudadores del sultán de Fez ni siquiera osaban acercarse a reclamarles. Aunque nominalmente todo Marruecos estaba bajo la autoridad del sultán, en realidad dentro del país había dos territorios bien delimitados: Bled el-Majzén (o territorio sujeto al gobierno) y Bled es-Siba (territorio disidente). El primero se reducía al triángulo comprendido entre Tánger, Fez y Rabat y al espacio igualmente triangular comprendido entre esta última ciudad, Marrakech y Essauira (o Mogador). Bled es-Siba, el territorio insumiso, era el resto, comprendido todo el Rif y gran parte del Yebala, las dos zonas que correspondieron a España en el reparto de 1912. Sus habitantes, especialmente los rifeños, se jactaban de "vivir en república", lo que primeramente significaba que no obedecían al sultán, pero en su fuero interno quería decir ante todo que podían hacer lo que les viniera en gana, sin otra ley que la fuerza ni otra organización que su vieja estructura tribal; una idea esencial en la psicología de aquellos montañeses que forzosamente les llevaría a chocar con el orden colonial que los españoles quisieron imponerles. Hay historiadores que discuten la insumisión del Rif al sultán y consideran que se ha exagerado su alcance; pero el hecho es que entre 1860 y 1900 el sultán hubo de mandar cinco expediciones de castigo a la zona (con no demasiado éxito) y que en 1880 una embajada rifeña pidió en Madrid el amparo de España para no pagarle tributos. Lo que da toda una idea de lo que era "vivir en república".
Con esa promesa, la de volver a vivir en república, levantó un caíd llamado el Chaldy a la tribu de Guelaya contra el Roghi. Casi a la vez, un antiguo caíd suyo, Filali, capturado por los feroces beniurriagueles de Alhucemas, se pasó a ellos y le hizo la guerra. Y los militares españoles, sedientos de aventuras y creyendo preferible la política de cábilas a la política "roghista" que habían venido practicando los civiles interesados en los negocios mineros, también le enfilaron. Así se le acabó la suerte, y en diciembre de 1908, tras un par de meses de asedio, los cabileños entraron al fin en su palacio de Zeluán, que estaba aquí donde ahora pisamos, y que el propio Roghi había incendiado antes de escapar hacia el sur. Al final fue capturado con engaños por los Beni-Mestara y entregado en Fez al sultán en agosto de 1909. Mulay Hafid no le trató mal al principio, porque andaba tras el millón de pesetas que el Roghi guardaba en bancos españoles. Pero cuando su paciencia se agotó lo mandó torturar e hizo que le pasearan en una jaula de hierro. Según se contaba, la muerte que dispuso para su antiguo y desleal funcionario fue bastante variada y completa: le apuñalaron, le echaron a un león y le quemaron vivo.
Durante siglos, Marruecos fue un país despiadado, y estas tierras un ejemplo extremo de ese carácter. Se atribuye al Roghi haber dicho que el Rif era como un caldero de aceite hirviendo, y que quien metiera la mano en él se quemaría siempre. La frase, que en involuntaria premonición valió para él mismo, también pudo aplicarse aquí, entre estas murallas hoy ajadas y solitarias, a quinientos soldados españoles. El 3 de agosto de 1921, en este mismo recinto de la alcazaba de Zeluán, los rifeños dieron muerte a esos quinientos hombres, todos los supervivientes de una desesperada resistencia que no pudo continuar porque los refuerzos nunca llegaron. Entre ellos se encontraban soldados de infantería y la guarnición del aeródromo, que había tenido que destruir los aviones sin poder volver a utilizarlos porque una noche los pilotos se fueron a dormir a Melilla y ya no vinieron más. Siempre me he preguntado qué sintieron aquellos pilotos que se salvaron del desastre, cuando supieron que sus hombres habían defendido inútilmente los aviones y al final se habían visto obligados a pegarles fuego. Se dijo que durante los dos días anteriores los pilotos habían combatido bravamente, volando con sus máquinas entre los desfiladeros mientras el enemigo les tiroteaba desde las cotas más altas. Uno de ellos ganó por eso la Medalla Militar, aunque hay que tener en cuenta que en esos momentos había necesidad de hacer héroes con el mínimo pretexto. Aquellos pilotos debieron de sospechar, como cualquiera, que la reacción de los rifeños pasando a todos sus hombres por las armas era una represalia por haber destruido un material tan valioso. Debieron de creer, aunque no haya ninguna razón para que nadie crea semejante cosa, que su obligación habría sido compartir la suerte de los dos oficiales que mandaban la posición, el capitán Carrasco y el teniente Fernández, que fueron amordazados y atados espalda con espalda y a quienes los moros tirotearon y quemaron vivos delante de sus compañeros.
Antes de morir, los españoles de Zeluán repetían una sola frase: ¡Ay, madre mía! Tal unanimidad, según le contó un prisionero a Indalecio Prieto, llegó a suscitar la curiosidad de uno de los exterminadores, que preguntó, intrigado: "¿Qué querer decir ¡Ay, madre mía!? ¿Por qué todos los cristianos de Zeluán decir ¡Ay, madre mía!?" Con intensa emoción, Prieto describe la imagen dolorosa de aquellas madres, venidas de la Península semanas después para tratar de identificar a sus hijos entre los cadáveres momificados. Madres que se inclinaban llorosas sobre los despojos irreconocibles y exclamaban ¡Ay, hijo de mi alma!, como si respondieran a la despedida del difunto.
Lo más impresionante del episodio, sin embargo, fue que nadie pensó nunca que aquello podía suceder, casi de la noche a la mañana. Como dijo Ruiz Albéniz, los españoles no conocían a aquella gente sobre la que pretendían mandar, y lo que menos se esperaban era un zarpazo tan irresistible: "Para los españoles todos -eternos imprevisores- el Atalayón, Nador y Zeluán eran poco menos que lugares tan seguros como Valdepeñas, Alcoy y Pastrana". Lo sucedido aquí mismo, aquel lejano y sangriento verano, fue un atroz escarmiento sufrido en sus carnes por los más inocentes, del que los más culpables se libraron y que hoy no perturba la conciencia de nadie. Pero mientras miro estos muros silenciosos me fuerzo a recordar que contra ellos rindieron el último aliento aquellos hombres infortunados, cuyo espíritu, sea lo que sea el espíritu, flotará para siempre entre las palmeras, sobre los míseros matorrales resecos.