Observados atentamente por los parroquianos que vegetan en la terraza del cafetín, sacamos nuestros mapas. Sobre ellos, trazamos la ruta hasta Alhucemas. Hacia la parte de Annual, el mejor de nuestros planos anuncia carreteras en mal estado, que Hamdani no conoce. Lo único que podemos hacer por ahí es acercarnos y ver. Propongo que el trecho final hacia Alhucemas lo hagamos por una carretera de montaña que atraviesa el territorio de la antigua cábila de Tensamán. Fue allí donde se estableció la posición avanzada de Abarrán, cuya caída marcó el fin del fulgurante avance del general Silvestre. Tampoco esta zona la conoce Hamdani y el mapa dibuja la ruta con una raya discontinua. No sabremos si podemos pasar hasta que no estemos allí. En todo caso, asegura Hamdani, debemos guardarnos de viajar de noche, tanto de aquí a Alhucemas como de Alhucemas a Xauen. Las carreteras, cuando se pone el sol, están llenas de individuos a quienes llama gravemente malfaiteurs, gente hostil preparada para sorprender a cualquier viajero desprevenido. En cierta ocasión, nos cuenta, fue perseguido por un par de motocicletas durante un buen rato, y sólo pudo librarse de ellas lanzándose a ciento cincuenta por las estrechas carreteras rifeñas. Nada que tenga muchas ganas de repetir, asegura.
Ya con nuestro plan trazado, reanudamos la marcha. Abandonamos Nador y recorremos bajo la incipiente canícula la breve distancia que la separa de Zeluán. A nuestra izquierda queda el macizo montañoso de Uixán, la antigua zona minera, donde todavía hoy sigue explotándose la riqueza del subsuelo que en su día sirviera para justificar ante la perpleja sociedad española la aventura marroquí. Hasta los más ignorantes en la Península sospechaban que el pedazo que nos había tocado del pastel africano era el peor: "el hueso del Yebala y el espinazo del Rif". Pocos llegaron a penetrar entonces las razones secretas del reparto (una componenda entre Francia y Gran Bretaña para que la primera pudiera explotar el Marruecos fértil y la segunda conservara, frente a una potencia débil como España, el control del Estrecho). Pero era difícil creer que las minas de hierro de Beni-Buifrur (que siguen ahí, en alguna parte al otro lado de esos montes) valieran toda la sangre que hubo que derramar por ellas. Alguien calculó maliciosamente que el Rif, sacado a pública subasta, no habría hallado postor por más de 200 millones de pesetas. Como bien pudo escribir Ruiz Albéniz, aquella España resultó ser un país "mucho más avaro de unas monedas de plata que de un río de sangre de sus hijos".
Sea como fuere, las minas fueron el detonante de la invasión española, y la pequeña historia de su origen una buena muestra de cómo se desenvolvió el colonialismo español en Marruecos. Los yacimientos de mineral, de una riqueza cercana al 75 por ciento, afloraban en superficie. Los primeros viajeros referían los crestones de hierro que sobresalían en las laderas del Uixán. El negocio fue descubierto por un comerciante hebreo de Melilla llamado David Charbit, agente comercial de Mulay Mohammed el Roghi, un pretendiente a sultán que estableció su corte en Zeluán y que durante los primeros años del siglo fue el amo del Rif: El mineral era fácil de extraer y de arrastrar y había una costa cerca. El Roghi vio la oportunidad y ofreció la concesión a los europeos. De la puja entre los franceses y los españoles salieron triunfantes los segundos porque llegaron antes con el dinero para el cabecilla marroquí. Aquellos españoles eran unas cuantas familias acaudaladas de la época: los Figueroa, los Güell, un grupo madrileño representado por un tal Clemente Fernández y otro andaluz cuyo representante se llamaba Macpherson. Entre todos formaron el Sindicato Español de Minas del Rif, que inició la explotación, construyó el ferrocarril y apuntaló económicamente al Roghi durante los años siguientes. No está de más recordar que uno de aquellos Figueroa era don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, jefe del Partido Liberal y futuro presidente del Gobierno tras el asesinato de Canalejas. Alguien que pudo influir, y no poco, en la intervención española en Marruecos. En 1922, cuando más penosa, desesperada y sangrienta era la guerra del Rif, todavía el conde se atrevía a defender en las Cortes que España debía continuar la lucha, para que su lugar no lo ocupara otra potencia. Quizá una que no amparase igual sus intereses mineros. Incluso llegó a decir que los moros disparaban "con balas de algodón". Cuando una de esas "balas de algodón" mató al hijo del conde, corrió a litros el alcohol entre los soldados, según el testimonio de mi abuelo, entonces sargento en África.
Pero a principios de siglo, cuando se podía tratar con el Roghi, la situación no era tan ardua. El pretendiente mantenía también buenas relaciones con los franceses, a quienes había permitido instalar una factoría a orillas de la Mar Chica. Cuando en 1907 el sultán de Fez organizó una harka (contingente de hombres armados) para acabar con la insolencia de aquel astuto negociante, se encontró con que su adversario obtenía de los franceses todos los suministros necesarios para hacerle frente y derrotaba estrepitosamente a sus soldados. Las tropas del sultán, unos 15.000 hombres mal equipados (y por lo demás, bastante abandonados a su suerte en el lejano extremo oriental del imperio), tuvieron que pedir vergonzante refugio en Melilla. La estrategia española en aquellos años, puramente especulativa y contemporizadora, se resumía en la frase de Maura: "Nada de aventuras: ni un paso, ni un gesto, ni solos ni acompañados". El statu quo se mantuvo satisfactoriamente para todos hasta 1908, cuando los Beni-Urriaguel, una belicosa cábila asentada en la zona de Alhucemas, de la que saldría poco después el caudillo Abd el-Krim, se sublevaron contra el Roghi. Si los políticos españoles habían respaldado pragmáticamente a aquel individuo, de cuyo poder dependía la concesión minera, los militares le odiaban y apoyaron a los beniurriagueles, que terminaron venciendo al pretendiente. Cuando el Roghi huyó, se brindó con champaña en el casino militar de Melilla. Una alegría efímera, porque una vez derrumbado el pequeño reino del Roghi, no tardarían en producirse los primeros incidentes entre rifeños y españoles. En 1909, el ataque a cuatro obreros españoles de las minas desencadenó la guerra que daría lugar al descalabro del Barranco del Lobo y a la Semana Trágica de Barcelona. Desde ese momento, las maniobras españolas, resueltamente belicistas y conquistadoras, se alternaron con la intriga diplomática hasta la instauración en 1912 del Protectorado, que entre otras cosas bendecía nada menos que con la autoridad del sultán la explotación minera que había comenzado merced a la concesión otorgada por un usurpador y rebelde a esa misma autoridad.
Un poco antes, en 1911, el rey Alfonso Xiii había venido a visitar esta zona. Fue un viaje triunfal en el que recorrió las posiciones establecidas por el ejército sobre territorio rifeño en los dos años anteriores. El rey recibió la pleitesía de los caídes moros, y se dice que sobre esas mismas cimas que ahora se difuminan a nuestra izquierda con el reverbero del sol, un adulador le hizo notar que era el primer monarca desde Felipe Ii que ponía la planta en territorio conquistado por España (aunque parece que la alusión fue en realidad a Carlos V y se hizo durante un discurso en palacio). Desde aquel viaje los periódicos, unos en serio y otros de guasa, empezaron a llamarle "el Africano", y él se lo creyó. De nada sirvió la advertencia que en forma de romance lanzaron los críticos:
Nuevo sois el rey Alfonso,
nuevo sois en estas tierras,
antes que a guerra vayades,
sosegad las tierras vuestras.
Llegamos al fin a Zeluán. Desde la carretera el pueblo aparece en una semihondonada, y nuestra llegada a él me evoca algo familiar y conocido. Podría ser uno de esos pueblos que hay en mitad de la provincia de Jaén, tranquilos y blancos. Nos internamos en sus calles en busca de las ruinas de la alcazaba o fortaleza, que es todo lo que hoy queda del antiguo palacio en que tenía su sede la corte del Roghi. Finalmente hemos de preguntar a los transeúntes. Hamdani habla con tres antes de obtener una información precisa, lo que nos resulta más bien sorprendente tratándose probablemente de la única atracción del lugar. La alcazaba está hacia las afueras, y actualmente no es más que un recinto rodeado de murallas, de forma más o menos cuadrada y unos cien metros de lado. Pasamos bajo una puerta almenada y caminamos hacia el centro del recinto. En su interior hay alguna palmera y otros árboles. En el suelo pedregoso y cubierto de matorrales bajos, se abre un camino que lleva hacia una especie de granja que se cobija al abrigo de las murallas. Un hombre se nos acerca y cambia unas palabras con Hamdani. Después se despide amablemente de todos nosotros y vuelve a la granja. Hamdani resume lacónicamente su conversación con el lugareño.