Así como Laura, al regreso, se miraba al espejo y creía casi siempre que su cara no cambiaba por más vicisitudes que la agitaran, descubrió que Santiago se miraba también, sobre todo en las ventanas, y que parecía sorprenderse a sí mismo y de sí mismo, como si descubriese constantemente a otro que estaba con él. Quizás eso lo pensaba sólo la madre. Santiago ya no era un niño. Era algo nuevo. Laura misma, ante el espejo, confirmaba que a veces era la mujer de antes, pero a veces, era la desconocida -una cambiada. ¿Se vería así su hijo? Ella iba a cumplir cuarenta y cuatro años.
No se atrevió a entrar. La puerta abierta era una invitación aunque también, celosa, paradójicamente, una prohibición. Mírame, pero no entres. Dibujaba. Con un espejo redondo para mirarse de reojo y crear -no copiar, no reproducir- el rostro del Santiago que su madre
reconoció y memorizó sólo al ver el autorretrato que
su hijo dibujaba: el trazo se convirtió en el rostro verdadero de Santiago, lo reveló, obligó a Laura a darse cuenta de que ella se había ¡do, había vuelto y no había mirado en verdad a sus hijos, con razón ellos no la miraban a ella, corrían, se escurrían, si ella no los miraba tampoco, ellos le reprochaban más que el abandono del hogar, el abandono de la mirada: querían ser vistos por ella y como ella no los veía, Santiago se descubrió primero en un espejo que parecía suplir las miradas que hubiera querido recibir de sus padres, de su hermano, de la sociedad hostil siempre al joven que irrumpe, con su insolente promesa e ignorante suficiencia, en ella. Un retrato y luego un autorretrato.
Y Dantón, seguramente, se descubrió a sí mismo en la vitrina encendida de la ciudad.
Ella regresó como si ellos no existiesen ni se sintieran olvidados o dañados o ansiosos de comunicarle lo que Santiago hacía en este momento: un retrato que ella pudo haber conocido en la ausencia, un retrato que el hijo pudo enviarle a la madre si Laura, como lo deseó, se hubiera ido a vivir con su español, su «hidalgo».
Mira madre. Éste soy yo. No regreses más.
Laura imaginó que no tendría nunca otro rostro que darle a su hijo sino el que el hijo le daba ahora a ella: la frente ancha, los ojos ambarinos muy separados, no oscuros como en la realidad, la nariz recta y los labios delgados y desafiantes, el pelo lacio, revuelto, de un rico castaño lustroso y acascarado, la barbilla temblorosa; hasta en el autorretrato temblaba el mentón que quería dispararse fuera de la cara, valiente pero expuesto a todos los golpes del mundo. Era Santiago el Menor.
Tenía varios libros abiertos y parados alrededor. Van Gogh y Egon Schiele.
¿Dónde los conseguiste? ¿Quién te los dio?
La Librería Alemana aquí en la Colonia Hipódromo.
Laura iba a decir, de casta le viene al galgo, le salió lo alemán, pero él se le adelantó, no te preocupes, son judíos alemanes que se exiliaron en México.
Muy a tiempo.
Sí, mamá, muy a tiempo.
Describió las facciones de Santiago que el autorretrato le traducía y le facilitaba, pero no daba cuenta del espesor del trazo, de la luz sombría que le permitía al espectador asomarse a ese rostro trágico, predestinado, como si el joven artista hubiese descubierto
que un rostro revela la necesidad trágica de cada vida, pero también su posible libertad para sobreponerse a los fracasos. Laura miró ese retrato de su hijo por su hijo y pensó en la tragedia de Raquel Men-des-Alemán y en el drama de Jorge Maura con ella. ¿Había una diferencia entre la fatalidad sombría del destino de Raquel, compartido con todo el pueblo judío, y la respuesta dramática, honorable, pero al cabo dispensable del hidalgo español Jorge Maura que se fue a salvar a Raquel a La Habana, como antes quiso salvar a Pilar en España? Santiago con su autorretrato le daba a Laura una luz, una respuesta que ella quiso hacer suya de ella. Hay que darle tiempo a lo ocurrido. Hay que permitir que el dolor se vuelva, de alguna manera, conocimiento. ¿Por qué presagiaba estas ideas el autorretrato de su hijo?
Entonces él y ella eran iguales. Santiago la miró y aceptó normalmente que ella lo mirase a él desde el umbral de la recámara.
Ella no los separó. Eran distintos. Santiago lo asimilaba todo, Dantón rechazaba, eliminaba las cosas que se cruzaban en su camino o le estorbaban, podía reducir al ridículo en clase a un maestro pomposo o sacarle el mole en el recreo a un condiscípulo que le caía gordo. Y sin embargo, era Santiago quien resistía mejor los arreglos del mundo y Dantón, al cabo, quien los aceptaba después del desplante de un rechazo violento. Era Dantón el que protagonizaba las escenas de la independencia, el Grito de Dolores de la pubertad, ya estoy grande, es mi vida, no la de ustedes, regreso a la hora que quiera, yo mando en mi tiempo, y era el que regresaba borracho, era el de las trompadas y las gonorreas y la solicitud avergonzada de lana; era el más libre pero el más dependiente. Se revelaba para sucumbir con más facilidad.
Santiago, cuando estudiaba, obtuvo trabajo en la restauración de los frescos de José Clemente Orozco y luego Laura lo mandó con Frida y Diego a que asistiera al pintor en los murales que iniciaba en el Palacio Nacional. Le entregaba puntualmente el dinero a su madre, como un niño de Dickens explotado en una curtiduría. Ella reía y le prometía guardarlo sólo para él.
– Será nuestro secreto.
– Ojalá no sea el único -dijo Santiago besando impulsivamente a su madre.
– Tú lo quieres más porque te perdonó -dijo con insolencia Dantón y Laura le dio una bofetada irreprimible.
– Mejor me callo -dijo Dantón.
Laura Díaz había ocultado su pasión por Jorge Maura, su pasión con Jorge Maura, y ahora decidió no ocultar su pasión por y con Santiago su hijo, casi como una compensación inconsciente por el silencio que rodeó el amor con Maura. No iba a negar que prefería a Santiago por encima de Dantón. Sabía que eso no era conven-cionalmente aceptable. «O todos hijos o todos entenados». No le importaba. Cerca de él, mirándolo trabajar en casa, salir, regresar a tiempo, entregarle el dinero, contarle sus proyectos, se fue tejiendo una complicidad entre madre e hijo que tenía también el nombre de preferencia, que significa poner por delante, ese lugar comenzó a ocupar Santiago en la vida de Laura, el primer lugar. Era como si, desvanecido el amor de Jorge Maura que la reveló ante su propia mirada como Laura Díaz, mujer única, inconfundible, insustituible pero pasajera y al cabo mortal, pero mujer amada, mujer apasionada, mujer que lo dejaría todo por su amante, ahora toda la pasión se hubiera trasladado a Santiago, no la pasión de la madre hacia el hijo porque eso era sólo amor y hasta preferencia, sino la pasión del muchacho por la vida y la creación: esto es lo que Laura empezaba a hacer suyo de ella porque Santiago se lo entregaba independientemente de sí, libre de vanidad.
Santiago, su hijo, el segundo Santiago, era lo que hacía, amaba lo que hacía, entregaba lo que hacía, progresaba velozmente, asimilaba lo que veía sólo en reproducciones, libros y revistas, o estudiando los murales mexicanos. Descubre al otro que está en él. Su madre lo descubre al mismo tiempo. El muchacho temblaba de anticipación creativa apenas se acercaba a un papel en blanco primero, a un caballete más tarde, cuando Laura se lo regaló para sus diecinueve años.
Transmite su temblor. Emociona a la tela que hace suya como emociona a quien lo mira trabajar. Es un ser entregado.
Laura empezó a vivir demasiado del temblor artístico de su hijo. Viéndole trabajar y progresar, se dejó contagiar por la anticipación, porque ésta era como una fiebre que el muchacho traía adentro. Pero era un joven alegre. Le gustaba comer, pedía toda clase de antojitos mexicanos, invitaba a Laura a los banquetes yucatecos del Círculo del Sureste en las calles de Lucerna con las salsas de huevo y almendra del papadzul o el empalago del queso napolitano, la invitaba al patio del Bellinghausen en las calles de Londres durante la temporada de gusanos de maguey mojados en guacamole y los flanes de rompope, la invitaba al Danubio en las calles de