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– Vientos desfavorables -trató de sonreír el viejo pero se mantuvo, al fin, hierático-. Desfavorables.

Entonces gritó la mujer del balcón, ¡Ten piedad!, y el alcalde les dijo a todos, que no se confunda mi deber justiciero con la cólera de mi esposa, y la mujer gritó otra vez desde el balcón, ¿sólo tienes deberes de alcalde y de comunista?, y el viejo volvió a ignorarla, hablándole sólo a Vidal, Baltazar y Maura, no obedezco a mis sentimientos, obedezco a España y al Partido.

– ¡Ten compasión! -gritó la mujer.

– Es tu culpa, Clemencia, tú la educaste como católica contra mi voluntad -le contestó al fin el alcalde, dándole la espalda.

– No me amargues lo que me queda de vida, Alvaro.

– Bah, la discordia de una familia no se puede imponer a la ley.

– La discordia a veces no nace del odio, sino del amor excesivo -gritó Clemencia despojándose del manto que le cubría la cabeza revelando la cabellera blanca revuelta y las orejas desbordadas de profecías.

– Nuestra hija está a la intemperie, a las puertas de la ciudad, ¿qué vas a hacer con ella?

– Ya no es vuestra hija. Es mi mujer -dijo Basilio Baltazar.

Alguien dejó entrar, esa noche, los bueyes a la Plaza de Santa Fe. Los fuegos se empezaron a apagar en la montaña.

– El cielo está lleno de mentiras -dijo con voz opaca Clemencia antes de cerrar los visillos del balcón.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

El tema de la siguiente reunión en el Café de París parecía uno solo, la violencia, sus semillas, sus gestaciones, sus partos, su relación con el bien y con el mal. Maura tomó el argumento más difícil, no se les puede poner todo el mal a cuenta de los fascistas, no olvidemos la violencia republicana, el asesinato por los anarquistas del cardenal Soldevilla en Zaragoza, los socialistas matando a golpes a los falangistas que hacían ejercicios en la Casa de Campo en 1934, les vaciaron los ojos y se orinaron en las cuencas, eso hicieron los nuestros, camaradas.

– Eran los nuestros.

– ¿Y no mataron luego los fascistas a la muchacha que se orinó en sus muertos?

– Ése es mi argumento, camaradas -dijo Maura tomando la mano de su amante mexicana-. La escalada de la violencia española nos lleva siempre a la guerra de todos contra todos.

– Con razón los escamots catalanes cortaron las vías de ferrocarril en el 34 para separar eternamente a Cataluña de España. -Basilio miró las manos unidas de Jorge y Laura-. ¡En buena hora! -pero sintió dolor y envidia.

Vidal lanzó una carcajada tan peluda como su jersey. -¡Así que todos nos matamos a puerta cerrada, alegre y regionalmente, cono, y que el mundo se vaya a hacer puñetas!

Jorge soltó la mano de Laura y la puso sobre el hombro de Vidal, no olvido las matanzas en masa ordenadas por los franquistas en Badajoz, ni el asesinato de Federico García Lorca, ni Guerni-ca. Es mi prólogo, camaradas.

– Mis amigas, olvídense de las violencias políticas del pasado, olvídense de las supuestas fatalidades políticas españolas, ésta es una guerra pero ni siquiera es nuestra, nos la quitaron, somos el teatro donde se ensaya, nuestros enemigos vienen de afuera, Franco es un títere y si no los derrotamos, Hitler va a derrotar al mundo. Recuerden que yo estudié en Alemania y vi cómo se organizaron los nazis. Olvídense de nuestras miserables violencias españolas. Esperen a ver la verdadera violencia, la violencia del Mal. El Mal, así con mayúscula, organizado como una fábrica del Ruhr. Entonces la nuestra va a parecer la violencia de un tablado flamenco o de una plaza de toros… -dijo Jorge Maura.

(-Tengo que hablarte de Raquel Alemán…)

– ¿Y tú, Laura Díaz? No has abierto el pico.

Ella bajó la cabeza un instante, luego fue mirando cariñosamente a cada uno, finalmente habló:

– Me llena de gusto ver que la disputa más encarnizada entre los hombres siempre revela algo que les es común.

Los tres se ruborizaron al mismo tiempo. Basilio Baltazar salvó la situación que ella no acababa de entender. -Se ven ustedes muy enamorados. ¿Cómo miden el amor en medio de todo esto que está ocurriendo?

– Dilo mejor así -terció Vidal-. ¿Sólo cuenta la felicidad personal, no la desgracia de millones de seres?

– Yo le hago otra pregunta, señor Vidal -regresó Laura Díaz.

– Vidal a secas, oye. Qué formalistas son los mexicanos.

– Bueno, Vidal a secas. ¿Puede el amor de una pareja suplir todas las infelicidades del mundo?

Los tres se miraron entre sí con pudor, compasión y también con compasión.

– Sí, supongo que hay maneras de redimir al mundo, seamos los hombres tan solitarios como nuestro amigo Basilio o tan organizados como yo -aceptó con una mezcla de humildad y arrogancia Vidal.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

Eso que dijo al final el comunista, Laura, le dijo Jorge a su amante cuando los dos se fueron caminando solos por la Avenida del Cinco de Mayo, es cierto pero es conflictivo.

Ella le advirtió que lo notó reticente, elocuente sí, pero reticente casi siempre. Era otro Jorge Maura, uno más, y le gustaba, palabra que sí, pero quería detenerse un rato en el Maura del café, entender sus silencios, compartir las razones del silencio.

– Sabes que ninguno se atrevió a externar sus verdaderas dudas -revirtió Maura caminando hacia la construcción veneciana del edificio de Correos de la ciudad de México-. Los más fuertes son los comunistas porque son los que tienen menos dudas. Pero al tener menos dudas cometen con más facilidad delitos históricos. No me malentiendas. Los nazis y los comunistas no son la misma cosa. La diferencia es que Hitler cree en el Mal, el Mal es su Evangelio, la conquista, el genocidio, el racismo. En cambio Stalin tiene que decir que cree en el Bien, en la libertad del trabajo, en la desaparición del Estado y en dar a cada quien según sus necesidades. Recita el Evangelio del Dios Civil.

– ¿Por eso engaña a tanta gente?

– Hitler recita el Evangelio del Diablo. Comete sus crímenes en nombre del Mal: éste es su horror. Esto nunca se ha visto antes. Quienes lo siguen tienen que compartir su voluntad maligna, todos, Goering, Goebbels, Himmler, Ribbentrop, los aristócratas como Papen, los lumpen como Ernst Rohm, los junkers prusianos como Keitel. Stalin comete sus crímenes en nombre del Bien y yo no sé si éste es un horror más grande, porque quienes le siguen actúan de buena fe, no son fascistas, son gente comúnmente buena que cuando se da cuenta del horror estalinista, es eliminada por el

propio Stalin, Trotski, Bujarin, Kámenev, tocios los camaradas de La época heroica. Los que se negaron a seguir a Stalin porque prefirieron seguir al verdadero comunismo hasta la muerte. ¿No son héroes Bujarin, Trotski, Kámenev? ¿Dime un solo nazi que haya abandonado a Hitler por fidelidad al nacionalsocialismo?

– ¿Y tú, Jorge mi amorcito gachupín?

– Yo, Laura mi amorcito jarocho, yo un intelectual español y si quieres, está bien, un señorito, un aristó de esos que Robes-pierre mandaba guillotinar.

– Tienes el alma dividida, mi gachupincito señorito…

– No, sí me doy cuenta del mal nazi y de la traición esta-linista. Pero también soy consciente de la nobleza de la República Española, de cómo trata, simplemente, de hacernos un país normal, moderno, de respeto y convivencia y solución de problemas, cono, que vienen desde los godos. Y a esa nobleza esencial de la República, yo le sacrifico mis dudas, Laura mi amor. Entre el mal nazi y la traición comunista, me quedo con el heroísmo republicano del joven «gringo», como dicen ustedes, aquel Jim que se fue a morir por nosotros al Jarama.

– Jorge, no soy idiota. Alguien más sufrió por ustedes. Hay algo más que los une a Baltazar, a Vidal y a ti.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

De pie frente a la muralla de Santa Fe de Palencia, envuelta en un manto de pieles negras, salvajes, con el pelo rubio agitado por el viento arremolinado de la sierra, Pilar Méndez miraba apagarse una a una las fogatas del monte pero no sonreía atestiguando su triunfo, traición para su padre, victoria para ella, fortaleciéndose en su convicción de que ayudaba a los suyos que era como ayudar a Dios, aunque la hiciesen flaquear los pasos de los tres soldados de la República que avanzaban desde la puerta romana hasta ese espacio de tierra levantisca y mugidos de bueyes que ella, Pilar Méndez, ocupaba en nombre de su Dios, más allá de cualquier fe política, porque los Nacionales y la Falange estaban con Dios y ellos, los otros, su padre don Álvaro y los tres soldados, eran víctimas del Diablo, sin saberlo, creyéndose del buen lado, eran ellos, todos ellos, los rojos, los que incendiaban iglesias y fusilaban curas y violaban monjas: Domingo Vidal, Jorge Maura y Basilio Baltazar, su amor, su cariño ardiente, el hombre de su vida, su esposo ya sin necesidad de sacramento, caminando entre el polvo y los bueyes y el viento y los fuegos muertos, hacia ella, la mujer plantada frente al muro de la ciu-

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