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Recuerdo un día a una linda muchacha vestida con un mono azul. Tenía cara de monja pero lanzaba los peores improperios que he escuchado en mi vida. La recordaré siempre porque nunca la volveré a ver. Tenía el pelo tan negro que parecía azul como una medianoche. Las cejas muy pobladas se le juntaban en el ceño enojado. Tenía un parche en la nariz y ni así disimulaba su perfil de águila bravia. Pero su boca de insultos constantes disimulaba la oración

que pronunciaba en silencio. De eso quedé convencido, se lo mandé decir con mi mirada y lo entendió, turbándose. Me dijo un par de majaderías y le contesté «Amén». Era blanca como una monja que nunca ha visto el sol y tenía bigotes de gallega. Y era preciosa con todo eso, para todo eso. Sus palabras eran un desafío, no sólo a los fascistas, sino a la muerte misma. Franco y la Muerte eran la pareja de los grandes hijos de puta. A veces se me quiere borrar la imagen de la mujer bella con el mono azul pálido y la cabellera azul noche. Rió, necesitaba a alguien tan diferente de ella como tú para recordarla hoy. No, las dos eran, o son, mujeres altas.

Pero ella iba rumbo al Guadarrama y yo estaba atrincherado en el Jarama. Recuerdo a los niños con los puños en alto a lo largo de las carreteras, serios y guiñando contra el sol, todos con cara de memoria (¿sabes que los huérfanos enviados de Guernica a hogares franceses e ingleses gritan y lloran cada vez que oyen pasar un avión?). Después sólo recuerdo lugares abandonados y tristes por los que las gentes pasaban de prisa.

Junto a un río amarillo y veloz.

Dentro de una cueva húmeda llena de picos y laberintos.

Abrazado al frío y al hambre.

Comenzaron los bombardeos de la Luftwaffe.

Sabíamos que los alemanes nunca bombardeaban objetivos militares.

Se los querían conservar íntegros a Franco.

Los stukas se iban contra las ciudades y los civiles, eso causaba más destrucción y desánimo que volar un puente.

Por eso lo más seguro era pararse en un puente.

El objetivo era Guernica.

El escarmiento.

La guerra contra la población.

¿Dónde estamos?

¿Quién ganó?

No importa: ¿quién sobrevivió?

Jorge Maura se abrazó a Laura Díaz, «Laura, nos equivocamos de historia. No quiero admitir nada que rompa nuestra fe…».

Empezaron a llegar las Brigadas Internacionales. El franquista Mola sitiaba a Madrid con cuatro columnas afuera de la ciudad y la «quinta columna» de espías y traidores adentro. Lo que vigorizó la resistencia fue el flujo de inmigrantes que venían huyendo de Franco. La capital estaba llena de refugiados. Es cuando canta-

ban aquello de «Madrid qué bien resistes» y «con las bombas de esos cabrones se hacen las madrileñas tirabuzones». No era totalmente cierto. Había mucho franquista en la ciudad. La mitad de Madrid había votado contra el Frente Popular en 1936. Y los «paseos» de los gamberros republicanos que recorrían la ciudad en automóviles robados asesinando a fascistas, a curas y monjas, le habían robado simpatías a la República. Creo que el flujo de inmigrantes fue la mayor defensa de Madrid. Y si no los tirabuzones, entonces un cierto desafío suicida pero elegante le daba el tono a la ciudad. Los escritores se habían refugiado en un teatro y allí Rafael Alberti y María Teresa León organizaban todas las noches bailes a oscuras para disipar el miedo que sembraba la Luftwaffe. Fui a uno de ellos y allí estaban, además de los españoles, muchos hispanoamericanos, Pablo Neruda, César Vallejo, Octavio Paz y Siqueiros, el pintor mexicano que se había dado a sí mismo el grado de «Coronelazo» y se hacía seguir de un limpiabotas para tenerle siempre lustrosas las fe-dericas. Neruda era lento y soñoliento como un océano, Vallejo traía la muerte ojerosa amortajada entre los párpados, Paz tenía los ojos más azules que el cielo y Siqueiros era, él solo, un desfile militar. Todos disfrazados con los trajes del teatro, ropajes del Tenorio y de Las leandras, de La venganza de don Mendo y de El alcalde de Zalamea, de todo había, todos bailando en un techo de Madrid bajo las bombas, iluminados inconscientemente por los stukas alemanes, bebiendo champán. ¿Qué locura, qué alegría, qué fiesta era ésta, Laura? ¿Es risible o condenable o magnífico que un grupo de poetas y pintores celebre la vida en medio de la muerte, mande al demonio al enemigo solemne y enclaustrado que se nos venía encima con su infinita tristeza fascista y reaccionaria y su eterna lista de prohibiciones: pureza de sangre, pureza religiosa, pureza sexual? Ya sabíamos cómo eran. Si desde que se instaló la República en 1931, ellos se opusieron a la educación mixta, mandaron a sus hijos a la escuela con crucifijos al pecho cuando se estableció la educación laica, eran la gazmoñería de la falda larga y el sobaco apestoso, eran los godos enemigos de la limpieza árabe y del ahorro judío, bañarse era prueba morisca, la usura pecado hebreo. Eran los corruptores del lenguaje, Laura, tenías que oírlos para creerlo, hablaban sin rubor de los valores que ellos defendían, el soplo ardiente de Dios, el noble solar de la Patria, la mujer casta y digna, el surco fecundo de la espiga, en contra de los eunucos republicanos y francmasones judíos, la sirena marxista que introduce en España ideas exóticas, sem-

brando la cizaña en el campo de la fe robusta de los católicos españoles: cosmopolitas apatridas, renegados, turbas sedientas de sangre española y cristiana, ¡canalla roja!, y por eso los bailes de disfraces de Alberti en el techo de un teatro iluminado por las bombas era como el desafío de la otra España, la que siempre se salva de la opresión gracias a la imaginación. Allí conocí a dos muchachos de las Brigadas Internacionales, dos norteamericanos. El comunista italiano Palmiro Togliatti y el comunista francés André Marty eran los encargados de formarlas. Desde julio del 36 unos diez mil voluntarios extranjeros cruzaron los Pirineos y para principios de noviembre había unos tres mil en Madrid. La frase del momento era «No pasarán». No pasarán los fascistas, pasarán los brigadistas, recibidos con los brazos abiertos. Los cafés se llenaron de brigadistas y de periodistas extranjeros. A todos ellos la gente les gritaba, «Vivan los rusos». Allí andaba un alemán comunista pero aristócrata, no olvido su fabuloso nombre, Arnold Friederich Wieth von Golsenau. Se acercó a mí como si me reconociera, dijo «Maura» y mis demás apellidos, como para asimilarnos él y yo, convocándome a su lado, a esa especie de superioridad impregnable que era ser aristócrata y comunista. Vio mi reticencia y sonrió: «En nosotros se puede confiar, Maura. No tenemos nada que ganar. Nuestra honradez está fuera de toda duda. Una revolución la deberían hacer sólo aristócratas pudientes, gente sin complejos de inferioridad o necesidades económicas. Entonces no habría corrupción. Es la corrupción lo que acaba con las revoluciones y hace pensar a la gente que si el antiguo régimen era detestable, más lo es el nuevo régimen, porque si los conservadores ya no engendraban esperanza, los izquierdistas la traicionaron». «Eso pasa -le contesté en tono de conciliación- porque las revoluciones siempre las pierden los aristócratas y los trabajadores, pero las ganan los burgueses.» «Sí -concedió-, ellos siempre tienen algo que ganar». «Y nosotros -le recordé- siempre tenemos algo que perder». Se rió mucho. El cinismo de Von Golsenau, que era conocido en las Brigadas por su nombre de guerra, «Renn», no era el mío. Había dos niveles de esta guerra, el nivel de sus habladores, teorizantes, pensadores y estrategas, y el de la inmensa gente del común, que era todo menos común, era extraordinaria y daba pruebas diarias de una valentía sin límites, Laura, la primera línea de fuego de todas las grandes batallas, Madrid y el Jarama, Brunete y Teruel, la derrota de Mussolini en Guadalajara. La primera línea nunca estaba vacante. Los republicanos del pueblo se

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