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Ya no miraba su cuerpo al bañarse. Ya no le preocupaba más. Y Frida Kahlo, por supuesto. Frida obligaba a su amiga Laura a dar gracias por su cuerpo viejo pero entero. Antes de Jorge Maura,

estuvo Frida Kahlo, el mejor ejemplo de un estilo invariable, impuesto de una vez por todas, inimitable, imperial y único. No era el de su amiga y ocasional secretaria Laura Díaz, quien obedecía los cambios de la moda en el vestir-ahora iba repasando con una mano los atuendos de ayer colgados en un clóset, los breves vestidos de flapper de los veinte, las largas blancuras satinadas de los treinta, el traje sastre úe los cuarenta, el New Look de Christian Dior cuando la falda amplia regresó venciendo las penurias textiles de la guerra; pero después de su viaje a Lanzarote, Laura también adoptó un traje cómodo, casi una túnica, sin botones ni zippers ni cinturón, sin estorbo alguno, un largo blusón monacal que se podía poner y quitar sin ceremonias y que le resultó ideal para vivir en el valle tropical de Morelos primero y para recorrer volando, como si la sencilla tela de acogedor algodón le diese alas, todos los escalones de la Roma de las Américas, la ciudad de México, la urbe de cuatro, cinco, siete capas superpuestas, altas como los volcanes adormilados, hondas como el reflejo de un espejo humeante.

Pero este día de agosto de 1970, mientras llovía afuera y las gotas gordas golpeaban contra el vidrio corrugado de la sala de baño, el espejo me devolvía sólo una cara, ya no la cara preferida, la de mis treinta años, sino la cara de hoy, la de mis setenta y dos años, in-misericorde, veraz, cruel, sin disimulo, la alta frente plisada, los ojos de miel oscura perdidos ya entre ojeras abultadas y párpados caídos como cortinas usadas, la nariz crecida más allá de lo que ella jamás recordaría, los labios sin pintar y agrietados, todas las comisuras de la boca y los planos de las mejillas gastados como un papel de china usado demasiadas veces para envolver demasiados regalos inútiles, y la revelación que nada puede disfrazar, el cuello delator de la edad.

– ¡Pinche moco de guajolote! -decidió Laura reír ante el espejo y seguir queriéndose, queriendo su cuerpo y peinando su cabellera entrecana.

Luego unió los brazos sobre los pechos y los sintió helados. Vio el reflejo de sus manos picoteadas de tiempo y recordó su cuerpo de mujer joven, tan deseado, tan bien exhibido o escondido según lo decidía el gran apuntador escénico de la vanidad, el placer, la pulcritud y la seducción.

Se seguía queriendo.

– Rembrandt se pintó a sí mismo a todas las edades, desde la adolescencia hasta la vejez -dijo Orlando Ximénez cuando la invitó, por enésima vez, al Bar Escocés del Hotel Presidente en la Zona

Rosa y ella, for oíd tirae's sake, como insistía el propio Orlando, aceptó por una vez verlo un rato a las seis de la tarde, cuando el bar estaba vacío-. No hay documento pictórico más conmovedor que el de este gran artista capaz de verse sin el menor idealismo a lo largo de su vida, para culminar con un retrato de anciano que contiene en la mirada todas las edades previas, todas sin excepción, como si sólo la vejez revelara, no sólo la totalidad de una vida, sino cada una de las múltiples vidas que fuimos.

– Sigues siendo todo un esteta -rió Laura.

– No, óyeme. Rembrandt tiene los ojos casi cerrados entre los viejos párpados. Los ojos lagrimean, no por emoción, sino porque la edad vuelve aguada nuestra mirada. Mira la mía, Laura, ¡a cada rato tengo que secarme!, ¡parezco un acatarrado perpetuo! -rió a su vez Orlando tomando con la mano trémula su vaso de escocés con soda.

– Te ves muy bien, muy girito -adelantó Laura, admirando en efecto la seca esbeltez de su antiguo novio, tieso y vestido con una elegancia demodé, como si aún rifaran las modas del duque de Windsor, el saco a cuadros grises cruzado, la corbata de nudo ancho, los pantalones aguados y con valenciana, los zapatos Church de suela gruesa.

Orlando se había convertido en una escoba bien vestida y coronada por una calavera de escaso pelo gris bien untado a las sienes hasta desaparecer, escrupulosa aunque débilmente tejido, en la nuca. La figura un poco doblada quería indicar cortesía, pero revelaba edad.

– No, déjame decirte, lo prodigioso de ese último retrato del viejo Rembrandt es que el artista, sin parpadear ante el estrago del tiempo, nos permite recordar no sólo todas sus edades, sino las nuestras, para quedarnos con la imagen más profunda que sus ojillos de anciano resignado pero astuto atesoran.

– ¿Qué es?

– La imagen de una juventud eterna, Laura, porque es la imagen del poder artístico que creó la obra entera, la de la juventud, la madurez y la ancianidad. Ésa es la verdadera imagen que nos regala el último retrato de Rembrandt: soy eternamente joven porque soy eternamente creativo.

– Qué poco te cuesta todo -volvió a reír, esta vez defensivamente, Laura-. Ser frivolo, cruel, encantador, inocente, perverso. Y a veces, hasta inteligente.

– Laura, soy una luciérnaga, me enciendo y me apago sin quererlo -Orlando le devolvió la risa-. Es mi naturaleza. -La apruebas?

– La conozco -brilló la propia Laura.

– ¿Recuerdas que la primera vez te pregunté, «¿me aprueba tu cuerpo, paso con diez»?

– Me maravilla tu pregunta.

– ¿Por qué?

– Hablas del pasado como si pudiera repetirse. Hablas del pasado para hacerme una proposición ahorita, en el presente. -Laura adelantó la mano y acarició la de Orlando; notó que el viejo anillo de oro con las iniciales OX le quedaba grande para el dedo adelgazado.

– Para mí -dijo el eterno suspirante- tú y yo estamos siempre en la terraza de la Hacienda de San Cayetano en 1915…

Laura bebió con más rapidez que la debida su martini seco preferido -No, estamos en un bar de la Zona Rosa en el año de 1970 y resulta ridículo que evoques, qué sé yo, el lirismo romántico de nuestro primer encuentro, mi pobre Orlando.

– ¿No entiendes? -frunció el ceño el viejo-. No quise que nuestra relación se enfriase con la costumbre.

– Mi pobre Orlando, la edad lo enfrió todo.

Orlando miró al fondo del vaso de whisky. -No quise que la poesía se convirtiese en prosa.

Laura permaneció en silencio unos segundos. Quería decir la verdad sin herir a su viejo amigo. No quería abusar de su propia edad -los setenta y dos años de Laura Díaz- para juzgar a los demás desde una altura injusta. Ésa era una de las tentaciones de la vejez, emitir juicios impunes. Pero Orlando se le adelantó, precipitadamente.

– Laura, ¿quieres ser mi esposa?

Más que responder, Laura se dijo a sí misma tres verdades al hilo, las repitió varias veces, la ausencia simplifica las cosas, la prolongación las corrompe, la profundidad las mata. Con Orlando, la tentación era simplificar: ausentarse. Laura sintió, sin embargo, que alejarse rápidamente de un hombre y una situación que rozaban el ridículo era una especie de traición, quería evitarla a todo precio, no me traiciono a mí misma, ni a mi pasado, si en este momento no huyo, no simplifico, ni me río, si en este momento prolongo aunque vaya al desastre y profundizo aunque vaya a la muerte…

– Orlando -se aproximó Laura-. Nos conocimos en San Cayetano. Nos hicimos amantes en México. Me abandonaste con una nota en la que me decías que no eras ni lo que decías ni lo que parecías ser. Te estás acercando demasiado a mi misterio, me reprochaste…

– No, te advertí…

– Me lo echaste en cara, Orlando. «Prefiero guardar mi secreto», me escribiste entonces. Y sin misterio, añadiste, nuestro amor carecería de interés,…

– También te dije, «te quiero siempre…».

– Orlando, Orlando, mi pobre Orlando. Ahora me dices que llegó el tiempo de unirnos. ¿Se acabó el misterio?

Le acarició la mano nervuda y fría con verdadero cariño.

– Orlando, sé fiel a ti mismo, hasta el final. Sigue huyendo de toda decisión fatal. Aléjate de toda conclusión definitiva. Sé Orlando Ximénez, déjalo todo en el aire, todo abierto, todo inconcluso. Es tu naturaleza, ¿no te has dado cuenta? Incluso es lo que más admiro en ti, mi pobre Orlando.

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