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Atrás del cuadro, en la tela, Santiago había escrito: «El arte no es moderno. El arte es eterno. Egon Schiele».

La línea dominaba al color. Por eso los colores eran tan fuertes. El barco negro. La roja mitad del Creador. El verdirrojo de la cáscara de manzana que era la piel mudable de la serpiente. Pero la piel de Eva era translúcida como la de una virgen de Memling, en tanto que la de Adán era maculada, verde, amarilla y enferma, como la de un adolescente de Schiele.

El hombre miraba a la mujer. La mujer miraba al cielo. Pero ninguno de los dos caía. Porque ambos se deseaban. Había esa

equivalencia entre la diferencia que Laura hizo suya, equiparando su propia emoción a la de su hijo el joven artista muerto.

Colgó el cuadro de Santiago el Menor en la sala del apartamento y supo para siempre que el hijo era el padre de la madre, que Laura Díaz la fotógrafa le debía más, sin saberlo, a su propio hijo que a cualquier otro artista. Al principio, no lo supo y por eso la identificación, secreta e ignorada, fue tan poderosa.

Ahora no importaba nada sino la equivalencia de la emoción.

Se sucedieron las exposiciones de fotografías primero vendidas a diarios y revistas y luego publicadas en forma de libros.

Bendiciones de animales y pájaros.

Ancianos bigotones reunidos cantando corridos de la Revolución.

Vendedores de flores.

Las albercas repletas del Día de San Juan.

La vida de un obrero metalúrgico.

La vida de una enfermera en un hospital.

Su célebre foto de una gitana muerta sin líneas en la mano abierta bajo sus senos, una gitana con el destino borrado.

Y ahora algo que le debía a Jorge Maura: un reportaje sobre el exilio republicano español en México.

Laura se dio cuenta de que la guerra de España había sido, durante muchos años, el epicentro de su vida histórica más que la Revolución Mexicana, que de manera tan suave y tangencial pasó por el estado de Veracruz, como si morir en el Golfo fuese un privilegio único, conmovedor e intocable reservado para el hermano mayor de Laura, Santiago Díaz, protagonista solitario, para ella, de la insurrección de 1910.

En España, en cambio, lucharon Jorge Maura, Basilio Bal-tazar y Domingo Vidal; en España murió el gringo joven, Jim, y sobrevivió el gringo triste, Harry; en España fue fusilada la bella y joven Pilar Méndez por orden de su padre el alcalde comunista Alvaro Méndez frente a la puerta latina de Santa Fe de Palencia.

Con toda esa carga afectiva detrás de ella empezó Laura a fotografiar los rostros del exilio español en México. El presidente Cárdenas le dio asilo a un cuarto de millón de republicanos. Cada

vez que fotografiaba a uno de ellos, Laura recordaba con emoción el viaje de Jorge a La Habana para rescatar a Raquel del Prinz Eugen anclado frente al Morro.

Cada uno de sus modelos pudo sufrir esa suerte: cárcel, tortura, ejecución. Ella lo supo.

Retrató los milagros de la supervivencia. Ella lo sabía.

El filósofo José Gaos, él mismo discípulo de Husserl corno Jorge Maura y Raquel Mendes-Alemán, reclinado en el barandal de fierro sobre el patio de la Escuela de Mascarones, el filósofo con cabeza de patricio romano, calva y fuerte, tan fuerte como su quijada, tan firme como sus labios de lápiz, tan escéptico como su mirada miope detrás de los espejuelos pequeños y redondos como para servirle a un Franz Schubert de la filosofía. Gaos se apoyaba en el barandal y desde el hermoso patio colonial los muchachos y muchachas de la Facultad de Filosofía levantaban los rostros para mirar al maestro con sonrisas de admiración y gratitud.

Luis Buñuel le dio cita en el bar del Parador, donde el cineasta ordenaba martinis perfectos a su barman favorito, Córdoba, mientras dejaba correr por su memoria la película de un ciclo cultural, de la Residencia de Estudiantes en Madrid a la filmación de Un perro andaluz, donde Buñuel y Dalí utilizaron un ojo de pescado muerto rodeado de pestañas para simular el ojo de la heroína rebanado por una navaja de afeitar, a la de La edad de oro y su imagen de la jerarquía eclesiástica convertida en una roca petrificada en la costa de Mallorca, a la participación en el surrealismo parisino al exilio en Nueva York, a la delación por Dalí («Buñuel es comunista, ateo, blasfemo y anarquista, ¿cómo pueden emplearlo en el Museo de Arte Moderno?»), a la llegada, con cuarenta dólares en la bolsa, a México.

El humor, la cólera y la ensoñación pasaban sin cesar, simultáneamente, por la mirada verde de Buñuel, la mirada se detenía en un punto fijo del pasado y Laura fotografiaba a un niño del pueblo aragonés de Calanda tocando tambores el Viernes Santo hasta que las manos le sangraban para liberarse del encanto sensual de la imagen de la Virgen del Pilar que cobijó el lecho onanista de su infancia.

En un modesto apartamento de la calle de Lerma, Laura fotografió gracias a la intervención del escritor vasco Carlos Blanco Aguinaga, al maravilloso poeta malagueño Emilio Prados, a quien ya había conocido con Jorge Maura, escondido en un par de piezas entre montones de libros y papeles, marcado en cada línea de su rostro

por la enfermedad y el exilio, pero capaz de transformar el sufrimiento en dos cosas que Laura consiguió fotografiar. Una era la dulzura infinita de su rostro de irredento santo andaluz velado por una cascada de mechones blancos y los gruesos anteojos de acuario, como si el poeta, ruborizado por su inocencia, quisiese velarla.

Otra era la fuerza lírica detrás del sufrimiento, la pobreza, el desengaño, la vejez y el exilio.

Si yo pudiera darte toda la luz del alba… Yo cruzaría despacio, como el sol, por tu pecho, hasta salir sin sangre ni dolor por la noche…

Manuel Pedroso era un viejo y sabio andaluz, antiguo rector de la Universidad de Sevilla, adorado por el pequeño grupo de sus jóvenes discípulos que todos los días lo acompañaban en el recorrido de la Facultad de Derecho junto al Zócalo hasta su pequeño apartamento en la calle de Amazonas. Laura dejó el testimonio gráfico de este recorrido cotidiano, así como de las tertulias en la biblioteca del maestro, retacada de ediciones antiguas que olían a tabaco tropical. Los franquistas habían quemado su biblioteca en Sevilla, pero Pedroso recuperó joya tras joya en las librerías de viejo de La Lagunilla, el mercado de ladrones de la ciudad de México.

Lo robaron a él, otros robaron a otros, pero los libros regresaron siempre, como amantes nostálgicos e irrenunciables, a las manos delgadas y largas de Pedroso, el caballero pintado por El Greco, manos siempre a punto de tensar, advertir, convocar como para una ceremonia del pensamiento. Laura captó al maestro Pedroso en el instante en que adelantaba las manos de dedos largos y hermosos para pedirle un poco de luz al mundo, aplacar los fuegos de la intolerancia y afirmar la fe en sus alumnos mexicanos.

Fotografió Laura a un grupo bullicioso, alegre, discutidor y entrañable de jóvenes exiliados que se adaptaron a México pero nunca abandonaron a España, ceceando siempre y dejando que por las miradas se les escapara el cariño a todo lo que, explícitamente, rechazaban: el chocolate con el señor cura, las novelas de Pérez Gal-dós, las tertulias de café, las viejas vestidas de negro, los cotilleos sabrosos como churros calientes, el cante jondo y los toros, la pun-

tualidad de las campanas y de los entierros, la locura de las familias que se metían para siempre a sus camas para evadir las tentaciones del Demonio, el Mundo y la Carne. Laura los fotografió discutiendo siempre y para siempre, eternamente, como irlandeses que se desconocían porque venían de Madrid y de Navarra, de Galicia y de Barcelona y porque se llamaban Oteyza, Serra Puig, Muñoz, de Baena, García Ascot, Xirau, Durán, Segovia y Blanco Aguinaga.

Pero la exiliada preferida de Laura Díaz fue una mujer joven que Dantón mencionaba como la más interesante presencia femenina en el Jockey Club de los años cuarenta. Vivía con su marido el poeta y cineasta García Ascot en un extraño edificio en cuchilla de la calle Villalongín y su belleza era tan perfecta que Laura se desesperaba de no encontrarle un lado malo o de no poder agotar en una o mil fotografías el encanto de la mujer frágil, esbelta y elegante que en su casa caminaba descalza, como un gato, seguida por otro gato que posaba como el doble de su ama deseada y envidiada a la vez por toda la raza felina a causa de su perfil agresivo y su débil mentón, sus ojos de melancolía y su risa abarcadora, incontenible.

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