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Tenían razón. A pesar del claro de luna, las montañas arrojaban una sombra inmensa sobre el valle y ellos mismos, los perseguidos, los exiliados, se movían como un reflejo, eran como alas oscuras de un águila distante, un ave que se mira un día al espejo y ya no se reconoce porque se imaginaba de una manera y el espejo le demostró que no era así.

Entonces, en la noche tepozteca, a la luz de la luna, como en la obra de teatro final del Group Theater (el telón anterior a la clausura ante una sala vacía), cada uno de los exiliados dijo algo sobre la tumba de Harry Jaffe, el hombre admitido en el grupo pero al que nadie miraba, salvo Laura que llegó un día, se zambulló en una alberca llena de bugambilias y salió a ver de frente a su pobre, desgraciado, enfermo amor.

– Nombraste sólo a los que ya habían sido nombrados.

– Todos los que nombraste ya estaban en la lista negra.

– Entre delatar a tus amigos y traicionar a tu patria, te fuiste con la patria.

– Te dijiste que si seguías en el Partido se te iban a secar las fuentes de inspiración.

– El Partido te dijo cómo escribir, cómo pensar, y tú te rebelaste.

– Te rebelaste primero contra el Partido.

– Te horrorizó pensar que el estalinismo pudiese gobernar a los USA como gobernaba a la URSS.

– Fuiste a hablar ante el Comité y temblaste de horror. Aquí estaba ya, en América, lo mismo que tenías. El estalinismo te estaba interrogando pero aquí se llamaba macartismo.

– No diste un solo nombre.

– Te enfrentaste a McCarthy.

– ¿Por qué lo hiciste si sabías que ellos ya lo sabían? Para delatar a los delatores, Harry, para infamar al infamante, Harry.

– Para volver a trabajar, Harry. Hasta que te diste cuenta que daba lo mismo delatar o no delatar. Los estudios no le daban trabajo a los rojos. Pero tampoco le daban trabajo a los que admitían ser rojos y delataban a sus compañeros.

– No había salida, Harry.

– Sabías que el anticomunismo se había convertido en el refugio de los canallas americanos.

– No nombraste a los vivos. Pero tampoco nombraste a los muertos.

– No nombrarse a los que nunca fueron nombrados. Tampoco nombraste sólo a los que ya habían sido nombrados.

– Ni siquiera nombraste a los que te nombraron a ti, Harry.

– El Partido te pidió conformidad. Tú dijiste que aunque detestaras al Partido, no ibas a someterte al Comité. El Partido en su mejor momento era siempre mejor que el Comité en cualquier momento.

– Mi peor momento fue no poderle decir lo que pasaba a mi mujer. La sospecha arruinó nuestro matrimonio.

– Mi peor momento fue vivir escondido en una casa de luz apagada para evitar que me citaran los agentes del Comité.

– Mi peor momento fue saber que a mis pequeños hijos les aplicaron la ley del hielo en su escuela.

– Mi peor momento fue no contarle a mis hijos lo que ocurría sabiendo que ellos ya lo sabían todo.

– Mi peor momento fue tenerme que decidir entre mi ideal socialista y la realidad soviética.

– Mi peor momento fue tener que escoger entre la calidad literaria de mi trabajo y las demandas dogmáticas del Partido.

– Mi peor momento fue escoger entre escribir bien o escribir comercialmente, como lo quería el estudio.

– Mi peor momento fue mirarle la cara a McCarthy y saber que la democracia americana estaba perdida.

– Mi peor momento fue cuando el congresista John Ran-kin me dijo, usted no se llama Melvin Ross, en realidad su nombre es Emmanuel Rosenberg, eso demuestra que usted es un falsario, un mentiroso, un traidor, un judío vergonzante…

– Mi peor momento fue encontrarme al que me delató y verle cubrirse la cara con las manos de pura vergüenza.

– Mi peor momento fue que mi delator viniera llorando a pedirme perdón.

– Mi peor momento fue ser mencionado por los asquerosos columnistas de sociedad, Sokolsky, Winchell, Hedda Hopper. Al mencionarme me mancharon más que McCarthy. Su tinta olía a mierda.

– Mi peor momento fue tener que fingir mi voz por teléfono para hablarle a mi familia y mis amigos sin comprometerlos.

– Le dijeron a mi hija: tu padre es un traidor. No tengas nada que ver con él.

– Le dijeron los amigos a mi hijo: ¿Sabes quién es tu padre?

– Le dijeron a mis vecinos: dejen de hablarle a la familia de los rojos.

– ¿Tú qué les dijiste, Harry Jaffe?

– Harry Jaffe, descansa en paz.

Todos regresaron a Cuemavaca. Laura Díaz, aturdida, emocionada, perpleja, se fue a recoger las pertenencias de la casita de Te-poztlán. Recuperó también su propio dolor y el de Harry. Los recogió y se recogió. Sola con el espíritu de Harry, se preguntó si el dolor que sentía era compartible, su inteligencia le dijo que no, sólo hay dolor propio, intransferible. Aunque veía tu dolor, Harry. no podía sentirlo como tú lo sentías. Tu dolor sólo tenía sentido a través del mío. Es mi dolor, el dolor de Laura Díaz, ése es el único dolor que siento. Pero puedo hablar en nombre de tu dolor, eso sí. El dolor imaginado de un hombre llamado Harry Jaffe que murió de enfisema pulmonar, ahogado en sí mismo, mutilado del aire, con las alas caídas…

– Además de las tres posibilidades de respuesta al Comité macartista -vino a decirle una tarde Fredric Bell, la víspera del regreso de Laura Díaz a la ciudad de México- había una cuarta. Se llamaba el Testimonio Ejecutivo, Executive Testimony. Los testigos que denunciaban en público antes pasaban por un ensayo privado. La audiencia pública se volvía entonces puramente protocolaria. Lo que quería el Comité era saber nombres. Su sed de nombres era insaciable, la sed non satiata. Generalmente, el testigo era citado en un cuarto de hotel y allí delataba en secreto. El Comité ya tenía los nombres desde antes, pero no bastaba. El testigo tenía que repetirlos en público para gloria del Comité pero también para infamar al delator. Había confusiones. Se le hacía creer al delator que con la confesión secreta bastaba. Era tal el ambiente de miedo y persecución, que el delator se pescaba a esa tabla de salvación, se engañaba a sí mismo, creía «yo seré la excepción, a mí sí me mantendrán en secreto». Y a veces tenían razón, Laura. Es inexplicable por qué a cier-

tas personas que hablaron en la sesión secreta se les convocó enseguida a la sesión pública, y a otras no.

– Pero Harry fue valiente ante el Comité, le dijo a Mc-Carthy, «Usted es el comunista, senador».

– Sí, fue valiente ante el Comité.

– ¿Pero no lo fue en el Testimonio Ejecutivo? ¿Delató primero y se recantó después, denunció primero a sus amigos y atacó enseguida al Comité?

– Laura, las víctimas de la delación no delatamos. Sólo te digo que hay hombres de buena fe que pensaron, «si hablo de una persona insospechada, una persona a la que jamás podrían probarle nada, quedo bien con el Comité y salvo mi propio pellejo, pero no le hago daño a mis amigos».

Bell se puso de pie y le dio la mano a Laura Díaz.

– Mi amiga, si puedes llevarle flores a las tumbas de Mady Christians y John Garfield, por favor, hazlo.

Lo último que Laura Díaz le dijo a Harry Jaffe fue, «Prefiero tocar tu mano muerta que la de cualquier hombre vivo».

No sabe si Harry la escuchó. No supo si Harry estaba vivo o muerto.

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