– Me gusta sentirme cerca de la Virgencita -decía, muy devota, con el rosario entre las manos, mi madre, una de esas mujeres que parecen haber nacido viejas. No le quedaba un solo rastro de juventud y como era sumamente blanca, las arrugas se le acentuaban más que a la gente morena que, según ella, eran así porque "tenían piel de tambor", comentario que la santa señora acompañaba de un tamborileo de los dedos sobre el objeto más cercano: mesa, plato, espejo de mano, arcaica rodilla o, sobre todo, la masa pilosa y blanca de Estrellita, eternamente sentada sobre el regazo de mi madre, objeto de caricias que atenuaban la feroz inquina de su ama.
Porque doña Emérita Labraz de Lizardi no estaba contenta en el mundo o con el mundo. Yo nunca pude averiguar la razón de este permanente estado de bilis derramada. Antes, buscaba con afán algún retrato de su juventud, el retrato de su día de bodas, su primera comunión, algo, lo que fuese. Concluí, resignada, que acaso mi madre no había tenido ni infancia, ni boda, ni juventud. O que había desterrado toda efigie que le recordase los años perdidos y ello, yo no lo negaba, servía para asentarla en su edad actual, sin pasado evocable. Doña Emérita era figura presente, sólo presente, incomparable, arraigada a este lugar y a esta hora con el gato (la gata) en el regazo y la mirada oculta día y noche por gafas negras.
Sospeché la razón de esta manía. Osé, una mañana, la muy aventada de mí, entrar a la recámara de mamá, portando el desayuno habitualmente llevado por la sirvienta -la "gata"-, aquejada ese día de "su luna", como decía la campirana bonne iz tout faire, como le decía, a su vez, con aire de superioridad intolerable, mi madre a la criada.
– Quiere decir gata en francés -le solté, con una mueca amarga, a la sirvienta, Guadalupe de nombre Lupe, Lupita, cuyo rostro de manzana se iluminó por el solo hecho de que le pusieran nombre gabacho.
Doña Emérita mi madre llamaba a la Lupita bonne tout faire sólo para halagarse a sí misma de que sabía media docena de expresiones en francés, mismas con las que salpicaba su conversación, sobre todo cuando recibía a su abogado el licenciado José Romualdo Pérez.
Éste era un sesentón alto, flaco, tieso y más ciego que un murciélago, que se presentaba a la casa del Tepeyac acompañado siempre de un contador y de una secretaria. Mi mamá lo miraba sin moverse de su balcón. Hacía girar su reposet para darles la cara, pero la mano sólo se la daba al reseco aunque distinguido y cegatón licenciado, sin admitir siempre que, en realidad, allí estaba el secretario, un hombrecito prieto, chaparro y dado a usar camisas moradas con corbatas hawaianas, o a la secretaria, que lucía una escandalosa minifalda a efecto de demostrar la opulencia de sus muslos y contrastar así con la fealdad de su cara de manazo, chata, plana como la de la china más cochina -silbaba venenosamente mi mamá- y coronada (la secretaria) por ese peinadito universal de taquimecas, enfermeras y encargadas de taquilla de cine: pelo laqueado hacia atrás con una cortinilla de flecos tiesos y desangelados sobre la frente.
Las visitas del cegatón licenciado y sus dos lazarillos me ponían los nervios de punta. El ruco libidinoso hablaba de números con mi madre, pero su mano se iba como imantada a mi nalgatorio, obligándome a ponerme de pie detrás de un sillón para ocultar lo que las abuelitas púdicas llamaban "con las que me siento". Entonces el licenciado buscaba con la mirada ultramiope mis tetas ansiosas por huir de allí cuanto antes. Sólo que mi madre me lo había prohibido.
– Leti, te ordeno que estés presente cuando nos visita el licenciado Pérez.
– Mamá, es un viejo verde. ¿No ves cómo me trata?
– Vete acostumbrando -decía enigmáticamente, sin explicación, la vieja.
La vieja. Eternamente sentada en el reposet viendo detrás de sus espejuelos negros el paso de la vida, animada y numerosa, rumbo a la Basílica de la Vir gen de Guadalupe. Acariciando eternamente a la gata Estrellita y agraviando también a "la gata" Lupita.
– ¿Quién te puso nombre de virgencita, indita patarrajada? -le espetaba doña Emérita a la sirvienta.
Ésta soportaba la lluvia de insultos de su patrona de manera casi atávica, como si no esperase otro trato, ni de ella ni de nadie. Como si recibir insultos fuese parte de un patrimonio ancestral.
– Mira, huilita de pueblo -le decía mi madre a la sirvienta izando al desventurado animal como una peluda pelota de fútbol y enfrentando el culo sonrosado de Estrellita a los ojos de Guadalupe-. Mira, putita, mira. Mi gatita es virgen, no ha perdido la pureza, nunca ha parido en su vida… Tú, en cambio, ¿cuántos mocosos prietos no habrás dejado regados en cuanta casa has trabajado?
– Lo que mande la patrona -murmuraba Lupita con la cabeza baja.
– Menos mal que en esta casa no hay hombres, rancherita de porquería, aquí no hay quien te preñe…
– Como guste la señora -decía Lupita sin dejar de confundirse visiblemente al escuchar esa palabra desconocida, "preñe".
– Cuidado -se volteaba a decirme mamá-, cuidado Leti, con llamarla "Lupe", "Lupita" y menos "Guadalupe".
– ¿Entonces, mamá?
– Mírala. La Chapetes. Mírale nomás esos cachetes colorados como una manzana. " La Chapetes " y sanseacabó. Faltaba más.
Entonces, sin quererlo, doña Emérita le daba a Estrellita el sopapo que le reservaba a Lupita o sea " La Chapetes " y el animal maullaba y miraba a la señora con una feroz muestra de sus dientecillos carnívoros antes de saltar del regazo al piso y caer, como suelen caer los gatos, perfectamente compuesta, tan equilibrada como Nadia Comaneci en las Olimpiadas.
Estrellita la gata no me quería. Me lo decía todo el tiempo su actitud. Yo le devolvía el cariño. Me repugnaba. Su cuerpo corto y felpudo, su rabo corto, sus piernas cortas, su pelo blanco como si fuese vieja canosa, deseablemente decadente (¿qué edad tendría?). Me molestaban sobre todo sus terribles ojos, tan grandes en comparación con el cuerpo, tan apartados y de distintos colores. Un ojo azul, otro amarillo. No nos dábamos ni los buenos días.
En cambio, por la otra "gata", Lupita La Chapetes, sentía la compasión que compensara el mal trato de mi madre. Sólo que la sirvienta era indiferente por igual al buen o al mal trato. Tenía que llamarle " La Chapetes " enfrente de mi madre. A solas le decía Guadalupe, Lupe, Lupita. Como digo, ella no mostraba otra reacción que su archisabido estoicismo indígena. El cual podía ser cierto o sólo un invento nuestro.
Así pues, digo nuestro y me sitúo en el alto pedestal de la criolliza naca. No podemos evitarlo. Somos superiores. ¿Por qué? Antes, a los blancos nos llamaban "gente de razón", como si los indios fueran de a tiro todos tarados. Ahora, como somos demócratas e igualitarios, los llamamos "nuestros hermanos indígenas". Seguimos despreciándolos. Los ídolos a los museos. Los tamemes a cargarnos bultos.
Yo quería tratar bien a la Lupita. Quería quererla. Pero no quería admirarla. Una tarde en que iba a salir al café, fui a su recámara en la azotea para avisarle que mi mamá se quedaba sola. Ahí la vi desnuda. Más bien, no la vi. Había deshecho sus trenzas y el pelo le colgaba hasta debajo del nalgatorio. ¡Dios mío!, qué cabellera no sólo larga sino lustrosa, arraigada, invencible, negra y nutrida de chile, maíz y fríjol. Toda la pinche cornucopia mexicana lucía en esa cascada de pelo admirable.
– Lupe -le dije.
Se volteó a mirarme con el cepillo en alto, levantándole aún más un busto que nunca había conocido, ni requerido, sostén. Soy púdica virgencita mexicana clasemediera con lenguaje de cine nacional en blanco y negro, de manera que no miré más abajo.
– Lupe, voy a salir un rato. Atiende a mi mamá.
La Lupe me contestó con un movimiento de cabeza y una mirada altiva que nunca le había visto antes.