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– No. Perdería las horas.

– Pero podríamos compartirlas, tiíta.

– Tonto. Ya no serían las horas del abandono…

Salió de la cocina y Alex no tuvo mejor ocurrencia, impulsado acaso por cuanto había sucedido durante el desayuno, que salir a darse un paseo para exorcizar el encierro de la casa. Eran las diez de la mañana. Dudaba que a él lo atacaran a pleno sol.

Apenas puso un pie en el parque, se topó con el cadáver de un perro muerto. Era uno de esos canes sin dueño, sarnosos y despistados, como si temiesen revertir al lobo. Un perro muerto.

Y al lado del perro, la envoltura inconfundible del chocolatito que Alex, esa mañana, arrojó por la ventana. La envoltura vacía. Una baba negra corría por el hocico del animal.

Reprimió el asco. Sofocó el miedo y la angustia. Él pudo haber comido ese dulce. Lo habrían encontrado muerto en la cama. Era inconcebible. ¿Por qué, por qué? Un relámpago le cruzó la mente. Por más peligrosas que fuesen las calles de México, más peligrosa era la casa de las tías.

Dio la vuelta al parque, cavilando pero incapaz de darle concierto a sus ideas. Encontró la avenida de la Ribera de San Cosme. Aparte de la fealdad de las construcciones y la mediocridad de los comercios, no vio nada fuera de lo común. La gente iba y venía, entraba a tiendas, compraba periódicos, se sentaba a comer en restoranes modestos…

Súbitamente, una construcción milagrosa apareció ante la mirada de Alex.

Era un edificio colonial de gran portada barroca. Una larga fachada de piedra cuya sobriedad elegante hablaba muy alto del arte del barroco, de su otra faz, la de un sigilo sorpresivo que no entrega la belleza que atesora de un solo golpe, sino que demanda atención y cariño. Algo había en el edificio que consignaba seguridad y belleza.

Alex leyó la placa inscrita a la entrada. Aquí había funcionado la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de México hasta 1955. El edificio -decía la placa- era conocido como "Mascarones". Alex subió los tres o cuatro peldaños de la entrada y se detuvo admirado ante un patio amplio, armónico, de proporciones preciosas, con dos pisos comunicados por una gran escalera de piedra.

Se detuvo en el centro del patio del colegio. Poco a poco, con suma cautela, el espacio se fue llenando de voces y las voces, de tonos variados, reían, discutían, recitaban, murmuraban, siempre en aumento, pero siempre claras, distintas, tan claras que en medio del coro rumoroso Alejandro de la Guardia distinguió su propia voz, inconfundible, riendo, viva pero invisible, terrible por invisible y también porque estando seguro de que era su voz, no era su voz, atrayéndole hacia un misterio que no le pertenecía pero que lo amenazaba, lo amenazaba terriblemente…

Salió apresurado del patio, del edificio, corrió hacia la calle sin mirar al tranvía que se le vino encima y lo mató instantáneamente.

Abrió los ojos. No había tranvías en la Ribera de San Cosme. Alejandro estaba allí, de pie, aturdido, a media calle. Bajó la mirada. Allí estaba la huella inconfundible de antiguos rieles de tranvía, desaparecidos, que el paso de miles y miles de automóviles no había logrado borrar del todo…

Sudó frío. Como si hubiese resucitado. Miró su reloj. Ya eran las dos de la tarde. La tía Zenaida lo esperaría para comer. Alex se rebeló. Quería comer solo. Quería comer fuera.

La hora del almuerzo iba convocando a la gente que salía de oficinas, tiendas, escuelas… Fondas, loncherías, puestos de carnitas, taquerías… La aglomeración de la larga avenida fue empujando a Alex hacia las calles laterales, devolviéndolo, a su pesar, a la única morada que tenía en esta hidra de ciudad. La casa de las tías.

Sólo que ahora, después del incidente del perro muerto, sentía miedo de sentarse a comer con Zenaida o con Serena. Metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de algo más. Atenido a la hospitalidad de las señoritas Escandón, no traía dinero mexicano. Regresó al parque e hizo algo insólito, algo que estremeció su alma porque era un acto imposible, un acto que su espíritu rechazaba con horror. Quizás por eso lo cometió. Porque lo consideró no un acto espantoso, sino un acto fatal, dictado por algo o alguien que no era él.

Metió la mano en un gran bote de basura. Hurgar allí en busca de comida. Lo hizo. Lo hacía cuando otra mano tocó la suya. Alejandro retiró la mano con miedo. Levantó la mirada para encontrar la del viejo clochard detenido esa mañana por un policía. Cuando las manos se tocaron, cada uno retiró la suya. Alejandro miró al viejo. El viejo no podía mirarlo a él. Era un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una nube interna que sólo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un espeso esperma legañoso.

– Mataron a mi perro -dijo el viejo-. Me detuvieron. Creen que yo lo maté. ¿Cómo voy a matar a mi única compañía?, el perro que me guiaba por las calles en busca de comida, dígame nomás… Mi perro Miramón.

Buscó a Alex con la mirada perdida.

– ¿Usted nunca ha comido carne de perro, compañero? Viera que no sabe mal.

Rió sin dientes.

– L'hambre mata. L'hambre manda.

Alex no dijo palabra. Tuvo un temor. Si se manifestaba ante el pepenador ciego, éste se espantaría. Si era ciego, que creyese haber encontrado a un mudo.

– Nadie más que yo sabe de este basurero. Es el mejor del barrio. Esta gente no ha de comer nada. Lo tiran todo a la basura.

Señaló, con la certeza de la costumbre, a la casa de las tías.

– Han de vivir de aire -cacareó el anciano antes de sumirse en la melancolía-. Voy a extrañar a Miramón. ¡Guau, guau! -ladró alejándose.

Alex pasó la tarde leyendo y preparándose para la cena con la tía Serena. Algo le decía que esta vez la señorita no faltaría al rendezvous. Y en efecto, allí lo esperaba, con las acostumbradas viandas que Alejandro había decidido comer sin temores, seguro de que su único recurso era comportarse normalmente, como si no pasara nada, sin asociarse a la bruma creciente del misterio propiciado, se daba cuenta, por las hermanas enemigas. Eso tenían en común: la capacidad de trastocar la normalidad. El encierro -decidió Alejandro- las había trastornado.

– Siéntate, Alejandro -le dijo con suma formalidad doña Serena-. Perdona las inquietudes de anoche.

Suspiró.

– Sabes, cuando dos viejas solteronas viven juntas y sin compañía tantos años, se vuelven un poco maniáticas…

– ¿Un poco? -dijo con sorna domeñada el sobrino.

– Es muy extraño, muchacho. Salvo Panchita, que es sordomuda, nadie entra en la casa. Eso tiene que provocar inquietudes públicas, ¿sabes? Al principio le dije a mi hermana, vamos saliendo a la calle de vez en cuando. Ella me dijo, no podemos abandonar la casa. Alguien tiene que estar siempre aquí, cuidándola.

Masticó unos segundos. Deglutió. Se limpió los labios con la servilleta. Es el acto que Alejandro esperaba para comer del mismo platón de carne, sin temor de morir envenenado…

– Entonces -prosiguió la anciana- le dije a Zenaida que podíamos alternar los paseos. A veces saldría ella y yo me quedaría aquí a guardar la casa. Otras veces sería al revés. ¿Sabes lo que me contestó?

Alejandro negó suavemente.

– Que si veían a una sola, iban a creer que la otra se había muerto.

– Pero si veían a ambas, así fuese por separado, sabrían que eso no era cierto, tía.

– En cuanto nos vieran separadas, creerían que una había matado a la otra.

– No es posible, tía, No es razonable. ¿Qué motivo habría?

– Para quedarse con la herencia.

Alejandro no dio crédito a una respuesta a la vez tan inesperada y tan convencional. Decidió seguir el juego.

– ¿Qué, es mucho dinero?

– Es algo que no tiene precio.

– Ah -alcanzó a emitir el sobrino.

– ¿Sabes por qué te prohibimos usar la puerta principal?

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