– ¿Crees que lo vas a llevar bien?
– ¿Si mi madre se muere, quieres decir? Pues no lo sé. Soy una luchadora, o por lo menos eso es lo que me gustaría pensar. Me he enfrentado a momentos difíciles antes de ahora: cuando tú te casaste y cuando dejé el ministerio. Pero esta vez es distinto.
Mei vio un fruncido mínimo en el entrecejo de Yaping.
– Supongo que debería explicarte por qué dejé mi antiguo trabajo.
Él asintió:
– Me gustaría entenderlo.
– Cuando trabajaba en el Ministerio de Seguridad Pública, tenía el puesto de ayudante personal del jefe de Relaciones Públicas. Era en muchos aspectos un trabajo interesante y suculento. Me llevaba el glamour sin los sudores del trabajo a pie de calle. Lo que hacía era sobre todo derivar órdenes y requerimientos a las oficinas locales y ocuparme de los principales actos y presentaciones públicos. Hacía de enlace para los visitantes extranjeros y acompañaba a mi jefe a reuniones del ministerio.
»Mi jefe no era muy brillante, pero para trabajar con él no estaba mal. Teníamos una relación cordial. Vivíamos dentro del mismo recinto. Fui muchas veces a comer a su casa y me llevaba bien con su familia. Lo que hay que entender es que, para un burócrata como él, había llegado a una edad crítica. Si conseguía seguir ascendiendo, se apreciaría su juventud para un cargo ministerial; pero si no lograba abrirse camino, muy pronto le considerarían demasiado viejo y tendría que dejar paso a la siguiente generación.
»Te estoy explicando esto para que entiendas por qué fue tan crucial lo que ocurrió. Como decía, como ayudante personal suya yo le acompañaba muchas veces a reuniones gubernamentales. Lógicamente, conocí a mucha gente importante, ministros incluidos.
»Para decirlo brevemente, uno de los ministros, según mi jefe, se había encaprichado conmigo y quería que fuese su amante. Ah, sí, eso es bastante corriente ahora, sobre todo cuando un hombre tiene dinero o poder. No te voy a decir quién era. Llevas demasiado tiempo fuera de China, seguro que ni lo conoces. Pero eso no importa. Yo dije que no. Y mi jefe, como no podía convencerme de que cambiara de opinión, me dijo que me iba a hacer la vida imposible hasta que aceptara. Sabes, yo me había convertido en la pasarela que podía llevarle a lo más alto del ministerio. Así que me desterró al trabajo de calle y me acosaba constantemente. Y la rueda de rumores seguía funcionando sin parar. No te puedes figurar las mentiras tan feas que se dijeron de mí, todavía me da náuseas pensar en aquello. Ya no tenía amigos. La gente me evitaba como a una plaga.
»Era como una riada de agua sucia que va llenando una cueva subterránea. Cada espacio, cada abertura de mi vida estaban siendo inundados. No podía escaparme. Así que pedí la baja. Eso no acabó con las mentiras, desde luego; ya habían llegado muy lejos. Pero ya no podían hacerme daño. Saqué a aquella gente de mi vida. Saqué mi vida de la de aquella gente. A veces pienso que eso se me da bien y que lo prefiero así. Creo que tengo un caparazón duro; en algunos aspectos, puede que lo haya tenido desde los cinco años.
»Pero lo que tengo ahora por delante con lo de Mamá es aún peor. ¿Adónde puedo ir? ¿Cómo puedo huir de la muerte de alguien a quien quiero?
– A lo mejor no puedes -Yaping se inclinó, acercándose a ella. Mei sintió el calor de su cuerpo y le vio los músculos debajo de la camisa. De pronto deseó que él la tocara, aunque sentía que, si lo hiciera, ella se rompería en mil pedazos-. A veces uno no puede protegerse del dolor -sus palabras rodaron por el cuello de Mei como perlas desengarzadas-. Si intentas evitarlo sólo consigues hacerte más daño. No, no estoy pretendiendo darte un consejo; no tengo forma de entender cómo te sientes. Lo único que estoy diciendo es que, a veces, hacerse parte de lo que nos duele es de hecho lo que nos ayuda a sobrevivir. Nos ayuda a seguir con nuestras vidas.
– Probablemente tienes razón -respondió Mei-, sólo que yo no puedo pensar en sobrevivir, al menos ahora. Ya sé que no es coherente. No paro de pensar en la muerte y en lo eterno, pero cuanto más lo pienso, más siento que no puedo vivir sin ella. Ella es lo más parecido que tengo al cariño, por triste que parezca. El mundo es un lugar frío, por lo menos para mí, y sin ella sería mucho más frío.
Se quedaron callados. El sol se extendía por todo el amplio espacio que tenían ante ellos en ondas, como la música, algunas notas más altas que otras, en una serena armonía.
Mei le había contado a Yaping cosas que nunca le había contado a nadie. No lograba entender por qué lo había hecho.
– Siento haber hablado tanto de mí misma. Tú tienes que coger un avión -dijo, recomponiéndose.
– No, soy yo el que lo siente. Me gustaría que pudiéramos quedarnos así y seguir hablando mucho tiempo. En estos años me he imaginado muchas conversaciones como ésta. En cierto modo, todas formaban parte de una conversación muy larga que todavía estamos manteniendo. Siento muchísimo lo de tu madre.
Se pusieron de pie. El sol cálido les acariciaba la espalda como las manos de un amante. Un silencio triste empezó a dividir los minutos en mitades y las mitades otra vez en mitades hasta que ya no quedó tiempo.
– Es posible que vuelva a Pekín a trabajar -dijo Yaping-. La empresa quiere que crezca nuestra actividad en Asia y abrir aquí una sucursal.
Cuando llegaron a donde estaba el coche, Yaping sacó su equipaje del maletero.
– Voy a coger un taxi para ir al aeropuerto. El señor Liu puede llevarte a donde tú quieras. Está contratado por todo el día.
El conductor asintió cortésmente desde detrás del volante, sus guantes de una blancura impecable.
– Adiós, Mei -Yaping le tendió la mano.
– Adiós -ella le tendió la suya.
Sitiados por la luz blanca del sol, se quedaron con las manos cogidas, acordándose de una promesa que se les escabulló un día, en un tiempo lejano.