– Por eso me necesitaba -afirmó Jack-. Sólo que ellos reaccionaron con la rapidez necesaria para utilizar a Kate como una garantía de su silencio. Después apelaron a una bala para conseguirlo.
– Así que pensaba entregarse.
– En efecto.
– ¿Sabe lo que pienso? -preguntó Frank mientras se rascaba la barbilla.
– Que él lo vio venir -contestó Jack en el acto. Los dos hombres intercambiaron una mirada.
Frank habló primero, lo hizo en voz baja, casi en susurros.
– Sabía que Kate era el cebo. Sin embargo, asistió a la cita. Y yo que me creía tan listo.
– Sin duda pensó que era la única manera de poder volver a verla.
– Mierda. Sé que el tipo se ganaba la vida robando, pero le diré una cosa, mi respeto hacia él crece por momentos.
– Sé lo que quiere decir.
Frank puso el coche en marcha y siguieron viaje.
– Está bien, ¿dónde nos llevan todas estas conjeturas?
– No lo sé -contestó Jack, que volvió a recostarse en el asiento. -Me refiero a que mientras no tengamos una pista para saber quién es, no sé qué podemos hacer.
– Pero tenemos pistas -exclamó Jack, que se levantó como impulsado por un resorte, pero después volvió a tenderse como si hubiese gastado toda su fuerza en aquel único movimiento-. Sólo que no le encuentro el sentido.
Los hombres guardaron silencio durante unos minutos.
– Jack, sé que le parecerá ridículo viniendo de un policía, pero pienso que es hora de que considere la posibilidad de largarse de aquí. ¿Tiene algún dinero ahorrado? Quizá le convenga la jubilación anticipada.
– ¿Y qué más? ¿Dejar que Kate cargue con el muerto? Si no pillamos a esos tipos, ¿qué le espera?¿Una condena de diez a quince años por complicidad? No pienso irme, Seth, por nada del mundo. Prefiero que me achicharren antes que permitir semejante cosa.
– Tiene razón. Lamento haber tocado el tema.
Mientras Seth miraba por el retrovisor el coche que circulaba por el carril vecino éste intentó hacer una vuelta en U directamente delante de ellos. Frank pisó el freno y el coche derrapó hasta chocar contra el bordillo con una fuerza tremenda. El otro vehículo, con matrícula de Kansas, continuó la marcha como si no hubiera pasado nada.
– ¡Turistas gilipollas! ¡Cabrones hijos de puta! -Frank apretó el volante con fuerza mientras intentaba recuperar la respiración. El cinturón de seguridad había cumplido su función, pero se había clavado en la carne. Le dolía la cabeza-. ¡Cabrones hijos de puta! -gritó Frank una vez más sin dirigirse a nadie en particular. Entonces recordó que llevaba un pasajero y se apresuró a mirar el asiento trasero-. Jack, Jack, ¿está bien?
Jack estaba con el rostro pegado a la ventanilla. Estaba consciente: de hecho, lo que hacía era mirar algo con mucha atención.
– ¿Jack? -Frank se desabrochó el cinturón de seguridad y sujetó a Jack por el hombro-. ¿Se encuentra bien? ¡Jack!
Jack miró a Frank y después otra vez por la ventanilla. El detective se preguntó si el golpe le habría producido una conmoción. Comenzó a buscar alguna herida en la cabeza de Jack hasta que el joven le sujetó la mano y señaló a través de la ventanilla. Frank miró hacia la dirección indicada.
Incluso para alguien tan curtido como él resultó una sorpresa. La parte trasera de la Casa Blanca ocupaba todo su campo visual.
La mente de Jack funcionaba a toda máquina; las imágenes desfilaban ante sus ojos como en un montaje de vídeo. La visión del presidente que se apartaba de Jennifer Baldwin con la excusa de que le dolía el brazo de tanto jugar al tenis. Sólo que no había sido el uso de la raqueta sino el pinchazo de un abrecartas que había desencadenado esta locura. El desusado interés del presidente y el servicio secreto por la muerte de Christine Sullivan. La oportuna aparición de Alan Richmond en el traslado de Luther al juzgado. «Llevadme hasta él.» El autor del vídeo había informado al detective que esas habían sido las palabras del presidente. «Llevadme hasta él.» También explicaba la presencia de asesinos que podían matar en medio de un ejército de policías y marcharse tan tranquilos. ¿Quién podía detener a un agente secreto que protegía al presidente? Nadie. No era de extrañar que Luther hubiera dado por hecho que nadie le creería. El presidente de Estados Unidos.
Había habido un hecho importante antes de que Luther decidiera volver al país. Alan Richmond había dado una conferencia de prensa donde había manifestado su pesar por el trágico asesinato de Christine Sullivan. Sin duda el tipo se había estado follando a la mujer, a saber cómo ella acabó muerta, y el muy cabrón había aprovechado para ganar votos demostrando que era un gran amigo, una persona dispuesta a enfrentarse con dureza a los criminales. Había sido una actuación de primera. Una auténtica representación teatral. Una mentira de principio a fin. La habían transmitido a todo el mundo. ¿Qué había pensado Luther cuando vio la noticia? Jack creía saberlo. Ahí estaba la razón del regreso de Luther. Para ajustarle las cuentas.
Todas las piezas del rompecabezas encajaron sin problemas en cuanto apareció el catalizador.
Jack miró una vez más la mansión presidencial.
Tim Collin, desde un coche aparcado junto a una farola, echó otra ojeada al pequeño accidente de tráfico, pero los faros de los vehículos que circulaban por la calle le impidió ver con claridad ningún detalle. Junto a él, Bill Burton también contemplaba la escena. Collin se encogió de hombros, y después subió el cristal de la ventanilla. Burton colocó la luz de emergencia en el techo, encendió la sirena, y, sin más pérdidas de tiempo, atravesó el portón trasero de la Casa Blanca para dirigirse a la zona de los tribunales en persecución de Jack.
Jack miró a Seth Frank y sonrió mientras reflexionaba sobre el exabrupto del detective. La misma frase había salido de la boca de Luther, en el segundo anterior a que le mataran. Por fin recordó dónde la había escuchado antes. El periódico arrojado contra la pared del calabozo. La fotografía del presidente en primera plana.
Delante del juzgado, mientras miraba al hombre. Las mismas palabras habían salido de la boca del viejo con toda la furia que había sido capaz de reunir.
– Cabrón hijo de puta -repitió Jack.
Alan Richmond miró por la ventana de su despacho mientras se preguntaba si su destino era estar rodeado de incompetentes. Gloria Russell parecía estar en trance, inmóvil en una silla. Se había acostado con la mujer media docena de veces y ya no le despertaba el menor interés. Se la quitaría de encima en el momento apropiado. En el próximo período presidencial formaría un equipo mucho más capacitado. Subalternos que le dejarían tiempo para ocuparse de su visión particular del país. No había aspirado a la presidencia para preocuparse de los detalles.
– Veo que no hemos avanzado ni una décima en las encuestas. -No miró a la mujer. Incluso ya sabía la respuesta.
– ¿Tiene alguna importancia ganar por el sesenta o el setenta por ciento?
– Sí -afirmó Richmond, que se dio la vuelta furioso-. Sí, maldita sea, es importante.
– Haremos otro esfuerzo, Alan -dijo la jefa de gabinete, sin ánimos para discutir-. Quizá podamos hacer algo en el colegio electoral.
– Es lo mínimo que podemos hacer, Gloria.
La mujer desvió la mirada. Después de las elecciones, se iría de viaje. Daría la vuelta al mundo. Donde no conociera a nadie y fuera una desconocida para todos. Un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Entonces todo iría bien.
– Bueno, al menos nuestro pequeño problema está solucionado. -Richmond la miró, con las manos a la espalda. Alto, delgado, muy bien vestido. Parecía el comandante de una armada invencible. Pero la historia había demostrado que las armadas invencibles eran mucho más vulnerables de lo que la gente pensaba.
– ¿Te has deshecho del abrecartas?
– No, Gloria, lo tengo guardado en un cajón de mi escritorio. ¿Quieres verlo? Quizá quieras llevártelo otra vez. -Su desprecio era tan evidente que ella sintió la necesidad imperiosa de acabar con la reunión. Se levantó.
– ¿Hay algún otro asunto pendiente?
Richmond negó con la cabeza y volvió a mirar por la ventana. Russell se disponía a sujetar la manija de la puerta cuando vio que ésta se movía.
– Tenemos un problema -anunció Bill Burton mientras miraba a la pareja.
– ¿Qué es lo que quiere? -El presidente miró la fotografía que le había dado Burton.
– La nota no lo dice -se apresuró a responder el agente-. Supongo que al tener a los polis pegados al culo busca hacerse con algún dinero.
– Me asombra el hecho de que Jack Graham supiera dónde mandar la fotografía -comentó Alan Richmond con la mirada puesta en Russell.
Burton no pasó por alto la mirada malévola del presidente, y si bien no le interesaba defender a Russell, tampoco podía perder tiempo en un análisis erróneo de la situación.
– Es probable que Whitney se lo dijera -contestó Burton.
– Si es así, se ha tomado su tiempo para ponerse en contacto con nosotros -replicó el presidente.
– Quizá Whitney nunca se lo dijo a las claras. Graham puede haberlo deducido por sí mismo. Atar cabos.
El presidente arrojó la foto. Russell desvió la mirada en el acto. La sola visión del abrecartas la había paralizado.
– Burton, ¿en qué medida puede afectarnos? -El presidente le miró como si quisiera escarbar en lo más profundo de la mente del hombre.
Burton buscó una silla donde sentarse, se acarició la barbilla conla palma de la mano.
– Ya lo he pensado. Puede ser que Graham intente sujetarse a un clavo ardiendo. Se ve enfrentado a una situación desesperada. Y a su amiguita la tienen encerrada en un calabozo. Yo diría que no ve salidas. De pronto tiene una idea, suma dos y dos y decide arriesgarse a enviarnos esto, con la ilusión de que le pagaremos su precio, sea el que sea.
Richmond bebió un trago de café.
– ¿Hay alguna manera de encontrarlo? ¿Que sea rápida?
– Siempre hay maneras. Lo que no sé es cuánto tardaremos.
– ¿Qué pasará si no hacemos caso de la nota?
– Quizá no haga nada, huir y ver qué pasa.
– Pero una vez más nos enfrentamos a la posibilidad de que le detenga la policía…
– … y hable hasta por los codos -Burton acabó la frase de su jefe-. Sí, es una posibilidad, una posibilidad real.
El presidente se agachó para recoger la foto.