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– Dijiste que necesitabas mi ayuda. ¿Qué puedo hacer? -Kate miró a Jack a la cara. No había ninguna reserva en su semblante.

Jack se sentó en la cama junto a la joven. Parecía preocupado.

– Tengo mis serias dudas respecto a meterte en este asunto. Me preguntó si fue sensato llamarte.

– Jack, he estado rodeada de violadores, asaltantes y asesinos durante los últimos cuatro años.

– Lo sé. Pero al menos sabías quiénes eran. Esta vez puede ser cualquiera. Están matando gente a diestro y siniestro, Kate. Esto es muy serio.

– No voy a marcharme a menos que me permitas ayudarte. Jack vaciló, sus ojos miraron a otra parte.

– Jack, si no confías en mí, te entregaré. Creo que estarás más seguro en manos de la poli.

– Serías capaz de hacerlo, ¿verdad?

– Claro que sí. Estoy quebrantando no sé cuántas leyes al estar aquí. Si dejas que te ayude, olvidaré este encuentro. Pero si no lo haces…

Había una mirada en sus ojos que, a pesar de todas las horribles amenazas que le acechaban, le hizo sentirse afortunado de estar con ella.

– De acuerdo. Serás mi contacto con Seth. Aparte de ti, él es la única persona en la que puedo confiar.

– Pero perdiste el paquete. ¿Cómo te puede ayudar? -Kate no pudo disimular su desagrado hacia el detective.

Jack se levantó para pasearse por la habitación. Por fin se detuvo y miró a la joven.

– ¿Recuerdas lo maniático que era tu padre con el control? ¿Que nunca se olvidaba de preparar un plan de emergencia?

– Lo recuerdo -contestó Kate, en un tono seco.

– Pues ahora estoy pensando en esa virtud.

– ¿De qué hablas?

– Que Luther tenía un plan de emergencia para este caso. Ella le miró, boquiabierta.

– Señora Broome.

La puerta se abrió un poco más mientras Edwina espiaba a su visitante.

– Me llamo Kate Whitney. Luther Whitney era mi padre. Kate se tranquilizó al ver que la anciana la saludaba con una sonrisa.

– Sabía que le había visto antes. Luther siempre me mostraba fotos suyas. Es mucho más bonita que en las fotos.

– Muchas gracias.

– No sé en qué estoy pensando -dijo la anciana al tiempo que abría la puerta-. Debe estar muerta de frío. Por favor, pase.

Edwina la guió hasta una pequeña sala de estar donde un trío de gatos dormían en diversos muebles.

– Acabo de preparar té. ¿Quiere una taza?

Kate vaciló. Tenía poco tiempo. Entonces miró el reducido confín de la casa. En un rincón había un viejo piano vertical cubierto de polvo. Kate se fijó en los ojos cansados de la mujer; ya no podía disfrutar del pasatiempo musical. Su marido había muerto hacía años, su hija se había suicidado. ¿Cuántos venían a visitarla?

– Sí, muchas gracias.

Las dos mujeres se instalaron en el viejo pero cómodo sofá. Kate probó el té fuerte y comenzó a animarse. Se apartó el pelo de la cara y miró a la anciana que la observaba con una expresión de pena.

– Lamento mucho lo de su padre, Kate. Se lo juro. Sé que ustedes dos tenían sus diferencias. Pero Luther era el hombre más bueno que conocí en toda mi vida.

– Muchas gracias.

La mirada de Edwina se posó en una mesa pequeña junto a la ventana. Kate siguió la mirada. Sobre la mesa había muchas fotos de Wanda Broome que formaban un relicario; la mostraban en sus momentos más felices. Se parecía mucho a la madre.

Un relicario. Sorprendida, Kate recordó la colección de fotos de sus triunfos que había guardado Luther.

– Señora Broome, lamento ser brusca pero no dispongo de mucho tiempo -dijo Kate mientras dejaba la taza.

– Se trata de la muerte de Luther y de mi hija, ¿no es así? -preguntó Edwina que adelantó expectante el cuerpo.

– ¿Por qué lo dice? -replicó Kate, sorprendida.

Edwina se inclinó todavía más, su voz se convirtió en un susurro. -Porque sé que Luther no mató a la señora Sullivan. Lo sé como si lo hubiera visto con mis propios ojos.

– ¿Tiene usted alguna idea…? -comenzó a preguntar Kate intrigada, pero se interrumpió al ver que Edwina sacudía la cabeza.

– No, no la tengo.

– Entonces, ¿cómo sabe que mi padre no lo hizo?

Esta vez la anciana hizo una pausa para pensar. Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. Cuando los abrió, Kate seguía sin mover un músculo.

– Es la hija de Luther y creo que tiene derecho a saber la verdad. -Bebió un trago de té y se secó los labios con una servilleta. Un gato persa negro saltó sobre su falda y en un segundo se quedó dormido.

– Conocía a su padre. Me refiero a su pasado. Él y Wanda se conocieron. Ella se metió en problemas hace años y Luther la ayudó, la ayudó a recuperarse y a llevar una vida decente. Le estaré agradecida por el resto de mi vida. Cada vez que Wanda o yo necesitábamos algo, él estaba disponible. El hecho es, Kate, que su padre no habría puesto el pie en aquella casa de no haber sido por Wanda.

Edwina habló durante unos minutos. Cuando acabó, Kate se dio cuenta de que contenía el aliento. Lo soltó con un ruido que resonó en la habitación.

La anciana no dijo nada sino que miró a la joven con su mirada triste. Por fin se movió. Con una mano arrugada palmeó la rodilla de Kate.

– Luther la quería, hija mía. Más que a nada en el mundo.

– Lo sé.

– Él nunca la culpó por lo que sentía -añadió Edwina que movió la cabeza apesadumbrada-. Decía que estaba en todo su derecho de sentirse así.

– ¿Él dijo eso?

– En efecto. Se sentía tan orgulloso de usted, de que fuera abogada y de sus méritos. Siempre me decía: «Mi hija es abogada, y muy buena por cierto. La justicia es lo único que le interesa y tiene razón, toda la razón del mundo».

Kate notó que se mareaba. Sentía emociones para las que no estaba preparada. Se masajeó la nuca y se tomó un momento para mirar a través de la ventana. Un coche negro pasó por la calle y desapareció. Una vez más volvió la atención a Edwina.

– Señora Broome, aprecio que me diga todas estas cosas. Pero mi visita obedece a una razón concreta. Necesito su ayuda.

– Haré lo que sea.

– Mi padre le envió un paquete.

– Sí. Y se lo envié al señor Graham, como me dijo Luther.

– Sí, lo sé. Jack recibió el paquete. Pero alguien… alguien se lo quitó. Ahora nos preguntamos si mi padre le envió otra cosa, algo que pueda ayudarnos.

Los ojos de Edwina ya no parecían tristes. Ahora brillaban con fuerza. Miró a Kate.

– Detrás suyo, Kate, en la banqueta del piano. En el libro de himnos de la izquierda.

Kate levantó la tapa de la banqueta y sacó el libro de himnos. Había un paquete oculto entre las páginas. Lo miró.

– Luther era el hombre más precavido que he conocido. Dijo que si pasaba cualquier cosa con el envío del primer paquete, le enviara éste al señor Graham. Estaba a punto en enviarlo cuando me enteré de lo ocurrido por la televisión. ¿Tengo razón al creer que el señor Graham no hizo ninguna de esas cosas?

– Ojalá todo el mundo creyera lo mismo -dijo Kate.

La joven se dispuso a abrir el paquete, pero se detuvo al escuchar la voz aguda de Edwina.

– No lo abra, Kate. Su padre dijo que sólo el señor Graham debía ver lo que guarda. Sólo él. Creo que es mejor obedecer su voluntad.

Kate vaciló. Le costó vencer la curiosidad pero cerró el paquete.

– ¿Le dijo alguna otra cosa? ¿Sabía quién mató a Christine Sullivan?

– Lo sabía.

– ¿Pero no le dijo quién? -Kate miró a la anciana, que sacudió la cabeza con mucho vigor.

– Sin embargo me dijo una cosa.

– ¿Qué le dijo?

– Que si me decía quién lo había hecho no le creería.

Kate volvió a sentarse y pensó a toda máquina.

– ¿Qué quiso decir con eso?

– A mí me sorprendió mucho, se lo juro.

– ¿Por qué? ¿Por qué se sorprendió?

– Porque Luther era el hombre más sincero que he conocido. Cualquier cosa que me hubiera dicho la habría creído. Para mí todo lo que me decía iba a misa.

– Por lo tanto, la persona que vio debió ser alguien tan por encima de toda sospecha que incluso a usted le hubiera parecido increíble.

– Así es. Eso es lo que pensé.

– Muchas gracias, señora Broome. -Kate se levantó.

– Por favor, llámeme Edwina. Es un nombre curioso pero es el único que tengo.

– Después de que acabe todo esto, Edwina, me gustaría volver a visitarla si no le importa. Hablar un poco más de las cosas.

– Estaré encantada. Ser vieja tiene cosas buenas y malas. Ser vieja y estar sola es muy malo.

Kate se puso el abrigo y caminó hacia la puerta. Guardó el paquete en el bolso.

– Eso facilitará la búsqueda, ¿no le parece, Kate?

– ¿Qué? -preguntó Kate.

– Buscar a alguien tan inverosímil. Que yo sepa no abundan mucho esa clase de personajes.

El guardia de seguridad del hospital era alto, corpulento y ahora estaba rojo de vergüenza.

– No sé cómo pasó. Dejé la vigilancia durante dos, tres minutos como máximo.

– No tendría que haberse ausentado del puesto ni por un segundo, Monroe. -El supervisor, un tipo pequeñajo, se encaró con Monroe y el gigantón sudaba.

– Ya se lo dije, la señora me pidió que la ayudara con la bolsa, y yo la ayudé.

– ¿Qué señora?

– Se lo dije, una señora. Joven, bonita, bien vestida. -El supervisor le volvió la espalda, enfadado. No podía saber que la señora en cuestión era Kate Whitney, y que ella y Seth Frank estaban ya a cinco manzanas de distancia en el coche de Kate.

– ¿Le duele? -Kate le miró sin mucha compasión en las facciones o en la voz.

– ¿Lo dice en serio? -Se tocó con cuidado el vendaje de la cabeza-. Mi hija de seis años pega más fuerte. -Buscó algo con la mirada en el interior del coche-. ¿Tiene cigarrillos? ¿Desde cuándo no dejan fumar en los hospitales?

Kate buscó en el bolso y le ofreció un paquete abierto. El teniente cogió uno, lo encendió y después la miró entre una nube de humo.

– Por cierto, muy buena su actuación con el guardia. Tendría que trabajar en el cine.

– ¡Estupendo! Estoy dispuesta a un cambio de carrera. -¿Cómo está nuestro muchacho?

– A salvo. Por ahora. Intentemos que siga así. -Giró en la esquina siguiente y miró con dureza al detective.

– Verá, no entraba dentro del plan permitir que a su viejo se lo cargaran delante mío.

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