Jack hizo una pausa y la miró. Sintió un poco de pena al ver la expresión de asombro en el rostro de la joven.
– Si alguien te pregunta, tú me has dejado. No daba la talla para pertenecer a la familia Baldwin. Un pelagatos. Adiós, Jenn.
Ella permaneció en la biblioteca durante unos minutos más. Una serie de emociones distintas se reflejaron en su rostro sin que ninguna llegara a dominar. Por fin salió de la habitación. El sonido de los tacones altos en el mármol del vestíbulo se apagó en la alfombra de la escalera.
En la biblioteca reinó el silencio. Entonces, se movió el sillón del escritorio y Ransome Baldwin contempló la puerta por la que acababa de salir su hija.
Jack miró por la mirilla, casi convencido de que vería a Jennifer Baldwin con un arma. Enarcó la cejas al ver quién era.
Seth Frank entró y se quitó el abrigo mientras contemplaba con una mirada de aprecio el desorden reinante en el pequeño apartamento.
– Compañero, esto me trae recuerdos de una gran época de mi vida, se lo aseguro.
– Deje que adivine. Fraternidad de los Delta, generación del 75. Era el vicepresidente encargado del funcionamiento del bar.
– Le ha faltado poco para la verdad -señaló Frank con una sonrisa-. Disfrútelo mientras pueda, amigo mío. Sin pretender faltar a lo políticamente correcto, una mujer no le permitiría vivir así.
– Entonces quizá soy un hombre afortunado.
Jack entró en la cocina y reapareció cargado con botellas de cerveza.
Se sentaron cada uno con su botella.
– ¿Problemas con el futuro matrimonio, abogado?
– En una escala de uno a diez, un uno o diez según por dónde la mire.
– ¿Por qué pienso que la chica Baldwin no acaba de dar la talla?
– ¿Nunca deja de ser detective?
– No si puedo evitarlo. ¿Quiere hablar del tema?
– Quizá le dé la lata en otra ocasión, pero esta noche no.
– Avíseme. -Frank encogió los hombros-. Yo traeré la cerveza.
– ¿Un regalo? -preguntó Jack, al ver el paquete sobre el regazo de Frank.
– Supongo que tiene un vídeo debajo de toda esta morralla -dijo el detective mientras sacaba la cinta del paquete.
Las primeras imágenes de la cinta aparecieron en la pantalla del televisor. Frank miró a Jack.
– Esta película no es apta para todos los públicos. Se lo aviso. Lo muestra todo, incluido lo que le pasó a Luther. ¿Está preparado?
– ¿Cree que veremos algo que nos ayude a capturar al que lo hizo?
– Eso es lo que espero. Usted le conocía mucho mejor que yo.
– Quizá vea algo que yo no vi.
Aunque estaba sobre aviso, Jack no estaba preparado. Frank le observó atentamente a medida que se acercaba el momento. Jack se echó hacia atrás, con una expresión de horror en el rostro, cuando sonó el disparo. El policía paró el vídeo.
– Se lo advertí -dijo, preocupado.
Jack se había derrumbado en la silla. Su respiración era irregular, tenía la frente bañada en sudor. Se estremeció por un instante y poco a poco recuperó la compostura. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente.
– ¡Coño!
El comentario de Flanders cuando mencionó el ejemplo de Kennedy no había sido exagerado.
– Si quiere, Jack, podemos dejarlo.
– ¡Y una mierda! -replicó Jack, decidido.
Jack apretó la tecla de rebobinado una vez más. Habían visto la cinta una docena de veces. Ver cómo estallaba la cabeza de su amigo resultaba muy duro, pero la pena era mitigada en parte por la rabia cada vez más intensa que sentía con cada nuevo visionado.
– Es mala suerte que el tipo no filmara en la otra dirección -opinó el detective-. Quizá hubiéramos visto al tirador. -Sacudió la cabeza-. Supongo que eso hubiese sido mucho pedir. ¿Tiene café? Me cuesta pensar sin cafeína.
– Hay café preparado en la cafetera. Yo también me tomaré una taza. Están sobre el fregadero.
Frank volvió de la cocina con dos tazas de café humeantes. Jack miraba a Alan Richmond pronunciando su discurso en la tarima improvisada delante del juzgado.
– Ese tipo va como una moto.
– Le conocí el otro día -dijo Frank.
– ¿Sí? Yo también. Fue cuando iba a unirme en matrimonio a la gente rica y famosa.
– ¿Qué opina del tipo?
Jack bebió un trago de café, cogió la bolsa de galletas de mantequilla de cacahuete que estaba sobre el sofá, le ofreció una a Frank, que la aceptó, y después apoyó los pies sobre la mesa de centro destartalada. El ahogado volvía a adoptar con toda naturalidad los hábitos menos formales de los solteros.
– No lo sé. -Jack se encogió de hombros-. Me refiero a que él es el presidente. Siempre pensé que estaba hecho para el cargo. ¿Y usted qué opina?
– Es listo. Muy listo. Es de esa clase de tipos con el que no te puedes enfrentar a menos que estés muy seguro de tu propia capacidad.
– Supongo que es bueno que esté de nuestra parte.
– Sí. -Frank miró la pantalla-. ¿Algo le ha llamado la atención?
– Una cosa. -Jack apretó un botón del mando a distancia-. A ver qué le parece. -La cinta avanzó a doble velocidad. Las figuras se movían como los actores en una película muda-. Atento.
Las imágenes mostraron a Luther cuando salía de la furgoneta. Miraba el suelo; los grilletes le dificultaban la marcha. De pronto, el presidente seguido por una columna de gente apareció en la pantalla. Luther quedó parcialmente oscurecido. Jack congeló la imagen.
– Mire.
Frank observó la imagen, mientras masticaba una galleta y se acababa el café. Sacudió la cabeza.
– Mire la cara de Luther -le indicó Jack-. Allí, entre los trajes. Mire su cara.
Frank se inclinó hasta casi tocar la pantalla con la nariz. De pronto se echó hacia atrás, con los ojos bien abiertos.
– Maldita sea, parecía decir algo.
– No, parece como si le estuviera diciendo algo a alguien. -¿Cree que reconoció a alguien, quizás al tipo que le mató? -preguntó el detective.
– Dadas las circunstancias, no pienso que estuviese de charla con algún desconocido.
Frank volvió a ensimismarse en la contemplación de la imagen. Por fin sacudió la cabeza.
– Necesitaremos la ayuda de algún talento especial. -Se levantó-. Vamos.
– ¿Dónde? -preguntó Jack, al tiempo que cogía el abrigo.
Frank sonrió mientras rebobinaba la cinta. Después se puso el sombrero.
– Primero lo llevaré a cenar. Soy un hombre casado, más viejo y más gordo que usted. Por lo tanto, no me basta con un puñado de galletitas. Después iremos a la comisaría. Quiero presentarle a una persona.
Dos horas más tarde, Seth Frank y Jack entraron en la comisaría de Middleton, ahítos de comida. Laura Simon les esperaba en el laboratorio con el equipo preparado.
Después de las presentaciones, Laura metió la cinta en el magnetófono. Las imágenes aparecieron en la pantalla de cuarenta y seis pulgadas del televisor instalado en un rincón del laboratorio. Frank avanzó la cinta hasta el lugar apropiado.
– Allí -señaló Jack-, allí está.
Frank congeló la imagen.
Laura se sentó delante de un teclado y escribió una serie de órdenes. En la pantalla, la parte del encuadre correspondiente a la imagen de Luther se separó del resto y se amplió como un globo que se hincha, hasta que el rostro de Luther ocupó casi toda la pantalla.
– Es el máximo que da la máquina. -Laura hizo girar la silla y le hizo una seña a Frank. El teniente apretó un botón del mando a distancia y las imágenes volvieron a moverse.
La banda sonora era muy confusa: los alaridos, los gritos, el ruido del tráfico y el rumor de la multitud impedían entender lo que decía Luther. Miraron mientras sus labios se abrían y cerraban.
– Está cabreado. No sé qué dice, pero está cabreado. -Frank sacó un cigarrillo, pero lo guardó al ver la mirada de Simon.
– ¿Alguien sabe leer los labios? -preguntó Laura.
Jack miró la pantalla. ¿Qué coño decía Luther? Ya había visto antes la expresión de su cara. Si pudiera recordar cuándo… Había sido hacía poco, estaba seguro.
– ¿Ve algo que nosotros no vemos? -preguntó Frank.
Jack miró al detective.
– No lo sé -contestó. Se pasó la mano por la cara-. Allí hay algo, pero no consigo recordar qué es.
Frank le dijo a Simon que apagara el equipo. Dejó la silla y se desperezó.
– Bueno, váyase a dormir. Si mañana cuando se despierte recuerda algo, llámeme. Gracias por venir, Laura.
Los dos hombres se marcharon juntos. Frank miró a Jack, extendió una mano y le tocó la nuca.
– Caray, tiene los músculos a punto de estallar.
– Vaya, no sé por qué. No me casaré con la mujer con quien estaba prometido, la mujer con la que me quiero casar me acaba de decir que desaparece para siempre de mi vida, y estoy casi seguro que mañana ya no tendré trabajo. Ah y eso sin mencionar que asesinaron a una persona que estimaba y que quizá nunca encontraremos al asesino. Coño, mi vida no podría ser más perfecta.
– Quizás ahora venga la buena racha.
– Sí. -Jack abrió la puerta del Lexus-. Por cierto, si conoce a alguien que quiera comprar un coche casi nuevo, avíseme.
– Lo siento, no conozco a nadie que pueda permitírselo -contestó el detective con una mirada pícara.
– Yo tampoco -afirmó Jack con una sonrisa.
En el camino de regreso, Jack miró la hora en el reloj del coche. Era casi medianoche. Pasó por delante del edificio de Patton, Shaw, vio las oficinas a oscuras, y decidió entrar. Utilizó la tarjeta para abrir la puerta del garaje, saludó con la mano a la cámara de seguridad instalada junto a la puerta, y al cabo de unos minutos subía en uno de los ascensores.
No sabía muy bien por qué estaba allí. Sus días en Patton, Shaw estaban contados. Sin Baldwin como cliente, Kirksen le echaría a patadas. Sintió un poco de pena por Lord. Le había prometido protección. Pero no pensaba casarse con Jennifer Baldwin sólo para que Lord siguiera cobrando un salario estupendo. Además, le había mentido respecto a la marcha de Barry Alvis de la firma. Pero Lord se salvaría. Jack creía con toda sinceridad que Lord saldría adelante. Cualquier bufete le contrataría de inmediato. El futuro de Lord era mucho mejor que el de Jack.
Se abrieron las puertas del ascensor y Jack entró en la recepción de la planta. Sólo estaban encendidas las lámparas de pared y la penumbra le hubiera intranquilizado un poco de no haber sido por su ensimismamiento. Caminó por el pasillo hacia su oficina, y se detuvo un momento en la cocina para servirse un vaso de gaseosa. Por lo general, incluso a medianoche, siempre había unas cuantas personas ocupadas en acabar algún trabajo urgente. Esta noche el lugar se veía desierto.