La residencia que acababa de dejar parecía sacada de las páginas del Architectural Digest , pero la hipoteca no le iba a la zaga en su pasmosa opulencia. Y el problema era que no tenía efectivo. Carecía de liquidez, en PS amp;L cada uno comía lo que cazaba y los socios de PS amp;L no eran muy dados a cazar en manada. Por este motivo, Lord ganaba mensualmente mucho más que todos los demás. Ahora el cheque mensual apenas si cubriría gastos menores; sólo el pago de la tarjeta de crédito rondaba las cinco cifras.
Por un momento pensó en los otros clientes. Un cálculo aproximado le dio una factura de medio millón al año, si los exprimía a fondo, si hacía el circuito, algo que no quería hacer, que no deseaba hacer. Sería una deshonra. Había sido un excelente negocio hasta que el bueno de Walter había decidido que no valía la pena vivir a pesar de tener miles de millones. «Joder. Todo por una putilla de mierda…
¡Quinientos mil! Eso era menos de lo que ganaba el pequeño gilipollas de Kirksen. Lord frunció el entrecejo cuando se dio cuenta.
Una vez más giró el sillón, y contempló el cuadro colgado en la pared más lejana. Entre las pinceladas de un artista menor del siglo xix encontró el motivo que reavivó su sonrisa. Le quedaba una opción. Aunque su principal cliente le había dado por el culo, a él todavía le quedaba un filón para explotar. Cogió el teléfono.
Fred Martin empujó el carrito a paso rápido por el pasillo. Era su tercer día de trabajo, y la primera vez que repartía el correo a los abogados de la firma. Martin quería hacer la tarea con rapidez y eficacia. Era uno de los diez mozos contratados por la firma, y ya el supervisor le metía prisa para que cogiera el ritmo. Después de recorrerlas calles durante cuatro meses sin nada más que su licenciatura en historia obtenida en Georgetown, Martin había decidido que la única manera de prosperar era asistir a la facultad de derecho. ¿Y qué mejor lugar para calibrar las posibilidades de esa carrera que uno de los más prestigiosos bufetes de la ciudad? Las innumerables entrevistas de trabajo le habían convencido de que nunca era demasiado tarde para intentar algo nuevo.
Consultó el plano con los nombres de los abogados escritos en cada uno de los cuadrados que marcaban la oficina de dicha persona. Martin había cogido el plano de la mesa de su despacho, sin darse cuenta de que la versión actualizada estaba sepultada debajo de una pila de cinco mil páginas correspondientes a una operación multinacional, que tendría que encuadernar esa tarde.
Dio la vuelta en una esquina, se detuvo y miró la puerta cerrada. Hoy todas las puertas estaban cerradas. Cogió el paquete de Federal Express, verificó el nombre en el plano, y lo comparó con el que figuraba en la etiqueta del paquete. Era el mismo. No había ninguna placa con el nombre del ocupante de la oficina. Esto le confundió.
Llamó, esperó un momento, volvió a llamar y después abrió la puerta.
Asomó la cabeza. El lugar era una leonera. Había cajas por todas partes, ningún mueble estaba en su sitio. Había papeles dispersos sobre la mesa. La primera intención fue llamar al supervisor. Quizás había un error. Miró la hora. Llevaba diez minutos de retraso. Cogió el teléfono y llamó al supervisor. No obtuvo respuesta. Entonces vio la foto de la mujer sobre la mesa. Alta, rubia, muy bien vestida. Esta tenía que ser la oficina del tipo. Sin duda se estaba instalando. ¿Quién iba a dejar la foto de una chica tan guapa olvidada en una mesa? Tras esta deducción, Fred dejó el paquete sobre el sillón del escritorio, donde el destinatario tendría que encontrarlo por narices. Cerró la puerta al salir.
– Lamento mucho lo de Walter, Sandy. Te lo juro. -Jack contempló la vista panorámica de la ciudad. Un ático en la parte alta. El lugar debía costar una fortuna y otro tanto se había invertido en la decoración. Por todas partes había cuadros originales, sillones de cuero y esculturas. Dedujo que no había muchos Sandy Lord en el mundo y que debían tener una casa en alguna parte.
Lord se sentó junto al fuego que ardía en el hogar. Vestía una bata de lana con dibujos de colores vivos y pantuflas de cuero. La lluvia azotaba la cristalera. Jack se acercó al fuego, su mente parecía crepitar y saltar al compás de las llamas; una chispa cayó sobre el suelo de mármol y se apagó al cabo de un instante. Jack agitó el contenido de su copa mientras miraba a su socio.
La llamada no le había pillado por sorpresa. «Tenemos que hablar, Jack, cuanto antes mejor para mí. En mi casa…
A su llegada, el viejo mayordomo de Lord se hizo cargo de su abrigo y de los guantes y desapareció discretamente en las profundidades de la casa
Los dos hombres se encontraban en el estudio revestido en caoba, un lujoso refugio masculino que Jack envidió con un sentimiento de culpa. La imagen de una mansión de piedra apareció por un momento en su cabeza. Tenía una biblioteca muy parecida a esta. Con un esfuerzo prestó atención a Lord.
– Me han jodido, Jack.
A Jack le entraron ganas de sonreír al escuchar las primeras palabras de Lord. Apreciaba el candor del hombre. Pero se contuvo. El tono en la voz de Lord exigía un poco de respeto.
– La firma saldrá adelante, Sandy. No vamos a perder muchos más. Subarrendaremos alguno de los pisos, no es tan grave.
Lord se levantó y fue al bar bien provisto instalado en un rincón. Llenó la copa hasta el borde y se la bebió sin respirar.
– Perdona, Jack, quizá no me he expresado con la suficiente claridad. La firma ha recibido un golpe, pero no tan fuerte como para hundirla. Tienes razón, Patton, Shaw sobrevivirá. Pero yo me refiero a si Patton, Shaw y Lord vivirán para luchar otro día.
Lord cruzó la habitación y se dejó caer sobre el sofá de cuero. Jack siguió con la mirada la hilera de tachones de latón que ribeteaban el mueble. Bebió un trago mientras observaba el rostro obeso de su socio. Los ojos parecían dos rajas en la cara.
– Tú eres el líder de la firma, Sandy, no veo que eso haya cambiado aunque tu lista de clientes haya sufrido un golpe.
Lord gimió desde su posición horizontal.
– ¿Un golpe? ¿Un golpe? Me han metido una bomba atómica en el culo. El campeón del mundo de los pesos pesados no podría haberme golpeado más fuerte. Me han noqueado. Rondan los buitres, y vienen a por mí; el cerdo relleno con una manzana en la boca y la diana en el culo.
– ¿Kirksen?
– Kirksen, Packard, Mullins, el cabrón de Townsend. Sigue contando, Jack, hasta acabar con la lista de socios. Debo admitir que mantengo una extraña relación odio-odio con mis socios.
– Pero no con Graham, Sandy. No con Graham.
Lord se incorporó un poco, se sujetó del respaldo para mirar a Jack.
El joven se preguntó por qué le caía tan bien este hombre. La respuesta quizás estaba en la comida en Fillmore’s. Nada de rollos. Un baño en el mundo real que había significado la lección más importante de su vida. Ahora el hombre estaba metido en problemas. Jack tenía los medios para protegerle. Mejor dicho, quizá los tenía; sus relaciones con los Baldwin no eran muy sólidas en este momento.
– Sandy, si van a por ti, primero tendrán que enfrentarse conmigo. -Ya estaba, lo había dicho. Y no mentía. También era verdad que Lord le había dado la oportunidad de estar con los tipos importantes, le había arrojado directamente al fuego. Pero ¿qué otra manera había para saber si valías o no? La experiencia tenía un precio.
– Nos encontraremos nadando en aguas muy revueltas, Jack.
– Soy buen nadador, Sandy. Además, no mires esto como algo únicamente altruista. Tú eres una inversión en la firma de la que soy socio. Tú eres el que consigue el trabajo. Ahora estás pasando por un bache, pero te recuperarás. Te apuesto quinientos dólares a que en menos de un año vuelves a ser el número uno. No pretendo perder al tipo que trae el dinero.
– No olvidaré esto, Jack.
– No dejaré que lo olvides.
Jack se marchó. Lord cogió la botella para servirse otra copa pero no lo hizo. Miró las manos temblorosas y dejó la botella y la copa en el bar. Alcanzó a llegar al sofá antes de que se le aflojaran las piernas. El espejo encima de la chimenea reflejó su imagen. Hacía veinte años que no lloraba. Desde la muerte de su madre. Pero ahora lloraba a mares. Había llorado por su amigo, Walter Sullivan. Durante años, Lord se había obligado a creer que el hombre no era más que un cheque millonario a final de mes. El precio de aquel engaño lo había pagado en el funeral, cuando Lord lloró con tanta emoción que tuvo que permanecer en el coche hasta la hora de enterrar a su amigo.
Ahora se frotó las mejillas otra vez para secarse las lágrimas. Maldito cabrón. Lord lo había planeado todo hasta el último detalle. Su discurso sería perfecto. Había pensado en todas las respuestas posibles excepto la que había recibido. Se había equivocado. Había supuesto que Jack haría lo mismo que habría hecho él en la misma situación: conseguir todo tipo de ventajas a cambio del enorme favor que pedía.
No era sólo culpa lo que sentía. Era vergüenza. Lo comprendió mientras le entraban náuseas y se inclinaba para vomitar sobre la alfombra. Vergüenza. Era algo que tampoco sentía desde hacía mucho tiempo. Cuando acabó de vomitar y se miró al espejo, Lord se prometió a sí mismo que no defraudaría a Jack. Volvería a situarse en la cumbre. Y no olvidaría.