Alan Richmond se arregló la corbata y se sirvió una copa en la limusina que le llevaba de regreso a la ciudad. Pensó en los titulares de los periódicos. Los periodistas de las grandes cadenas de televisión estarían impacientes por entrevistarle, y él los aprovechada al máximo. Mantendría la actividad habitual del día. El presidente firme como una roca. Disparaban a su alrededor y él ni pestañeaba, continuaba con su cometido de gobernar al país, de liderar a la gente. Se imaginaba las encuestas. Subirían diez puntos. Todo había sido muy fácil. ¿Cuándo iba a enfrentarse a un auténtico reto?
Bill Burton miró al presidente. Luther Whitney acababa de morir atravesado por una bala capaz de destrozar a un elefante, y el tipo se estaba tomando un copa tan tranquilo. Burton sintió náuseas. Y esto todavía no había acabado. Nunca olvidada lo ocurrido, pero quizás aún llegada a vivir el resto de sus años como un hombre libre. Un hombre respetado por sus hijos, aunque él ya no se respetaba a sí mismo.
Mientras continuaba mirando al presidente, Burton pensó que el muy hijo de puta parecía orgulloso de sí mismo. Había visto antes esta serenidad en medio de una violencia extrema y calculada. Ningún remordimiento por el sacrificio de una vida humana. Al contrario: sensación de euforia, de triunfo. Recordó las marcas en el cuello de Christine Sullivan, la mandíbula rota, los terribles sonidos que había oído al otro lado de las puertas de otros dormitorios. El hombre del pueblo.
Burton recordó la reunión con Richmond en la que había informado a su jefe de todos los hechos. Aparte de ver sufrir a Russell no había sido una experiencia agradable.
Richmond les había mirado. Burton y Russell sentados uno al lado del otro. Collin de pie junto a la puerta. Estaban reunidos en los alojamientos privados de la familia presidencial. Una parte de la Casa Blanca vedada al público. El resto de la familia estaba de vacaciones. Mejor así. El miembro más importante no estaba de buen humor.
El presidente, por fin, conocía todos los hechos. El más grave era que un abrecartas manchado de sangre y con sus huellas digitales estaba en poder del intrépido ladrón, testigo ocular. Richmond se había quedado de una pieza cuando Burton se lo dijo. Mientras el agente pronunciaba las palabras, Richmond se había vuelto para mirar a Gloria Russell.
Cuando Collin mencionó que Russell le había ordenado que no limpiara el abrecartas, el presidente se dirigió amenazador hacia la jefa de gabinete, que se hundió en la silla como si quisiera fundirse con el tapizado. La mujer acabó por taparse los ojos con las manos. La blusa estaba manchada en las axilas de sudor.
Richmond volvió a sentarse. Había mirado a través de la ventana mientras masticaba el cubito del cóctel. Todavía llevaba la ropa que había vestido en una recepción pero había deshecho el nudo de la corbata. Sin dejar de mirar por la ventana había preguntado:
– ¿Durante cuánto tiempo, Burton?
– ¿Quién lo sabe? -contestó Burton, que dejó de mirar al suelo-. Quizá para siempre.
– Puedes ser más preciso. Quiero tu opinión profesional.
– No tardará mucho. Ahora tiene un abogado. En algún momento encontrará la manera de decírselo a alguien.
– ¿Tenemos alguna idea de dónde está el objeto?
– No, señor. -Burton se frotó las manos inquieto-. La policía buscó en la casa, en el coche. Si hubieran encontrado el abrecartas me habría enterado.
– ¿Pero saben que falta de la casa de Sullivan?
– La policía está enterada de su importancia. Si aparece sabrán qué hacer con él.
El presidente se levantó. Se entretuvo unos instantes pasando los dedos por la colección de figurillas góticas de su esposa que estaban sobre una mesa. A él le parecían muy feas. Junto a las figurillas se hallaban las fotos de la familia. No se fijó en los semblantes. Lo único que veía en los rostros eran las ruinas de su gobierno. Su rostro parecía enrojecer ante la conflagración invisible. La historia estaba a punto de ser reescrita, y todo por culpa de un ratero cabrón y una jefa de gabinete tan estúpida como ambiciosa.
– ¿Sabemos a quién contrató Sullivan?
Una vez más le tocó responder a Burton. Russell ya no era una igual. Collin sólo estaba allí para hacer lo que le mandaran.
– Podría ser cualquiera en una lista de veinte o treinta profesionales de primera. De todos modos, ya no estará por aquí.
– ¿Pero se lo has insinuado a nuestro detective?
– Sabe que usted le dijo a Walter Sullivan «con toda inocencia» dónde y cuándo. El tipo es muy listo; con eso tiene suficiente.
Richmond cogió de pronto una de las figurillas y la arrojó contra la pared donde se hizo pedazos. Las esquirlas de cristal volaron por toda la habitación; la expresión de odio y rabia en el rostro del presidente atemorizó incluso a Burton.
– ¡Maldita sea, si no hubiera fallado, todo habría salido perfecto!
Russell miró los trozos de cristal en la alfombra. Ahí estaba su vida. Tantos años de estudio, de esfuerzos, de semanas de cien horas. Para esto.
– La policía investigará a Sullivan. Me aseguré de que el detective a cargo del caso comprendiera su posible participación -añadió Burton-. Pero aunque sin duda es el sospechoso más obvio, Sullivan lo negará todo. No tengo muy claro de qué nos servirá todo esto, señor.
Richmond comenzó a caminar arriba y abajo por la habitación. Podía estar preparando un discurso o disponiéndose a estrechar las manos de un pelotón de boy scouts de algún estado del medio oeste. En realidad, pensaba en cómo matar a alguien de forma tal que ni la más leve sombra de sospecha recayera sobre él.
– ¿Qué pasará si lo intenta otra vez? ¿Ahora con éxito? -¿Cómo podemos controlar los actos de Sullivan? -preguntó el agente, intrigado.
– Haciéndolo nosotros.
Nadie dijo nada por un par de minutos. Russell miró incrédula a su jefe. Toda su vida acababa de irse a tomar viento y ahora se veía obligada a participar en una conspiración para cometer un asesinato. Había estado aturdida emocionalmente desde que había comenzado todo esto, convencida de que las cosas no podía ser peores. Ahora comprobaba su equivocación.
– No sé si la policía se cree que Sullivan pueda estar loco -aventuró Burton-. Sin duda sabe que se husmean algo, aunque no se lo puedan probar. Si nos cargamos a Whitney, no tengo muy claro que vayan a por él.
El presidente dejó de moverse. Se detuvo delante de Burton.
– Dejemos que la policía llegue a esa conclusión, si es que llega.
La realidad era que Richmond ya no necesitaba a Walter Sullivan para mantenerse en la Casa Blanca. Quizá lo más importante era que así se libraría de respaldar el trato de Sullivan con Ucrania en contra de los intereses rusos; una decisión que cada día era más arriesgada. Si Sullivan se veía implicado incluso de forma remota en la muerte del asesino de su esposa, ya no haría más negocios a escala mundial. Richmond le retiraría su apoyo con toda discreción. La gente que contaba comprendería la retirada silenciosa.
– ¿Alan, quieres que Sullivan cargue con la responsabilidad de una sesinato? -Esta era la primera vez que Russell decía algo desde el inicio de la reunión. Su rostro reflejaba el asombro que sentía.
Richmond la miró sin disimular su desprecio.
– Alan, piensa en lo que dices. Se trata de Walter Sullivan, no de un ratero muerto de hambre que no le importa nada a nadie.
Richmond sonrió. La estupidez de la mujer le resultaba graciosa. Ella que se había mostrado tan brillante, tan capaz cuando él le dio el cargo. Se había equivocado. Hizo unos cálculos aproximados. En el mejor de los casos había una posibilidad de cinco a uno de que Sullivan resultara acusado por el asesinato. En circunstancias similares, Richmond habría aceptado esa posibilidad. Sullivan era un tipo listo, sabía cuidar de sí mismo. ¿Y si fallaba? Bueno, para eso estaban las cárceles. Miró a Burton.
– ¿Burton, lo has entendido?
El agente no respondió.
– Estabas dispuesto a matar al tipo, Burton -añadió el presidente, con voz enérgica-. En lo que a mí respecta, lo que está en juego no ha cambiado. De hecho, la situación es más grave. Para todos nosotros. ¿Lo entiendes, Burton? -Richmond hizo una pausa, y después repitió la pregunta.
– Lo comprendo -contestó Burton en voz baja.
Durante las dos horas siguientes se dedicaron a trazar los planes. En el momento que los dos agentes del servicio secreto y Russell se disponían a salir, el presidente miró a la mujer.
– Dime una cosa, Gloria, ¿qué pasó con el dinero?
– Fue donado en forma anónima a la Cruz Roja -respondió Russell sin vacilar-. Tengo entendido que una de las mayores donaciones que han recibido en toda su historia.
Se cerró la puerta y el presidente sonrió. «Bonita jugada, Luther Whitney. Disfrútala mientras puedas, maldito cabrón.»