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– ¿Tienes un minuto, Jack?

Jack vaciló. El hombre y sus pajaritas le irritaban, y sabía muy bien por qué. Cortés hasta lo absurdo, Kirksen le habría tratado como basura si no fuera porque él tenía un cliente que aportaba millones en trabajo. Además, Jack sabía que Kirksen deseaba con toda el alma tratarle como si fuera basura, y esperaba ansioso tener la oportunidad.

– Ya me iba. Desde hace un tiempo que no paro.

– Lo sé. -Kirksen sonrió-. No se habla de otra cosa en esta casa. Sandy tendrá que andarse con ojo. Por lo que se ve, Walter Sullivan está loco por ti.

Jack sonrió para sí mismo. Lord era la única persona a la que Kirksen deseaba darle la patada más que a Jack. Lord sin Sullivan sería vulnerable. Jack leyó los pensamientos del socio gerente de la firma con toda claridad.

– No creo que Sandy tenga ningún motivo de preocupación.

– Desde luego que no. Sólo será un par de minutos. Sala de conferencias número uno. -Kirksen se marchó tan deprisa como había aparecido.

¿Qué diablos pasa ahora?, se preguntó Jack. Recogió el abrigo y mientras atravesaba el vestíbulo se cruzó con un par de asociados que le miraron de reojo. Su curiosidad fue en aumento.

Las puertas corredizas de la sala de conferencias estaban cerradas, algo poco habitual a menos que hubiera alguna reunión. Jack deslizó una de las puertas. La sala a oscuras se iluminó de pronto, y Jack miró asombrado al encontrarse con una fiesta en marcha. La pancarta en la pared más lejana decía: ¡felicidades, socio!

Lord oficiaba de anfitrión delante de la mesa cubierta de bebidas y platos exquisitos. Jennifer estaba allí en compañía de sus padres.

– Estoy orgullosa de ti, cariño. -La joven ya había consumido varias copas. La mirada tierna y las caricias le avisaron a Jack que esta noche seria de fábula.

– Tenemos que estar agradecidos a tu padre por esto.

– Ah, ah, amor mío. Si no estuvieses haciendo un buen trabajo, papá ya te habría dado puerta. Acepta tus méritos. ¿Crees que Sandy Lord y Walter Sullivan son fáciles de conformar? Cariño, has encantado a Sullivan, incluso sorprendido, y sólo hay un puñado de abogados que lo han hecho.

Jack acabó la copa y pensó en la afirmación. Parecía creíble. Se había marcado un tanto con Sullivan, y ¿quién podía decir que Ransome Baldwin no se hubiese llevado sus asuntos a otra parte si Jack no hubiese dado la talla?

– Quizá tengas razón.

– Desde luego que tengo razón. Si esta firma fuese un equipo de fútbol te habrían elegido el mejor jugador del año. -Jennifer cogió otra copa y rodeó la cintura de Jack con el brazo-. Y además, ahora podrás pagar el estilo de vida que estoy acostumbrada a llevar. -Le pellizcó el brazo.

– Acostumbrada. ¡Genial! Vives así desde que naciste. -Se dieron un beso fugaz.

– Anda y alterna, machote. -Jennifer fue en busca de sus padres.

Jack echó una mirada a la sala. Todos los presentes eran millonarios. Él era el más pobre, pero sus perspectivas superaban las de todos ellos. Su sueldo base acababa de cuadruplicarse. La participación en los beneficios anuales duplicaría esa cantidad. Pensó que ahora él también era, técnicamente, un millonario. ¿Quién lo hubiese dicho, cuando cuatro años atrás pensaba que un millón de dólares era más dinero del que podía existir en el mundo?

No se había hecho abogado para hacerse rico. Había trabajado más que nunca durante años por calderilla. Pero tenía derecho, ¿no? Este era el típico sueño americano, ¿verdad? Entonces, ¿qué tenía de malo este sueño que te hacía sentir mal cuando lo conseguías?

Sintió que un brazo pesado le rodeaba los hombros. Se volvió y se encontró ante Sandy Lord, que le miraba con los ojos enrojecidos.

– ¿Te sorprendimos, eh?

Jack asintió. El aliento de Sandy olía a una mezcla de alcohol y rosbif. Le recordó el primer encuentro que tuvieron en Fillmore’s, un recuerdo poco agradable. Se distanció sutilmente del socio borracho.

– Mira esta sala, Jack. No hay ni una sola persona, con la posible excepción del que habla, que no desee estar en tus zapatos.

– Resulta un tanto sorprendente. Todo ocurrió tan de prisa… -Jack hablaba más para sí mismo que para Lord.

– Coño, estas cosas siempre son así. Pero unos pocos afortunados, van de la nada a la gloria en cuestión de segundos. El éxito inesperado es sólo eso: inesperado. Pero por ello es tan satisfactorio. Por cierto, deja que te estreche la mano por cuidar tan bien de Walter Sullivan.

– Con mucho gusto, Sandy. Me gusta el tipo.

– Ah, antes de que me olvide. El sábado haré una pequeña reunión en mi casa. Vendrán algunas personas que te convendría conocer. A ver si consigues convencer a tu hermosa media naranja para que te acompañe. Quizás encuentre algunas oportunidades para hacer negocio. Esa chica es un lince, como su padre.

Jack estrechó la mano de cada uno de los socios presentes, a algunos más de una vez. A las nueve de la noche, él y Jennifer se fueron a casa en la limusina de la compañía de la joven. A la una de la madrugada ya habían hecho el amor dos veces. A la una y media Jennifer dormía profundamente.

Jack no.

Estaba junto a la ventana mirando los primeros copos de nieve que comenzaban a caer. Un frente de tormentas se había instalado en la zona aunque no se esperaban nevadas copiosas. Pero Jack no pensaba en el tiempo. Miró a Jennifer. Vestía un camisón de seda, y se acurrucaba entre las sábanas de satén, en una cama tan grande como el dormitorio de su apartamento. Contempló a sus viejos amigos los murales. Su nueva casa estaría lista para Navidad, aunque la muy respetable familia Baldwin nunca permitiría la cohabitación abierta hasta que se intercambiaran los votos. Los interiores los estaban rehaciendo bajo la estrecha supervisión de su prometida para acomodarlos a sus gustos particulares y para proyectar firmemente las afirmaciones personales de cada uno, aunque no sabía qué diablos debía ser eso. Mientras estudiaba los rostros medievales pensó que probablemente se reían de él.

Acababan de hacerle socio de la firma de abogados más prestigiosa de la ciudad, estaba en boca de algunas de las personas más influyentes de la nación, cada una de ellas dispuesta a hacer todo lo posible en pro de su meteórica carrera. Lo tenía todo. Desde la hermosa princesa al suegro rico pasando por su santo aunque despiadado mentor y dinero en el banco. Con toda una legión de poderosos a sus espaldas y un futuro sin límites, Jack nunca se había sentido tan solo como esta noche. Y a pesar de toda su fuerza de voluntad, no podía dejar de pensar en un viejo asustado y furioso y en su hija agotada emocionalmente. Con esas dos bellezas rondándole en la cabeza observó en silencio la suave caída de los copos de nieve hasta que asomaron las primeras luces del alba.

La anciana miró a través de las polvorientas cortinas venecianas de la sala de estar el coche negro que se detuvo delante de la casa. La artritis que le deformaba las rodillas le impedía casi cualquier movimiento más allá de levantarse de la silla. Tenía la espalda doblada y los pulmones apenas tenían un poco de tejido útil después de cincuenta años de alquitrán y nicotina. No le quedaba mucha vida; su cuerpo la había llevado todo lo lejos que había podido. Más de lo que había vivido su hija.

Acarició la carta que guardaba en el bolsillo de la vieja bata rosa, que no alcanzaba a tapar del todo los tobillos rojos y llagados. Sabía que vendrían en algún momento. Después de que Wanda regresara de la comisaría, ella sabía que sólo era cuestión de tiempo para que ocurriera algo así. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando recordó las últimas semanas.

«Fue culpa mía, mamá.» Su hija había estado sentada en la cocina diminuta donde, durante la infancia, había ayudado a la madre a preparar rosquillas y envasar tomates y judías verdes cosechadas en el huerto de detrás de la casa. Ella había repetido las mismas palabras una y otra vez inclinada sobre la mesa, el cuerpo convulsionado con cada palabra. Edwina había intentado razonar con su hija, pero carecía de la elocuencia necesaria para atravesar el manto de culpa que rodeaba a la mujer delgada que había comenzado la vida como un bebé regordete de pelo negro y piernas arqueadas. Le había mostrado a Wanda la carta pero no había servido de nada. Estaba más allá de la capacidad de la anciana conseguir que la hija lo comprendiera.

Ahora ella ya no estaba y había venido la policía. Y ahora Edwina debía hacer lo correcto. A los ochenta y un años y temerosa de Dios, Edwina le mentiría a la policía, que era la única cosa que podía hacer.

– Siento mucho lo de su hija, señora Broome. -A la anciana las palabras de Frank le sonaron sinceras. Una lágrima se deslizó por los surcos profundos del rostro.

El policía le dio la nota que había dejado Wanda y Edwina la leyó utilizando una lupa que tenía sobre la mesa al alcance de la mano. Miró el rostro ansioso del detective.

– No me imagino en que pensaba cuando escribió esto.

– ¿Sabe que se cometió un robo en la casa de los Sullivan? ¿Que Christine Sullivan fue asesinada por el que cometió el robo?

– Me enteré por la televisión inmediatamente después de que ocurrió. Aquello fue terrible. Terrible.

– ¿Su hija le habló en algún momento de lo ocurrido?

– Desde luego. Estaba muy trastornada. Ella y la señora Sullivan se llevaban muy bien, realmente bien. La destrozó.

– ¿Por qué piensa que se suicidó?

– Si pudiera decírselo, se lo diría.

Dejó flotando la afirmación ambigua delante de la cara de Frank hasta que él guardó la nota.

– ¿Le comentó algo su hija respecto el trabajo que pudiera arrojar alguna luz sobre el asesinato?

– No. Le gustaba mucho el trabajo. Decía que la trataban muy bien. Vivir en aquella casa tan grande era extraordinario.

– Señora Broome, tengo entendido que Wanda tuvo problemas con la ley hace algún tiempo.

– Hace mucho tiempo, detective. Hace mucho tiempo. Y desde entonces vivió siempre como una persona honrada. -Edwina Broome entrecerró los ojos y apretó los labios mientras miraba a Seth Frank.

– No me cabe la menor duda -se apresuró a añadir Frank-. ¿Wanda trajo a casa a alguien durante los últimos meses? ¿Alguien que quizás usted no conocía?

Edwina sacudió la cabeza. No era necesario mentir.

Frank la miró durante un buen rato. Los ojos enfermos de cataratas le devolvieron la mirada.

– Tengo entendido que su hija se encontraba fuera del país cuando ocurrió el incidente.

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