Russell le trajo la cerveza y después se agachó para esponjar uno de los almohadones del sofá antes de sentarse, ocasión que Collin aprovechó para mirarle el trasero mientras se bebía un trago. Ella le sonrió y probó con delicadeza la copa de vino.
– ¿Cuánto tiempo lleva en el servicio, Tim?
– Unos seis años.
– Ha ascendido deprisa. El presidente tiene muy buena opinión de usted. Nunca olvidará que le salvó la vida.
– Se lo agradezco.
Ella bebió otro trago de vino mientras le miraba de arriba abajo. Él estaba sentado muy erguido, sin disimular su inquietud. Russell acabó de valorarlo y reconoció estar impresionada. Su interés no había pasado inadvertido para el agente que ahora paseaba su mirada por la sala contemplando los numerosos cuadros que adornaban las paredes.
– Muy bonitos. -Collin señaló los cuadros.
Ella sonrió mientras le veía beber deprisa la cerveza.
«Tú sí que eres bonito», pensó Russell.
– Vamos a sentarnos en un sitio más cómodo, Tim. -Russell dejó el sofá y llevó a Tim por un pasillo largo y angosto hasta otra sala. Un mecanismo automático encendió las luces, y Collin vio que al otro lado de una puerta entreabierta estaba el dormitorio de la jefa de gabinete-. ¿Le molesta si me tomo un minuto para cambiarme? Llevó desde la mañana con este vestido.
Collin la observó mientras ella entraba en el dormitorio sin molestarse en cerrar la puerta. Desde donde estaba sentado se veía parte de la habitación. Miró hacia otro lado en un intento por concentrar su atención en los dibujos de la pantalla de la chimenea antigua que no tardaría mucho en ser utilizada. Acabó la cerveza y en el acto deseó tomar otra. Se recostó en los mullidos almohadones. Intentó en vano no escuchar los ruidos provenientes del dormitorio. Por fin, no resistió más. Volvió la cabeza y miró a través de la abertura. En el primer instante no vio nada y lo lamentó, pero después ella pasó por delante de la abertura.
Fue sólo un momento, mientras ella se demoraba a los pies de la cama, para recoger una prenda. Ver a la jefa de gabinete Gloria Russell desfilar desnuda ante su mirada le estremeció, aunque ya se esperaba esto, o alguna cosa parecida.
Ahora que ya sabía cuál era la actividad de la noche, Collin desvió la mirada, quizá no tan rápido como, hubiese deseado. Lamió la tapa de la lata de cerveza para recoger las últimas gotas del líquido ámbar. Sintió la presión de la culata de su nueva arma contra el pecho. El roce del metal contra la piel siempre le daba confianza, pero esta vez sólo le molestaba.
Pensó en las reglas de fraternización. En más de una ocasión se había dado el caso de que los miembros de la familia presidencial habían establecido relaciones muy cercanas con los agentes del servicio secreto. A lo largo de los años se habían comentado muchas cosas, pero la postura oficial al respecto era bien clara. Si al agente Collin le descubrían en esta habitación con la jefa de gabinete desnuda en el dormitorio, ya se podía despedir de su carrera.
Hizo un rápido análisis de la situación. Podía marcharse ahora mismo, informar a Burton de los hechos. Pero ¿qué pensarían? Russell lo negaría todo. Collin quedaría como un tonto, y su carrera se habría acabado de todos modos. Ella le había traído aquí por alguna razón. Había dicho que el presidente necesitaba su ayuda. Se preguntó a quién estaría ayudando en realidad. Y por primera vez el agente Collin se sintió atrapado. Atrapado en una situación donde su fuerza, su ingenio y su pistola de 9 mm no le servían para nada. Intelectualmente no era rival para la mujer. En la pirámide del poder oficial él estaba tan abajo que era mirar desde el fondo de un abismo a través de un telescopio al revés. Esta sería una noche muy larga.
Walter Sullivan se paseaba arriba y abajo mientras Sandy Lord le observaba. Una botella de whisky ocupaba un lugar destacado en una esquina de la mesa de Lord. En el exterior, el resplandor mortecino de las farolas apenan disipaba en parte la oscuridad. Otra vez hacía calor y Lord había ordenado que no apagaran el aire acondicionado en Patton, Shaw para su invitado especial de esta noche. El visitante dejó de pasearse y miró a la calle donde media docena de manzanas más allá se alzaba el conocido edificio blanco que era el hogar de Alan Richmond, y una de las claves del gigantesco proyecto de Sullivan y Lord. Pero esta noche Sullivan no pensaba en los negocios. En cambio, Lord sí aunque era demasiado astuto como para demostrarlo. Esta noche estaba aquí por su amigo. Para escuchar la pena, el dolor, para permitir que Sullivan descargara el desconsuelo ante la pérdida de su putilla. Cuanto antes acabaran con este asunto, antes podría ocuparse de aquello que era de verdad importante: el siguiente negocio.
– Fue un servicio precioso, la gente lo recordará durante mucho tiempo. -Lord escogió las palabras con mucho cuidado. Walter Sullivan era un viejo amigo, pero era una amistad basada en la relación abogado-cliente, y, en consecuencia, en cualquier momento podía cambiar. Además, Sullivan era la única persona capaz de ponerle nervioso, se escapaba de su control, y era tanto o más inteligente que él.
– Sí, lo fue. -Constató Sullivan sin apartar la mirada de la calle. Creía haber convencido a la policía de que el espejo de una sola dirección no tenía ninguna relación con el crimen. Si estaban convencidos del todo o no era otra cosa. En cualquier caso había resultado un momento muy embarazoso para un hombre no acostumbrado a justificarse. El detective, Sullivan no recordaba su nombre, no le había tratado con el respeto que se merecía y esto había enojado al anciano. Él se había ganado el respeto de todos. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que Sullivan no tenía ninguna confianza en la capacidad de la policía local para encontrar a los responsables del crimen.
Meneó la cabeza al pensar otra vez en el espejo. Al menos, no se lo habían dicho a los periodistas. Eso hubiese sido algo intolerable. El espejo había sido idea de Christine. Pero reconocía que él le había seguido el juego. Ahora, al recordarlo, le parecía absurdo. Al principio le había fascinado ver a su esposa con otros hombres. Ya había superado la edad para poder satisfacerla por sí mismo, pero no podía negarle los placeres físicos. Pero todo había sido ridículo, incluido el matrimonio. Ahora lo comprendía. Un intento por recuperar la juventud. Había olvidado que la naturaleza no se rendía ante nadie, por muy rico que fuera. Estaba avergonzado y furioso. Por fin se volvió para mirar a Lord.
– No me merece mucha confianza el detective a cargo. ¿Cómo hacemos para que intervengan los federales?
Lord dejó la copa, cogió un puro de la caja oculta en los recovecos de la mesa y se entretuvo con el papel del envoltorio.
– El homicidio de un particular está fuera de la competencia de una investigación federal.
– Richmond se ha involucrado.
– Pura palabrería, si me lo preguntas.
– No -replicó Sullivan-. Parecía preocupado de verdad. -Quizá. No cuentes con que esa preocupación le dure mucho. Tiene que ocuparse de un millón de cosas más.
– Quiero que detengan a los responsables, Sandy.
– Lo comprendo, Walter. No hay nadie que lo entienda mejor. Les atraparán. Tienes que ser paciente. Esos tipos no eran rateros de tres al cuarto. Sabían lo que hacían. Pero todo el mundo comete errores. Recuerda lo que te digo, los juzgarán.
– ¿Y después qué? ¿Cadena perpetua? -preguntó Sullivan, despectivo.
– Es probable que no consideren aplicable la pena de muerte. Por lo tanto pedirán cadena perpetua. Pero sin reducción de condena, Walter, eso puedes darlo por hecho. Nunca más verán el aire libre. Una inyección letal en el brazo puede parecer algo muy apetecible después de unos cuantos años dándote por el culo.
Sullivan se sentó y miró a su amigo. Walter Sullivan no quería participar en ningún juicio donde se revelarían todos los detalles del crimen. Arrugó el gesto al pensar en que todo sería repetido. Unos extraños conocerían los intimidades de su vida y la de su esposa difunta. No lo soportaría. Sólo ansiaba que arrestaran a los hombres. Él se encargaría del resto. Lord acababa de decir que la mancomunidad de Virginia condenaría a cadena perpetua a los culpables. Walter Sullivan decidió aquí y ahora que él le evitaría a la mancomunidad el coste de un encierro tan largo.
Russell se acurrucó en un extremo del sofá, con los pies descalzos ocultos debajo de un amplio jersey de algodón que le llegaba un poco más abajo de las rodillas. El profundo escote ofrecía una buena vista del pecho. Collin se había hecho con otras dos cervezas y le sirvió a Gloria otra copa de vino. Notaba la cabeza un poco caliente, como si dentro ardiera una pequeña hoguera. Se había aflojado la corbata; la chaqueta y la pistola estaban en el otro sillón. La mujer la había tocado cuando él se la quitó.
– Es muy pesada.
– Uno se acostumbra. -Ella no formuló la pregunta que le hacían todos. Gloria sabía que había matado a una persona.
– ¿De verdad estaría dispuesto a recibir un balazo para salvar al presidente? -Gloria le miró con los párpados entrecerrados. «Debo mantener la concentración», se repitió, aunque esto no le había impedido llevar al joven agente hasta el umbral de su cama. Casi había perdido el control, y ahora estaba obligada a hacer un esfuerzo tremendo por recuperarlo. ¿Qué le pasaba? Se enfrentaba a la crisis más grave de su vida y se comportaba como una puta. No tenía por qué enfocar el tema de esta manera. El impulso provenía de otra parte de su ser e interfería en el proceso de toma de decisiones. Era algo que no podía permitir, no en este momento.
Se cambiaría otra vez de ropa, volverían a la sala de estar, o quizás al estudio donde los colores oscuros de la madera y las paredes cubiertas de libros aplastarían cualquier rumor de inquietud.
– Sí -contestó Collin con una mirada firme.
Ella estaba a punto de levantarse pero desistió.
– También estaría dispuesto a recibirlo por usted, Gloria.
– ¿Por mí? -Le falló la voz. Volvió a mirarle con los ojos bien abiertos. Sus planes estratégicos pasaron al olvido.
– Sin pensarlo. Hay muchos agentes secretos y sólo una jefa de gabinete. Así es como funciona. -Él desvió la mirada y añadió en voz baja-: No es un juego, Gloria.
Collin fue a la cocina a buscar otra cerveza. Al volver vio que la mujer se había acercado lo suficiente como para que las rodillas le rozaran el muslo cuando se sentó. Ella extendió las piernas y las apoyó sobre la mesa de centro. El movimiento le subió el jersey dejando al descubierto los muslos rotundos, de un blanco cremoso; los muslos de una mujer mayor y, por cierto, muy atractiva. La mirada de Collin se deleitó con el espectáculo.