– Mike Fallon era zurdo -repitió Kovac-. Si se hubiera suicidado, habría sostenido el arma con la mano izquierda.
Reprodujo los gestos para las personas reunidas en el despacho de Leonard: el propio Leonard, Liska, Elwood y Chris Logan, de la oficina del fiscal del distrito.
– Se aguanta la mano izquierda con la derecha, se mete el cañón de la pistola en la boca y aprieta el gatillo. ¡Bang! Se acabó. Ha muerto. El retroceso aparta los brazos del cuerpo, de modo que el arma puede salir despedida o bien permanecer en la mano en que la sostenía… la izquierda. Pero es imposible que cayera a la derecha de la silla.
– ¿Estás seguro de que era zurdo? -preguntó Logan.
El fiscal parecía haber llegado en volandas del viento ártico, pues tenía el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. Su única ceja le formaba una V oscura sobre los ojos.
– Sí -asintió Kovac-. No sé por qué no me di cuenta al descubrir el cadáver; supongo que porque tenía mucho sentido que Mike se hubiera suicidado.
– Pero su hijo sabía que era zurdo.
– Neil también es zurdo -arguyó Kovac-, de modo que pudo enviar al viejo al otro barrio, apartarse del cuerpo y dejar el arma en el suelo con la mano izquierda, es decir, a la derecha de la silla.
El ceño de Logan se tornó aún más pronunciado.
– Todo es demasiado circunstancial. ¿Tienes alguna otra cosa, como huellas en la pistola, por ejemplo?
– No, en la pistola solo hay huellas de Mike, pero están borrosas, como si alguien hubiera puesto las manos sobre ellas.
– Puede que no se trate de eso. Puede que le sudaran las manos y tuviera que esforzarse por asir el arma con fuerza. Puede que las huellas se difuminaran cuando el arma le resbaló de las manos después de apretar el gatillo.
– Una testigo vio a Neil en el escenario aquella noche -señaló Elwood.
– Y Fallon mintió al respecto -añadió Kovac.
– Pero eso fue dos o tres horas antes de la hora estimada de la muerte, ¿no?
– No se llevaba bien con Mike -aportó su granito de arena Liska-. Albergaba mucho rencor y celos. Mike se negaba a prestarle el dinero que necesitaba, y Fallon reconoce haber discutido con su padre e incluso haberle pegado.
– Pero no haberlo matado.
Kovac masculló un juramento.
– ¿Es eso lo que tenemos que hacer ahora? ¿Servirles a todos los putos delincuentes en bandeja, adornados como pavos de Navidad y con una confesión firmada en el pico?
– Necesito algo más de lo que tiene, o de lo contrario su abogado lo sacará en cinco minutos. Lo único que tiene es el móvil y una oportunidad que no encaja con la opinión de la forense. No tiene pruebas físicas ni testigos. De acuerdo, el tipo le mintió, pero todo el mundo miente a la policía. No tiene suficiente para retenerlo, y yo no tengo suficiente para llevar el caso ante el gran jurado. Si consigue ubicarlo en el escenario de la muerte en el momento en que alguien oyó un disparo, perfecto; o encuentre sangre del viejo en sus zapatos. Algo… lo que sea.
– Si Neil puso las manos sobre las de Mike en el arma, dejaría sus huellas sobre la piel del viejo -señaló Liska.
– Costaría mucho identificarlas -protestó Kovac-. Stone y Lars le cortaron las uñas, examinaron las manos en busca de heridas de defensa…
– Aun así, merece la pena intentarlo -insistió Liska-. Despliega todos tus encantos con ella, Sam.
Kovac volvió los ojos al techo.
– ¿Y qué tal conseguir una orden de registro para su casa, a ver si encontramos los zapatos ensangrentados?
– Redacta la petición y ve a ver al juez Lundquist de mi parte -propuso Logan mientras miraba el reloj-. Yo también tengo ganas de echarle el guante si se cargó a su padre. -Se puso el abrigo-. Pero necesito un caso sólido, porque de lo contrario será otra cagada en la que la prensa podrá cebarse, y no pienso volver a ser el chivo expiatorio de la historia. En fin, tengo que irme. Me esperan en el despacho del juez.
Logan se marchó antes de que nadie pudiera interponer objeción alguna.
– Desventajas de acudir al fiscal con ambiciones políticas -comentó Elwood-. Solo correrá riesgos si sabe que puede ganar.
– Logan es inteligente -afirmó Leonard-. El departamento no puede permitirse otro fracaso.
Traducción: si la jodemos, los peces gordos se merendarán a Leonard, pensó Kovac. Y Ace Wyatt coordinaría el ágape entre bastidores. Y la mierda los salpicaría a él y a Liska. Tal vez Elwood escapara a la tormenta por hallarse un poco al margen del caso.
– Voy a redactar la petición -anunció.
En aquel instante sonó el busca de Liska. Lo cogió para leer el mensaje.
– ¿Enviamos una patrulla del sheriff a casa de Neil Fallon? -preguntó Elwood-. Querrán participar en el registro; es su jurisdicción.
Leonard quiso decir algo, pero Kovac se anticipó, haciendo caso omiso de la autoridad del teniente.
– Llama a Tippen, a ver si nos puede ayudar. Sí nos acompaña alguien de la oficina del sheriff, quiero que sea él.
– Tengo que irme, Sam -dijo Liska-. Ibsen ha vuelto en sí. ¿Me necesitas para el registro?
– No, tranquila.
– Me llamó el supervisor del turno de noche -dijo Leonard antes de que Liska saliera-. Estoy de acuerdo en que asista a Castleton en la investigación del asalto a Ibsen, por si le interesa.
– Gracias, teniente -musitó Liska, intentando sin éxito no mostrar su vergüenza-. Había olvidado decirle que Ibsen es mi informador.
– Si no le importa, cuando vuelva quiero que me ponga en antecedentes acerca de la información que le ha proporcionado.
– Por supuesto. Hasta luego.
Liska se volvió y consiguió lanzar una mirada de desesperación a Kovac.
– Buena suerte, Tinks -le deseó Kovac-. Espero que ese tipo tenga una memoria de elefante y una visión nocturna de la leche.
– Me conformo solo con que sea capaz de hacer algo más que babear.
La expresión «vuelto en sí» resultó ser un poco exagerada. Ibsen había entreabierto un ojo y emitido un gemido. El personal de la UCI del centro médico del condado de Hennepin había reaccionado atiborrándolo de morfina.
Ofrecía un aspecto menudo, frágil y patético ahí tumbado en la cama, envuelto en vendajes y conectado a toda una serie de máquinas. Nadie se sentaba al borde de su cama para rogar a Dios que le salvara la vida. Según el personal de la UCI, no había recibido ninguna visita, a pesar de que su jefe estaba al corriente y sin duda habría comunicado la noticia a sus compañeros del club. Quizá no tenía amigos. Aunque por otro lado, tal vez la idea de que lo hubieran hecho picadillo bastara para disuadir a cualquiera de permanecer en contacto con él.
– ¿Me oye, señor Ibsen? -preguntó por tercera vez.
Ibsen yacía con la cabeza vuelta hacia ella, los ojos abiertos pero desenfocados. Algunas personas afirmaban que las palabras penetraban en el cerebro de las personas más comatosas. ¿Quién era ella para dudarlo?
– Cogeremos a los que le hicieron esto -prometió.
Policías. Se le revolvía el estómago al pensar en ello. Los que habían causado semejantes estragos en aquel cuerpo eran policías. Eran policías quienes habían cometido ese crimen atroz, ese sacrilegio contra los uniformes que vestían. El daño no acababa con Ken Ibsen, sino que se propagaba a la imagen del departamento, a la confianza que la gente debía depositar en las personas a las que pagaban por protegerla. Odiaba a Ogden y Rubel por traicionar esa confianza y socavar su fe en la comunidad policial, que había sido su segundo hogar durante gran parte de su vida.
Liska no era ingenua. Sabía que no todos los polis eran buenos. Había un montón de cabrones paseándose por el mundo placa en ristre. Pero ¿asesinato e intento de asesinato? En lo más hondo de su ser, se resistía a creerlo. Ken Ibsen era la prueba de que no le quedaría más remedio que creerlo.
– Tienen mucho por lo que pagar -musitó antes de salir de la habitación.
Ante la puerta de Ibsen se sentaba un agente uniformado con una revista de pesca sobre el regazo. Era un tipo grueso a la espera de la jubilación o del infarto, dependiendo de lo que llegara antes. Al ver a Liska le dedicó una sonrisita desdeñosa por ser mujer. A Liska le entraron ganas de propinarle una patada, arrancarle la revista de las manos y darle con ella en la cabeza, pero no podía permitirse nada de eso.
– ¿A qué comisaría pertenece, Hess?
– A la tercera.
– ¿Sabe por qué lo han hecho venir al centro?
– Porque estaba disponible para vigilar a este tipo -repuso el agente con un encogimiento de hombros.
Por lo visto, no le interesaba saber por qué no habían asignado la tarea a algún agente del centro. Sencillamente, se alegraba de la oportunidad que se le brindaba de ponerse al día en cebos y anzuelos para peces de río. De hecho, Liska había insistido en traer a alguien de fuera por temor a que la camaradería entre los agentes de su comisaría pusiera en peligro a Ibsen, del mismo modo que el escenario de la muerte de Andy Fallon había quedado comprometido cuando el primer agente en llegar franqueó el paso a Ogden y Rubel. No obstante, no sabía si tener a una bola de sebo como Hess de guardia era mucho mejor.
– ¿Ha venido Castleton? -inquirió.
– No.
– ¿Alguna otra persona del departamento?
– No.
– Si alguien más aparte de médicos y enfermeras entran en esta habitación, quiero que lo notifique de inmediato.
– Vale.
– Si alguien entra en la habitación, me da igual quién sea, mueva el culo y vigile por la ventanilla. Podría haber matado al paciente cinco veces mientras usted leía acerca de las ventajas de la pesca marina sobre la fluvial.
Hess frunció los labios al oír aquello, disgustado por el hecho de que una mujer, sobre todo una mujer que podría ser su hija, le dijera cómo debía hacer su trabajo.
– Y ya que está aquí, ¿por qué no pide un trasplante de personalidad? -masculló Liska al alejarse.
Tomó el ascensor hasta la planta baja pensando en Ogden y Rubel, hasta dónde estarían dispuestos a llegar, si se atreverían a intentar algo en el hospital. Parecía un riesgo demasiado grande, pero si tenían algo que ver con el asesinato de Eric Curtis, si tenían algo que ver con la muerte de Andy Fallon, si estaban dispuestos a hacer a otro ser humano lo que le había sucedido a Ken Ibsen, entonces sus actos no conocerían límites.
Por otro lado, tal vez no quisieran verlo muerto. Ibsen constituía un símbolo más espeluznante vivo, si es que querían hacer entender a la gente que más valía no joderlos. Se preguntó por qué habrían esperado tanto. ¿Por qué no dar una paliza a Ibsen cuando la investigación estaba en marcha? Tal vez Ibsen no los preocupaba tanto como el interés de Liska por reabrir el caso. A fin de cuentas, nadie había apostado por Ken Ibsen hasta entonces.