Liska aparcó en el sendero de entrada sin apenas fijarse en el reloj del salpicadero. En su casa, los sábados por la mañana se dedicaban al hockey infantil. Kyle y R. J. empezaban en la pista de hielo a las seis de la mañana. Liska los había dejado al experto cuidado de un amigo suyo que trabajaba en la brigada de delitos sexuales de la policía de St. Paul y tenía dos hijos en la misma liga que los suyos. Ningún adulto se acercaría a tres metros de ellos con Milo encargado de su vigilancia.
Eran apenas las siete y media, y el sol acababa de salir. Con toda probabilidad, casi todos los moradores de Eden Prairie aún estarían durmiendo la mona después de haberse tomado sus buenas raciones de licor de huevo en las fiestas navideñas de la noche anterior. A Liska le daba igual. No le importaba tener que derribar la puerta y sacar a ese cabrón de la cama a rastras si hacía falta. Iba a hablar con Cal Springer, y Cal Springer iba a escucharla.
Corrió a la puerta principal de la casa demasiado cara y llamó al timbre con insistencia. Lo oía sonar en el interior, donde por lo demás reinaba el silencio. En la calle sin salida no se apreciaba movimiento alguno. Los coches aparcados en los senderos de entrada tenían las ventanillas cubiertas de escarcha. Los jóvenes y escuálidos árboles de los jardines aparecían salpicados de blanco. El aliento de Liska se esparcía en nubéculas por el aire; hacía tanto frío que costaba respirar.
Por fin se abrió la puerta, y en el umbral apareció la señora Springer, ataviada con un camisón de franela y con la boca abierta por el asombro.
– ¿Dónde está? -espetó Liska mientras entraba sin esperar a que la invitaran.
Patsy Springer retrocedió un paso.
– ¿Calvin? ¿Qué…? ¿Qué hace aquí a estas horas? No sé…
Liska le lanzó una mirada que había incitado a más de un criminal curtido a confesar.
– ¿Dónde está?
En aquel momento oyó la voz de Cal procedente de la cocina.
– ¿Quién es, Patsy?
Liska pasó junto a la mujer y hundió una mano en el bolso mientras avanzaba resuelta hacia su objetivo. Cal estaba sentado a una mesa de roble, vestido con la misma ropa que el día anterior y con un desayuno compuesto de huevo pasado por agua y cereales ante él. Al verla abrió los ojos desmesuradamente como un pez fuera del agua.
– ¿Qué haces aquí? -exclamó-. Esta es mi casa, Liska…
Liska sacó las fotografías del bolso y las arrojó sobre la mesa, junto al plato de Springer. El hombre intentó retirar la silla y levantarse, pero Liska lo agarró por el cabello para inmovilizarlo, haciendo caso omiso de su aullido de dolor.
– Estos son mis hijos, Cal -masculló, intentando con todas sus fuerzas no gritar-. ¿Los ves? ¿Ves estas fotos?
– Pero ¿qué te pasa?
– Estoy cabreada. Estos son mis hijos. ¿Sabes quién me ha enviado estas fotografías, Cal? Adivina adivinanza.
– ¡No sé a qué has venido! -gritó Springer mientras trataba de levantarse.
Liska le tiró del cabello con más fuerza. La mujer de Cal estaba bajo la arcada que daba al vestíbulo, retorciéndose las manos con nerviosismo.
– ¡Está loca, Calvin! ¡Está loca!
– Me las han enviado Rubel y Ogden -dijo Liska al tiempo que cogía una de las fotos con la mano libre y se la ponía delante de las narices a Cal-. No puedo demostrarlo, pero lo sé. Y tú te juntas con esa gentuza, Cal. Son la peor escoria, pura mierda que amenaza a niños pequeños. Y tú los proteges. Por lo que a mí respecta, eso te convierte en uno de ellos.
– ¡Calvin! -chilló la mujer-. ¿Quieres que llame a la policía?
– ¡Cállate, Patsy! -ordenó Cal.
– Si alguien le toca siquiera un pelo a uno de estos chicos -siseó Liska-, lo mataré. Lo digo en serio, Cal. Lo destrozaré de tal modo que nadie conseguirá reunir todos los fragmentos. ¿Me has entendido?
Cal intentó zafarse de ella, pero Liska tiró con más fuerza y le golpeó en la frente con los nudillos.
– ¡Ayyy!
– ¡Imbécil hijo de puta! -chilló Liska antes de asestarle otro golpe-. Pero ¿qué coño te pasa? ¿Cómo eres capaz de juntarte con ellos?
Dicho aquello lo soltó de una forma tan repentina que Cal cayó hacia atrás y se arrastró por el suelo como un cangrejo.
– ¡Eres despreciable! -escupió Liska.
Cogió la huevera que contenía el huevo pasado por agua y se la arrojó. Cal alzó los brazos para protegerse, pero cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra uno de los armarios. El impacto sonó como un disparo. La señora Springer profirió un grito.
– Ve a ver a Castleton, pusilánime de mierda -ordenó Liska-. Dile dónde no estabas el jueves por la noche. Ve a Asuntos Internos. Les encantan los mierdas llorones como tú. Entrega a esos animales o convertiré el resto de tu carrera en el peor de los calvarios. Nadie, ¡nadie amenaza a mis hijos impunemente!
Para subrayar sus últimas palabras, le arrojó el cuenco de cereales. Luego recogió las instantáneas y se las guardó de nuevo en el bolso. Springer no se movió mientras los cereales le resbalaban por la mejilla.
Liska respiró hondo para recobrar la compostura y se volvió hacia Patsy Springer.
– Siento haber interrumpido su desayuno -Se disculpó con la voz aún temblorosa por la furia.
La señora Springer emitió una suerte de gritito ahogado y corrió a refugiarse en un rincón.
– No hace falta que me acompañen a la puerta -prosiguió Liska antes de salir de la casa, temblando con tal violencia que le dio la sensación de estar sufriendo un ataque.
Una vez al volante del Saturn, lanzó un profundo suspiro.
– Uf-exclamó en voz alta al arrancar-. Me siento mucho mejor.
¿Porqué se lo has contado? Yo podría haberlo arreglado todo…
¿A qué narices se refería Jocelyn Daring?
Kovac estaba sentado en una pequeña silla en un rincón del dormitorio de Andy Fallon, mirando las musarañas. Rememoró el momento en que Jocelyn Daring entró en el estudio de Pierce, la expresión que se pintaba en sus ojos, la furia. Si él no se lo hubiera impedido, ¿qué le habría hecho a Pierce?
Probablemente debería haberla detenido por lo que había hecho. Las leyes de Minnesota no toleraban ni la más mínima muestra de violencia doméstica. Aun cuando la víctima no quisiera presentar cargos, el estado sí los presentaba. Pero no la había detenido. Un buen abogado podría haber alegado circunstancias atenuantes. Pobre Jocelyn. Tras enterarse de que su prometido había mantenido una relación homosexual, perdió el juicio de forma transitoria y lo atacó. ¿Por qué agravar su situación presentando cargos contra ella?
Pues porque tal vez decidiera acabar la faena empezada.
Se había marchado de la casa por voluntad propia y en silencio, arrastrando una maleta repleta hasta el coche de su madrina de boda, que la esperaba. Steve Pierce había ido en taxi al hospital más próximo para contarles que había resbalado en el hielo y se había abierto la cabeza.
Uno no podía por menos que amar el estilo americano.
Amor…
Kovac intentó desterrar de su mente aquel pensamiento y concentrarse en el escenario de la muerte de Andy Fallon. Esa era una de las razones por las que había ido a su casa, para distraer su mente del golpazo que acababa de liarse con una mujer que lucía galones de teniente y escondía un secreto doloroso. Intentaba no preguntarse cuál sería el origen de su pesadilla, no pensar que lo que había sucedido no era un incidente aislado y que ese era el motivo por el que le había pedido que se marchara, por temor a que volviera a suceder y él insistiera en conocer la causa. Tales eran los pensamientos que pretendía evitar, pensamientos que lo asaltaban una y otra vez pese a que no cesaba de recordarse que debía alejarlos de sí.
Tampoco quería pensar en las sensaciones que había experimentado al hacer el amor con ella, en el increíble sentido protector que lo había embargado mientras la abrazaba tras la pesadilla. Debía concentrarse en el trabajo, lo único que se le daba bien al fin y al cabo. El trabajo nunca lo mandaba a paseo.
El aire seguía impregnado de un vago olor a cadáver. Kovac lo rehuyó metiendo la nariz en la taza de café humeante que llevaba en la mano.
«Supongo que si lo invito a tomar un café prestaré un servicio a la comunidad…»
Por enésima vez apartó de su mente la imagen de Amanda de pie, en el umbral, mirándolo. Tendría que buscarse otra rubia.
Pregunta: ¿Podía Jocelyn Daring haber asesinado al amante de su prometido? Sí. ¿Había tenido ocasión de hacerlo? No lo sabía y no podía preguntárselo. El caso estaba oficialmente cerrado, de modo que no tenía derecho a interrogar a nadie. ¿Había mencionado Pierce si estaba con ella la noche de la muerte de Andy Fallon? Si a Jocelyn se le había presentado la oportunidad y la había aprovechado, ¿cómo lo había hecho? ¿Cómo se las había arreglado para llevar a Fallon a la cama? Nadie había indicado que a Andy le fuera tanto la carne como el pescado. Todo el mundo lo tenía en un concepto demasiado alto para imaginárselo en la cama con la novia de su amante. Ahí residía el problema.
Pensó en los somníferos, las copas de vino en el lavavajillas. Tal vez…
Siguiente pregunta: Si lo había drogado para dejarlo inconsciente, ¿podría haberlo ahorcado? ¿Podría haber levantado el peso muerto de un hombre?
Miró la cama, luego la viga de la que había pendido la soga. Se levantó y fue a sentarse en el borde de la cama antes de levantarse de nuevo y situarse más o menos en el lugar del que había colgado el cadáver. El espejo de cuerpo entero seguía en la misma posición, de forma que las palabras Lo siento aparecían garabateadas a la altura de su vientre. Habían buscado huellas en el espejo, pero no lo habían confiscado como prueba porque no se había cometido delito alguno. Kovac se miró en él e intentó imaginarse a Jocelyn Daring en la cama a su espalda.
Habría sido posible sentar a la víctima en el borde de la cama, colocarle la soga al cuello, izarla con la cuerda y atar el extremo de esta al poste del lecho. Tal vez. ¿Qué pesaba Andy? ¿Entre setenta y siete y ochenta kilos? Ochenta kilos de peso muerto. Jocelyn era fuerte, pero…
Mientras que para una mujer habría representado un esfuerzo ímprobo, para un hombre habría resultado mucho más fácil.
¿Podía Neil haber seguido el mismo procedimiento para matar a su hermano a sangre fría por no prestarle el dinero o por no ser un desgraciado como él o por celos o porque quería castigar a su padre antes de cargárselo también a él?