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Capítulo 4

– Andy Fallon ha muerto.

Liska dio la noticia a Kovac junto a la entrada de las oficinas del Departamento de Investigación Criminal.

Kovac se quedó sin aliento.

– ¿Qué?

– Andy Fallon ha muerto. Un amigo lo encontró esta mañana. Parece un suicidio.

– Dios mío -masculló Kovac, tan desorientado como aquella mañana, al levantarse de la cama con rapidez excesiva para su cabeza dolorida.

Recordó a Mike Fallon, frágil y pálido, recordó sus palabras. Para mí ha muerto.

– Dios mío -repitió.

Liska lo miraba con expresión expectante.

Kovac procuró recobrar la compostura.

– ¿Quién lo lleva?

– Springer y Copeland -repuso su compañera, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la oía-. Bueno, lo llevaban, porque he creído que te interesaría y me he hecho con el asunto.

– No sé si darte las gracias o desear que tus padres hubieran tomado más medidas anticonceptivas -refunfuñó Kovac mientras echaba a andar hacia su cubículo.

– ¿Conocías a Andy?

– A decir verdad, no. Lo había visto un par de veces… Suicidio… Dios, yo no quiero decírselo a Mike.

– ¿Prefieres que se lo diga algún agente de uniforme? ¿O alguien de la oficina del forense? -replicó Liska, desaprobadora.

Kovac lanzó un resoplido y cerró los ojos en un intento de aliviar la carga que acababa de asentarse sobre sus hombros.

– No.

El destino lo había vinculado a Iron Mike muchos años antes y de nuevo la noche anterior. Lo menos que podía hacer era garantizar cierta continuidad al anciano, garantizar que una cara familiar le diera la noticia.

– ¿No crees que deberíamos ocuparnos del tema? -sugirió Liska mientras buscaba con la mirada a Copeland y Springer-. Deberíamos mantener el asunto bajo control, teniendo en cuenta que Andy pertenecía al cuerpo y esas cosas.

– Tienes razón -convino Kovac, observando que la luz del contestador de su teléfono parpadeaba-. Larguémonos antes de que Leonard nos cargue otro de sus asesinatos de mañana.

Andy Fallon vivía en una casa de planta baja y desván al norte del barrio de moda, que recibía el nombre de Zona Alta. La Zona Alta, morada de trepas y gentes a la última, se hallaba al sur del centro, lo cual nunca había tenido sentido para Kovac. Suponía que el concepto de «Zona Alta» era demasiado elegante para tipos de su calaña. El centro comercial era un cúmulo de edificios restaurados y reformados que albergaban cafés, restaurantes finos y cines de arte y ensayo. Las casas situadas en la parte occidental, cerca del lago de las Islas y el lago Calhoun, se vendían a precios exorbitantes. Fallon vivía a suficiente distancia al norte y al este del lugar para poder permitirse el precio de una vivienda con sus ingresos de policía soltero.

Ante la casa vieron aparcados dos coches patrulla. Liska caminaba delante de él, siempre ansiosa por investigar un nuevo caso. Kovac la seguía casi a regañadientes, pues aquel asunto no le hacía ni pizca de gracia.

– Esperen a ver esto -les advirtió el agente uniformado que los recibió en la puerta-. Es de antología.

Hablaba en tono casi sarcástico. Llevaba tanto tiempo trabajando como policía, se había embrutecido de tal modo por la cantidad de cadáveres que había visto a lo largo de su carrera, que aquellos cadáveres ya no eran personas para él, sino tan solo cuerpos. Todos los policías acababan igual, o se apartaban de las calles antes de perder el juicio. La muerte no podía afectarlos de manera personal cada vez que se topaban con ella. Kovac sabía que tampoco él era una excepción, pero aquel caso sería distinto. De hecho, ya lo era.

Liska lanzó al policía la mirada vacua que todos los detectives aprenden a utilizar al inicio de su carrera.

– ¿Dónde está el cadáver?

– En el dormitorio, arriba.

– ¿Quién lo encontró?

– Un «amigo» -repuso el agente, marcando las comillas con los dedos-. Está llorando en la cocina.

Kovac se acercó mucho a él y echó un vistazo a su placa identificativa.

– ¿Se llama usted Burgess?

– Sí -asintió el policía, resistiéndose visiblemente a retroceder ante el acoso.

Liska garabateó su nombre y número de placa en el cuaderno.

– ¿Fue usted el primero en llegar? -preguntó Kovac.

– Sí.

– ¿Y usó esa boquita para hablar con el hombre que encontró el cadáver?

Burgess frunció el ceño con suspicacia.

– Sí…

Kovac se adentró un paso más en el espacio del agente.

– Burgess, ¿es usted siempre tan cretino o solo hoy?

El agente se ruborizó, y sus facciones se tensaron.

– Haga el favor de tener cuidado con lo que dice -ordenó Kovac-. La víctima era policía, al igual que su padre, de modo que un poco de respeto.

Burgess apretó los labios y por fin retrocedió un paso con expresión gélida.

– Sí, señor.

– No quiero que entre nadie a menos que lleve placa o sea de la oficina del forense, ¿queda claro?

– Sí, señor.

– Y quiero un registro del nombre, número de placa, hora de entrada y hora de salida de todas las personas que vengan. ¿Podrá hacerse cargo de eso?

– Sí, señor.

– Huy, huy, eso no le ha gustado nada -murmuró Liska con alegría malsana cuando dejaron a Burgess en la entrada y se dirigieron a la parte posterior de la casa.

– ¿Tú crees? Pues que se joda-replicó Kovac-. ¿Andy Fallon era marica?

– Se dice homosexual -puntualizó Liska-. ¿Y yo qué sé? No me mezclo con esas ratas de Asuntos Internos. ¿Por quién me has tomado?

– ¿De verdad quieres que te lo diga? -bromeó Kovac-. ¿Trabajaba en Asuntos Internos? No me extraña que Mike dijera que el chico estaba muerto para él.

La cocina era de color verde oliva con inmaculados muebles de madera blanca, y en ella reinaba un perfecto orden. Era la cocina de una persona que sabía hacer algo más que poner el microondas. Buen fogón, cacerolas colgadas de una barra de hierro sobre la isleta con mostrador de granito llena de grandes cuchillos en su soporte…

En el extremo más alejado de la estancia, sentado a una mesa redonda situada junto a una ventana con saledizo, estaba el «amigo» con el rostro sepultado entre las manos. Era un tipo apuesto ataviado con traje oscuro, cabello rojo cortado a la moda, cara rectangular toda ángulos y pecas que en ese momento destacaban la palidez cenicienta de la piel, acentuada por la fría luz grisácea que entraba por las ventanas. Apenas alzó la vista cuando los dos detectives entraron en la cocina.

Liska le mostró la placa y presentó a ambos.

– Tenemos entendido que usted encontró el cadáver, señor…

– Pierce -repuso el hombre con voz ronca antes de sorber por la nariz-. Steve Pierce. Sí, yo… lo encontré.

– Sabemos que ha sido un duro golpe para usted, señor Pierce, pero tendremos que hablar con usted cuando terminemos. ¿Lo comprende?

– No -denegó el hombre-. No comprendo nada. No puedo creerlo. No puedo creerlo.

– Lo acompañamos en el sentimiento -recitó Liska automáticamente.

– Andy no haría una cosa así -farfulló el hombre con la mirada clavada en la mesa-. Nunca haría una cosa así. Es imposible.

Kovac guardó silencio. Al subir la escalera sintió que un puño de temor le oprimía el pecho.

– Este asunto me da mala espina, Tinks -masculló mientras se ponía los guantes de látex-. O eso o estoy sufriendo un ataque al corazón. Eso sí que sería irónico. Por fin dejo de fumar y voy y la palmo de un ataque al corazón.

– Bueno, no te mueras aquí -advirtió Liska con sequedad-. El papeleo sería un coñazo.

– Eres un dechado de compasión.

– Prefiero no decirte de qué eres tú un dechado. No estás sufriendo un ataque al corazón.

La primera planta de la casa tenía aspecto de haber sido en su momento una buhardilla abierta, pero la habían convertido en una hermosa suite con vigas vistas que le conferían aspecto de loft. Un precioso y acogedor rincón para morir, se dijo Kovac mientras examinaba los detalles.

El cadáver pendía de una soga anudada al modo tradicional a apenas un metro de distancia de la cama con dosel. La soga estaba echada sobre una viga del techo y atada al cabezal del lecho, si bien el lugar exacto quedaba oculto por la ropa de cama. La cama estaba hecha con gran pulcritud. Nadie había dormido en ella ni se había sentado siquiera sobre ella. Kovac advirtió aquellos pormenores de forma casi inconsciente, pues su concentración consciente se centraba en la víctima. Recordó las fotografías que había visto en el tocador del dormitorio de Mike Fallon la noche anterior: el joven apuesto, el deportista estrella, el flamante policía junto a un Mike radiante. Vio la misma fotografía de graduación sobre la cómoda de Andy Fallon. Recordaba haber pensado que era un chaval guapo.

El atractivo rostro aparecía descolorido, distorsionado, lívido e hinchado. La boca estaba ladeada en una especie de mueca sardónica, los ojos, vacuos y vidriosos. Llevaba un tiempo ahí, al menos un día, dedujo Kovac por la aparente ausencia de rigor mortis, la cualidad tensa de la piel y el hedor, compuesto del nauseabundo olor dulzón de la carne en descomposición, por un lado, y el aroma penetrante a orina y heces. En el momento de la muerte, los músculos, se habían relajado tanto que la vejiga y los intestinos se habían vaciado por completo.

El cadáver estaba desnudo. Los brazos pendían a los lados, con las manos semicerradas un poco por delante de las caderas. Manchas oscuras salpicaban los nudillos; era la lividez, la sangre que se acumulaba en la parte inferior de las extremidades. Los pies, suspendidos a escasa distancia del suelo, aparecían hinchados y amoratados.

Un espejo de cuerpo entero con marco de roble se apoyaba contra la pared a unos tres metros del cadáver. El espejo reflejaba todo el cadáver, aunque de forma distorsionada a causa del ángulo. Sobre el vidrio se veían escritas dos palabras con alguna sustancia oscura: «Lo siento».

– Siempre me ha parecido que los tipos de Asuntos Internos son unos raritos.

Kovac se volvió hacia los dos agentes uniformados que miraban el espejo con sendas sonrisas irónicas. Eran los típicos polis con pinta de gárrulos, el más corpulento de los cuales tenía una cabeza que más bien parecía un bloque de hormigón. En sus placas identificativas leyó los nombres Rubel y Ogden.

– Eh, atontados -espetó-. Largo de aquí. Pero ¿qué coño os pasa? Estáis pisoteando todas las pruebas.

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