La fotografía posee una cualidad artificial. La mayoría de la gente habría echado un breve vistazo, experimentado un horror inmediato y concluido que debía de tratarse de una broma macabra.
Pero el fotógrafo no es la mayoría de la gente.
Al examinar el retrato, el artista siente un sobresalto momentáneo, seguido de una complicada mezcla de emociones. Horror, fascinación, alivio, culpa… Y bajo esa primera capa, una dimensión más tenebrosa de agitación, control… poder. Sentimientos aterradores, espeluznantes.
Quitar una vida confiere un enorme poder. Quitar una vida… una expresión que implica arrebatar la energía de otro ser vivo e incorporarla al propio ser. Se trata de una idea seductora en cierto sentido siniestro, una idea capaz de crear adicción en cierta clase de personas, las personas que matan por placer.
Pero yo no soy así. Nunca podría ser así.
Pero al tiempo que piensa esa afirmación, surca su mente el recuerdo de otra muerte. Violencia, movimiento, sangre, ruido blanco en los oídos, un ensordecedor grito interno que nadie puede oír. Luego el silencio, la quietud y la terrible comprensión. Eso lo he hecho yo.
Y de nuevo la agitación… el poder…
Los oscuros sentimientos reptan por el alma como serpientes sinuosas y relucientes, seguidas de un espasmo de conciencia. El miedo ruge como una inundación.
El fotógrafo contempla la imagen de un cadáver oscilando al final de una soga, la imagen reflejada en el espejo sobre el que se ven dos palabras garabateadas: «Lo siento».
Lo siento tanto…