Despertó de un sueño inquieto y poblado de pesadillas, y lo vio. Estaba de pie junto a su cama, una silueta recortada contra la luz mortecina que se filtraba por los resquicios de la puerta del baño, enorme, sin rostro, con hombros como laderas de montañas.
El pánico se apoderó de ella, estallando en su pecho y su cuello, impidiéndole respirar, desgarrándole el estómago como metralla. Los músculos de sus brazos y piernas se movieron espasmódicos.
¡Corre!
El hombre levantó ambas manos y soltó algo cuando se disponía a incorporarse. Lo vio acercarse como a cámara lenta, el cuerpo grueso y retorcido de una serpiente cuyos colores veía con toda claridad; vientre color crema, lomo marrón y negro.
Agitando los brazos, se abalanzó hacia delante. Por una fracción de segundo, el desconcierto le zarandeó el cerebro. El mundo quedó sumido en las tinieblas. No veía. No sentía. El suelo parecía haberse volatilizado bajo sus pies pese a que corría con todas sus fuerzas.
Algo la golpeó junto al ojo derecho y en la mejilla con un impulso que le recordó un martillo. Su cuello se dobló hacia atrás, y creyó haber proferido un grito. De repente, todo movimiento cesó, y comprendió que se había golpeado contra el suelo.
Dios mío, me he roto el cuello.
Sigue en la habitación.
No puedo moverme.
La conciencia se le escurría como un animal mojado. Se aferró a ella con toda su fuerza de voluntad, obligando a su cerebro a continuar funcionando.
Si pudiera mover las piernas… Sí.
Si pudiera mover los brazos… Sí.
Acercó los brazos al cuerpo y muy despacio intentó incorporarse. Sentía la cabeza pesada como un bolo, el cuello frágil como un palillo roto. Se puso de rodillas con el rostro entre las manos mientras el dolor se adueñaba de ella, palpitante. Las imágenes se sucedían parpadeando en su mente. Luz cegadora, negrura total. Luz cegadora, negrura total.
No ha sido real.
No ha sucedido.
Sin embargo, no había sido un sueño, sino más bien una alucinación. Estaba despierta, pero no consciente. Terrores nocturnos, los denominaban los expertos. Ella era una gran conocedora por experiencia propia de años y años.
A continuación llegó la consabida oleada de desesperación. Quería llorar, pero no podía. El sempiterno entumecimiento protector empezaba a hacer mella. No lo deseaba, tan solo se resignaba a su presencia, y por fin se levantó muy despacio.
Sosteniéndose la cabeza con una mano, encendió la lámpara de la cómoda. En la habitación no había nadie. La luz arrancaba un suave brillo al papel estucado color crema. La cama estaba vacía, la cabecera curvada y tapizada, desprovista de la habitual pila de almohadas, pues las había arrojado al suelo, además de volcar el vaso de agua que tenía sobre la mesilla de noche. Una mancha mojada oscurecía la alfombra color marfil. El despertador yacía en el suelo cerca del vaso vacío. Las cuatro y treinta y nueve minutos de la madrugada.
Avanzando despacio por el dolor, caminó hasta la cama y apartó las sábanas. No había ninguna serpiente. La parte lógica de su cerebro sabía que nunca había habido ninguna serpiente, pero aun así escudriñó el suelo. Casi esperaba ver la forma esbelta y oscura desaparecer bajo la puerta del vestidor.
Intentó calmar su respiración, un ejercicio para ella tan conocido como respirar. Le palpitaba la cabeza, y el dolor le atenazaba el cuello como un cuchillo. Tenía el estómago revuelto, y advirtió que la mano con que se sujetaba la cabeza estaba pegajosa. Había llegado el momento de evaluar los daños.
Amanda Savard se miró al espejo del baño, apenas consciente del entorno reflejado alrededor de su imagen. Suave, elegante, femenino… un decorado que se había creado para forjarse una sensación de seguridad y comodidad. Las mismas palabras que solían emplearse para describir la imagen que presentaba al mundo, aunque en ese momento tenía aspecto de haber combatido cinco asaltos en un cuadrilátero. Las inmediaciones de su ojo derecho aparecían tumefactas por el golpe, con una zona enrojecida donde la piel se le había quemado al deslizarse sobre la alfombra. El color se recortaba nítido contra la palidez de su piel. Con mucha delicadeza presionó las heridas con dos dedos en busca de fracturas, y el dolor le hizo rechinar los dientes.
¿Cómo explicaría aquello? ¿Cómo lo ocultaría? ¿Quién la creería?
Sacó un paño del armario, lo mojó con agua fría y se lo llevó a las partes más dañadas, apretando los dientes para no gritar. Luego se tomó tres analgésicos y volvió al dormitorio. Con gran dificultad se quitó el camisón empapado en sudor para ponerse una camiseta holgada y unos leotardos.
La casa estaba en silencio. Todo normal según el panel del sistema de seguridad instalado junto a la puerta del dormitorio. Había realizado el ritual nocturno de cerrar todas las puertas y ventanas antes de acostarse, pero la sensación de peligro persistía. Sabía por experiencia que la única opción consistía en recorrer la casa entera para verificar que no había ningún intruso.
Sacó el arma del cajón de la mesilla de noche y salió al pasillo, caminando como una anciana de noventa años. Fue encendiendo las luces de cada habitación para echar un vistazo y comprobó todas las ventanas y puertas. Mantuvo todas las luces encendidas. La luz era buena, pues ahuyentaba a los fantasmas agazapados en las sombras. Los fantasmas la acechaban desde hacía tanto tiempo que era un milagro que aún tuvieran el poder de asustarla. Eran casi de la familia, y los odiaba con la misma intensidad.
En su despacho empezó a sonar la música de Kenny Loggins cuando pulsó el botón de encendido del equipo de música. Una canción suave y amable sobre las vacaciones y los recuerdos del hogar. Las emociones que evocaba en ella eran de vacío, soledad y tristeza, pero aun así dejó puesta la canción.
Le gustaba aquella pequeña estancia en la parte posterior de la casa. Era un espacio acogedor y seguro con vistas al jardín, que era muy íntimo y estaba salpicado de comederos de pájaros. Vivía en Plymouth, un suburbio residencial que serpenteaba entre marismas, bosques y el lago Medicine. No era infrecuente ver ciervos acercarse a los comederos, si bien esa noche ninguno de ellos se atrevía a rebasar la luz de seguridad. En su oficina tenía colgadas tres fotografías de ciervos que había tomado por la ventana. En una de ellas se veía una imagen fantasma, su propio reflejo superpuesto sobre el animal que la miraba con fijeza.
Bajó la persiana, demasiado nerviosa para exponerse al mundo exterior. Necesitaba sentirse encerrada y segura. Su dormitorio se convertía en su santuario cuando sentía la necesidad de alejarse del trabajo, mientras que el despacho se convertía en su santuario cuando sentía la necesidad de huir de las sombras de su vida. Pero aquella noche no podía huir de nada. La mesa estaba en orden, los estantes y compartimientos alineados sobre ella, bien organizados. Las facturas y demás papeles archivados como Dios manda, los clips de oficina en un plato magnético, los bolígrafos en su lapicero de madera de cerezo. No se veían fotografías, y tan solo unos pocos recuerdos, incluyendo una placa que guardaba en el rincón más alejado de un estante para no olvidar por qué se había hecho policía. Casi nunca la miraba, pero en ese momento la cogió y la contempló durante largo rato mientras el estómago le ardía de acidez.
Sobre la mesa casi desierta yacía un ejemplar del Minneapolis StarTribune abierto por la página que casi todo el mundo pasaba por alto de camino a la sección de deportes. El artículo que le interesaba ocupaba apenas un par de centímetros en la parte inferior, muerte declarada accidental. Ni siquiera incluía una fotografía.
Qué lástima, se dijo. Era tan guapo… Pero para la práctica totalidad del área metropolitana, nunca sería más que unas cuantas líneas de texto que uno miraba de pasada y olvidaba al instante. Agua pasada.
– No te olvidaré, Andy -musitó.
¿Cómo voy a olvidarte si yo te maté?
Apretó el puño en torno a la placa hasta que su contorno le lastimó los dedos.
La oscuridad aún envolvía Minneapolis cuando Amanda Savard llegó al ayuntamiento. Casi todas las luces de las oficinas que daban a la calle permanecían encendidas durante la noche, pero casi nadie aparecía a aquellas horas, lo cual era perfecto para ir a su despacho sin ser vista. Cuanto más tiempo pudiera evitar que la vieran, mejor para ella. No obstante, no podría eludir el funeral, que se celebraría aquella tarde, aunque al menos tendría un pretexto válido para llevar gafas de sol.
Aun ahora, pese a que existían pocas probabilidades de que se topara con alguien, llevaba gafas de sol con montura lo bastante grande para disimular los daños. Llevaba la cabeza envuelta en un gran chal de terciopelo negro que le rodeaba el cuello y le caía espectacular sobre los hombros. Sin embargo, no pretendía estar espectacular, sino ocultarse.
Los tacones de sus botas resonaban en el viejo suelo del pasillo desierto. La distancia que la separaba de la sala 126 se le antojaba inmensa. Las manos enguantadas le sudaban copiosamente, y aferró las llaves con excesiva fuerza. La adrenalina provocada por el sueño aún no se había disipado, y sus vestigios la habían dejado tensa y exhausta a un tiempo. La acometían repentinos ataques de mareo, sentía las piernas de gelatina y la cabeza le palpitaba. No podía volver la cabeza hacia la derecha y tenía náuseas.
Introdujo la llave en la cerradura y de repente se detuvo con los nervios a flor de piel. Sin embargo, el pasillo seguía vacío, al menos la parte que alcanzaba a ver. Atravesó la antesala de Asuntos Internos sin molestarse en encender la luz y fue derecha a su despacho, donde había dejado encendida la lámpara de la mesa.
A salvo por una o dos horas. Colgó la bufanda y el abrigo del perchero de pared y rodeó su mesa. Se quitó las gafas para comprobar una vez más las heridas con ayuda del espejito de mano, como si existiera alguna posibilidad de que se hubiera obrado un milagro desde que saliera de casa.
Las abrasiones habían adquirido un tono aún más rabioso y relucían a causa del gel antibiótico que se había aplicado. No había podido disimular nada con maquillaje ni vendarse las heridas. La zona del ojo aparecía hinchada y amoratada.
– Menuda paliza.
Savard dio un respingo al oír la voz. Quiso darle la espalda, pero comprendió que era demasiado tarde. La acometió una oleada de vergüenza y humillación, seguida de una punzada de resentimiento. Cogió las gafas de sol y volvió a ponérselas.