A las seis de la mañana, la noticia de la búsqueda del agente Derek Rubel había atraído a periodistas de todas las cadenas principales. Minneapolis estaba atestada de furgonetas y cámaras. Kovac, Liska, Tippen y Castleton habían recibido órdenes de no hablar con nadie sobre el asesinato de Cal Springer. Leonard, el sheriff del condado de Hennepin y el jefe de policía de Edén Prairie se encargaban de hablar con la prensa.
Habían pedido ayuda al FBI, además de a la Oficina de Investigación Criminal de Minnesota. Las patrullas de Tráfico de Minnesota y Wisconsin tenían helicópteros en el aire, peinando toda la zona en busca del Explorer negro de Rubel, una misión tediosa que no cesaba de provocar falsas alarmas; Minnesota estaba llena de Ford Explorer negros, y ninguno de los que detuvieron y registraron resultó ser el de Rubel.
Los vecinos y todos sus compañeros de trabajo conocidos fueron interrogados en un intento de conocer sus costumbres y confeccionar una lista de posibles escondrijos. Enviaron a varios agentes a un coto de caza de treinta y dos hectáreas en las inmediaciones de Zimmermann, propiedad de media docena de policías, pero no hallaron rastro de Rubel en la tosca cabaña.
Ogden, que había recibido dos balazos en el tiroteo, había sido transportado en helicóptero al hospital del condado de Hennepin, y se encontraba estable tras una intervención quirúrgica de tres horas. Aún no lo habían interrogado, pero el sindicato ya había enviado a un abogado a la puerta de su habitación.
Kovac se pasó la noche trabajando, prefiriendo llamar a las puertas de perfectos desconocidos a quedarse en su casa vacía. Al amanecer, su capacidad de comunicación estaba bajo mínimos, de modo que pasó el testigo a Elwood y volvió a casa.
El vecino estaba fuera, bajo el sol gélido, tocado con su gorra de piloto a cuadros mientras limpiaba la nieve de su jardín con una azada.
– Malditos perros -lo oyó refunfuñar Kovac al apearse del coche.
Al oír cerrarse la portezuela de su coche, el anciano vecino alzó la cabeza y miró a Kovac a través de las gafas torcidas.
– ¡Eh, hemos oído lo de la cacería humana! -exclamó con un entusiasmo que sobrepasaba el poco afecto que profesaba a Kovac-. Un poli asesino, ¿eh? ¿Usted también participa?
– Soy el tipo al que buscan -replicó Kovac-. Un poli que ha perdido el juicio por culpa de la falta de sueño causada por la chillona iluminación navideña de su vecino.
El vecino no sabía si ofenderse o por el contrario fingir que se lo tomaba a broma.
– Menuda historia la de ese tipo -comentó por fin-. En la tele no paran de hablar de ello. Incluso van a dar un especial en La hora del crimen.
– Otra estupenda razón para dedicarse a la lectura -masculló Kovac.
– Es el mejor programa de toda la puta tele -aseguró el anciano sin hacerle caso.
– Se llama programa divulgativo.
– ¿Conoce a ese tipo? ¿A Ace? Es la hostia, ese sí que es un policía de verdad.
– Antes era mujer -explicó Kovac mientras abría la puerta de su casa.
El vecino dio un respingo y lo miró con ojos entornados.
– ¡Está usted enfermo! -declaró antes de dirigirse al otro extremo de su jardín en busca de mierda de perro y nieve amarilla.
Kovac entró en su casa. Lo primero que miró fue el sofá y permaneció unos instantes inmóvil antes de comprender.
Alguien había estado en su casa.
Los artículos que había encontrado en la biblioteca estaban desparramados sobre la mesita. Su maletín yacía abierto en el suelo, semioculto tras una silla. La pantalla del televisor estaba aplastada.
De repente, el aire se le antojaba más denso, eléctrico. El pulso se le aceleró mientras se abría el abrigo, introducía la mano en él con discreción y desenfundaba el arma. Con la otra mano sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la policía.
Dio parte de la intrusión mientras caminaba de una habitación a otra, evaluando los daños e intentando descubrir si el culpable seguía en el edificio. Habían sacado los cajones del escritorio, registrado la cómoda, robado el dinero que había dejado sobre ella, junto con un reloj muy caro que había ganado en una rifa durante un congreso de la policía. Parecía un robo corriente perpetrado por algún yonqui en busca de objetos de valor para empeñarlos.
Miró en el armario de su dormitorio y experimentó un gran alivio al ver que su viejo 38 seguía en la caja de zapatos.
De nuevo abajo, descubrió que el intruso había forzado la puerta de la cocina, una tarea que, por lo visto, había resultado embarazosamente fácil. Tendría que soportar más de una burla por su ineptitud en el mantenimiento doméstico, se dijo al volverse y ver que la puerta del sótano estaba entreabierta.
Encendió la luz y aguzó el oído.
Nada. Bajó los primeros escalones y luego se agachó para mirar abajo sin ser visto.
El sótano no estaba acabado. Tenía un deshumidificador siempre en marcha para combatir la humedad que rezumaban las paredes y el suelo de hormigón. No había muebles ni objeto alguno que pudiera ser de interés para un ladrón, tan solo latas de pintura medio vacías y cajas llenas de viejos expedientes.
Cajas arrancadas de los estantes y ahora desparramadas por el suelo.
En aquel momento sonó el móvil.
– Kovac.
– Liska. Han encontrado el coche de Rubel en el lago Minnetonka. Se salió de la carretera, cayó por un pequeño barranco y atravesó el hielo.
– ¿Así que Rubel está muerto?
– He dicho que han encontrado el coche. Rubel no estaba dentro.
El ambiente a orillas del lago Minnetonka se parecía al del primer día de la temporada de pesca. Numerosos coches y furgonetas de cadenas de televisión se alineaban a lo largo de la estrecha carretera. Había gente por todas partes, a la espera de algún acontecimiento. La policía había acordonado una zona en la que solo podían entrar agentes de la ley y el orden. Junto a la cinta se agolpaban los periodistas y reporteros. La representación más nutrida era la de La hora del crimen, sin lugar a dudas. El equipo de la pista de hielo se había instalado lo más cerca posible de la cinta amarilla.
Kovac se quedó mirando a Ace Wyatt, quien envuelto en una pesada parka, estaba de pie sobre su sempiterna alfombra roja ante numerosos espectadores. Tras él, al otro lado de la cinta amarilla, el Explorer de Derek Rubel, rescatado del lago por una grúa y con todas las puertas abiertas, se sometía al minucioso registro de los técnicos forenses de la Oficina de Investigación Criminal de Minnesota. Lo inspeccionarían allí antes de llevarlo a su hangar de St. Paul, donde catalogarían y examinarían con microscopio cada pelo y cada mota de pelusa.
Kovac observó la escena durante unos instantes, intentando imaginársela sin el gentío. Se encontraban en una lengua estrecha del lago que no había merecido la atención de los promotores inmobiliarios. Se veían un par de casitas en las inmediaciones, lo bastante cerca para acceder a ellas a pie, pero no lo bastante cerca para que un testigo viera a un hombre saltar de un vehículo antes de hundirlo en el lago.
Tippen se acercó con su gorro estrafalario, las manos embutidas en los bolsillos de una mullida parka.
– Han verificado las casas. Una está abandonada; la otra no, pero no había nadie en casa ni ningún coche aparcado. Están intentando localizar a alguien que sepa dónde está el propietario… o mejor dicho, dónde debería estar, pero de momento no hay nada.
– Rubel debe de estar paseándose por ahí con el cadáver del propietario en el maletero del Buick del propietario -suspiró Kovac-. Menuda pesadilla.
– Tú lo has dicho. Minnesota no atraía a tantos periodistas desde lo de Andrew Cunanan.
– Andrew Cunanan no era policía. Esto lleva el sello de Hollywood.
Kovac divisó a los vicepresidentes de Warner Brothers en una esquina de la alfombra de Wyatt, justo detrás de Donald, el director obeso. La pelirroja llevaba un anorak que parecía de papel de aluminio. Gaines se acercó a ellos y empezó a explicarles algo mientras con una mano señalaba el lago, donde varias cabañas de pesca salpicaban el paisaje a lo lejos.
Kovac volvió a mirar a su alrededor en un intento de hacerse una composición de lugar, tarea difícil para un urbanita plantado en medio del laberinto del lago Minnetonka. No obstante, no creía que estuvieran demasiado lejos de la casa de Neil Fallon. Tal vez Gaines la estuviera señalando, aunque a Kovac, todas las cabañas le parecían iguales.
Wyatt estaba sometiéndose a la sesión de maquillaje mientras un sicario sostenía un fotómetro junto a su cabeza y cantaba números.
– Ese tipo es increíble -bufó Kovac.
– Su gente ha llegado casi antes que nosotros -dijo Tippen-. Merece la pena tener amigos influyentes, incluso en una parada de monstruos como esta.
– Sobre todo en una parada de monstruos como esta. Programas divulgativos.
Una ráfaga de viento procedente del lago empujó la bufanda roja que llevaba Wyatt sobre su rostro. El director profirió un juramento, se volvió y espetó otro a la mujer del abrigo de retales antes de anunciar un descanso de diez minutos y dirigirse a grandes zancadas hacia la caravana oficial de La hora del crimen, aparcada en la carretera.
Los cámaras sacaron tabaco. Abrigo de Retales fue a la alfombra roja para reajustar la bufanda de Wyatt, seguida de cerca por los vicepresidentes de WB. Gaines hizo un alto en el camino para aceptar una taza de café humeante de otro paniaguado.
Kovac se unió al grupo, fulminando con la mirada al gorila que se le acercó al llegar a la alfombra roja. El gorila se apartó de su camino.
– Vaya, Ace, siempre en el meollo, ¿eh?
– Lástima que no podamos decir lo mismo de ti, Sam -replicó Wyatt sin moverse mientras Abrigo de Retales disponía la bufanda culpable con mucho arte-. Tengo entendido que tú y tu compañera participasteis en el desastre de anoche.
– Bueno, es que yo soy un policía de verdad que no se limita a jugar a polis en la tele. Como bien sabes, en el mundo real, lleno de tipos malos, pasan cosas malas.
– ¿Y siempre le pasan a usted? -terció Gaines mientras entregaba la taza de café a Wyatt.
– Me meto en los berenjenales y lamo los culos que haga falta para llegar a la verdad, colega. Usted debe de saber muy bien qué se siente, puesto que es un lameculos profesional. ¿Dan títulos universitarios para eso?
– Estamos muy ocupados, sargento -masculló Gaines.
– Lo comprendo y dentro de nada me iré para que puedan seguir investigando el remedio contra el cáncer, pero ahora tengo una pregunta que hacerle al capitán América.