– Neil Fallon tiene antecedentes.
Kovac quedó paralizado con el abrigo a medio quitar.
– Vaya, qué rapidez.
– A tu servicio -intervino Elwood, asomando la cabeza por encima del tabique divisorio.
Liska estaba sentada en su silla con una expresión radiante que iluminaba su carita de duende. Era la hostia cuando encontraba una pista, pensó Kovac, como una adicta ante la mejor droga. Le producía una excitación tan intensa que casi era sexual. Kovac no recordaba haber experimentado semejante sensación en ningún momento de su carrera, y eso que el trabajo era el amor de su vida. Tal vez le conviniera someterse a un tratamiento hormonal.
– Tiene antecedentes como menor, un expediente sellado, por supuesto, aunque he presentado una solicitud para echar un vistazo -explicó Liska-. Pasó siete años en el ejército, y también he pedido su expediente militar. El año que salió lo metieron en la cárcel por asalto. Le cayeron de tres a cinco años, pero solo cumplió dieciocho meses.
– ¿Qué hizo?
– Se metió en una pelea en un bar, y el otro estuvo una semana en coma.
– Vaya, Neil, qué carácter.
Kovac acabó de quitarse el abrigo y lo colgó del perchero sin dejar de pensar. La oficina era el típico hervidero de actividad discreta. Sonaban los teléfonos, de vez en cuando se oía una carcajada. Dos agentes llevaban esposado a un desgraciado de veintitantos años con tropecientos piercings, el pelo en punta decolorado y los pantalones colgándole culo abajo hacia una sala de interrogatorios. En tiempos de Mike Fallon, alguien le habría propinado una paliza por su aspecto.
– ¿Y cómo consiguió una licencia para vender bebidas alcohólicas si tenía antecedentes? -preguntó Kovac mientras se dejaba caer en su silla.
– No la consiguió -repuso Elwood.
– ¿Quieres hacer el favor de venir, Elwood? -refunfuñó Kovac-. Me va a dar un ataque de tortícolis.
Liska sonrió y empujó su silla con la puntera de la bota.
– Deberías estar agradecido por la sensación -comentó.
– Muy graciosa.
Elwood rodeó el tabique con un fax en la mano.
– El ayuntamiento de Excelsior expidió la licencia a nombre de Cheryl Brewster, que al cabo de unos meses se convirtió en Cheryl Fallon.
– Ah, la esposa ausente -comentó Kovac.
– La futura ex esposa -corrigió Liska-. La llamé a su casa. Es enfermera y trabaja de noche en Fairview Ridgedale. Dice que va a divorciarse de él y que cuanto antes mejor. Bebe demasiado, es un cabrón… por mencionar dos de los encantadores piropos que le echó.
– Vaya, y a mí que me parecía un tipo tan agradable -suspiró Kovac-. En fin, así que es la mujer quien tiene la licencia. ¿Y qué pasó cuando dejó a Neil?
– Neil es un desgraciado -sentenció Liska-. Pueden vender el bar con la licencia, quedando pendiente que el ayuntamiento de Excelsior dé su aprobación al nuevo propietario. Neil podría buscarse otro hombre de paja, pero de momento no tiene a nadie. Cheryl dice que está intentando comprar el resto del negocio y pasar de la licencia, pero por lo visto tampoco consigue reunir pasta suficiente para eso. Aun cuando pudiera, Cheryl dice que no podría vivir del establecimiento sin el bar, así que… Le pregunté si creía que intentaría pedir prestado dinero a su familia. Se echó a reír y me dijo que Mike no daría a Neil ni cambio de diez centavos, por no hablar de dinero suficiente para comprar el negocio, aunque afirma saber que Mike tenía mucha pasta.
– En nuestra profesión, esto recibe el nombre de móvil -terció Elwood.
– Me gustaría saber si tanteó a Andy -murmuró Kovac.
– Le había dicho a Cheryl que preguntaría a Andy si quería invertir, pero no sabía si lo había hecho -prosiguió Liska-. Podemos preguntárselo a Pierce. Lo más probable es que asesorara financieramente a Andy.
– Pero si Pierce creyera que el hermano de Andy está implicado en su muerte, ¿por qué no lo ha dicho? -se extrañó Elwood.
– Exacto -convino Kovac-. ¿Por qué no señalar con el dedo a otro en lugar de comportarse como si la responsabilidad fuera suya? Revisemos las notas sobre los interrogatorios a los vecinos de Fallon. Debemos comprobar si hemos pasado por alto a alguien y hacer algunas llamadas de seguimiento. Puede que alguien reconozca un coche o sepa si Andy salía con alguien. Elwood, ¿tienes tiempo de repasar la agenda de Fallon y ponerte en contacto con sus amigos?
– Lo haré.
– De todos modos, tenemos que volver a interrogar a bastantes de los vecinos -terció Liska.
– ¿Por qué?
– Porque la primera vez, dos de nuestros muchachos eran ni más ni menos que Ogden y Rubel.
– Genial -refunfuñó Kovac-. Lo que nos faltaba, que Ogden haya ido por ahí diciéndole a todo el mundo que nadie ha visto nada.
– Si algún testigo vio a alguien aparte de él y Rubel, como Neil Fallon o Pierce, incluso Ogden tendría cerebro suficiente para decírnoslo -señaló Liska.
– O sea que solo nos cabe esperar que los agentes uniformados no vieran a ese alguien.
– ¿Que quién no viera a quién? -preguntó Leonard, deteniéndose bruscamente ante el cubículo.
Kovac fingió buscar un expediente sobre su mesa mientras cubría las notas que había tomado sobre la muerte de Andy Fallon.
– Hablábamos del tipo que apaleó a Nixon -mintió-. El gorila de Deene Combs. Esperemos que su gente no metiera el miedo en el cuerpo a alguien que sepa algo sobre el asunto.
– ¿Habéis vuelto a hablar con esa mujer, la que el taxista vio entrar en el edificio cuando el asaltante salió huyendo?
– Cinco veces.
– Pues volved a hablar con ella. Es la clave; sabemos que sabe algo.
– Es un callejón sin salida -aseguró Kovac-. Se llevará el secreto a la tumba.
– Si Nixon no delata a ese tipo, Chamiqua Jones no lo hará en su lugar -observó Liska.
Leonard la miró con el ceño fruncido.
– Volved a hablar con ella. Id hoy mismo a donde trabaja. No quiero que esos chorizos crean que pueden salirse con la suya.
Kovac se volvió hacia Liska, que con la mirada fija en el suelo se puso bizca. La conclusión lógica a extraer del caso Nixon era que Wyan Nixon había estafado a su jefe, Deene Combs, en una transacción de drogas de poca monta, y que dicho jefe había ordenado que le propinaran una paliza para que sirviera de ejemplo a los demás, pero nadie estaba dispuesto a soltar prenda, ni siquiera el propio Nixon. El fiscal del condado, deseoso de aplicar una línea más dura contra los traficantes, había prometido que el condado presentaría cargos si Nixon no lo hacía, pero sin testigos no había caso, y el taxista no había visto lo suficiente para proporcionar una descripción detallada del asaltante.
– Es un agujero negro -insistió Kovac-. Nadie va a testificar, así que, ¿para qué seguir adelante?
Leonard volvió a fruncir el ceño.
– Es tu trabajo, Kovac.
– Ya sé cuál es mi trabajo.
– ¿En serio? Tengo la sensación de que te has dedicado a redefinir sus parámetros.
– No sé de qué me hablas.
– El caso Fallon está cerrado, así que déjalo.
– ¿Sabes lo de Mike?
Kovac lanzó la pelota con efecto al tiempo que se preguntaba quién lo habría delatado a Leonard. Apostaba a que había sido Savard. La teniente no quería ni verlo, no quería que se acercara demasiado a ella, amenazando con derribar los muros que con tanto cuidado había construido a su alrededor. A Wyatt le importaba un comino lo que sucedía en el pequeño mundo de Kovac; lo único que le importaba era llegar a tiempo a su siguiente aparición pública.
– ¿Lo de su suicidio? -replicó Leonard con expresión desconcertada.
– No sé si se ha suicidado.
– Se pegó un tiro en la boca.
– Eso parece.
– Hay algunos puntos oscuros, teniente -terció Liska-. La posición del cadáver, por ejemplo.
– ¿Insinúa que es un asesinato disfrazado de suicidio?
– Quizá no disfrazado, pero sí es una situación un poco extraña. Además, no dejó ninguna nota.
– Eso no significa nada. Muchos suicidas no dejan nota.
– El hijo mayor está lleno de resentimiento… y tiene antecedentes.
– Quiero indagar un poco -anunció Kovac-. Puede que Mike se suicidara, pero ¿y si no es así? No se merece que dejemos correr el asunto porque el suicidio es la respuesta más sencilla.
– A ver qué dice el forense -accedió Leonard a regañadientes.
No le hacía ni pizca de gracia la posibilidad de que un caso claro se convirtiera en un rompecabezas, sobre todo aquel caso, al que Wyatt y los demás peces gordos prestaban especial atención.
– Entretanto, id a ver a Chamiqua Jones. Hoy mismo. Quiero que el fiscal del distrito deje de presionarme por lo de Nixon.
– Preferiría que me marcaran con un hierro candente a ir al Mall of América en la época navideña.
Kovac miró un momento a Liska mientras conducía el Caprice entre el tráfico que llenaba la 494 en dirección este.
– ¿Qué se ha hecho de tu espíritu consumista?
– Agonizando por falta de oxígeno en las profundidades de mi cuenta bancaria. ¿Tienes idea de lo que los chavales de hoy en día piden por Navidad?
– ¿Armas semiautomáticas?
– R. J. me ha dado una lista que parece el inventario de Toys R'Us
– Mira el lado bueno; al menos no te la ha enviado desde el reformatorio.
– El que dijo que cuesta un millón de dólares criar a un hijo hasta que acaba la universidad no tuvo en cuenta la Navidad.
Kovac cambió de carril para adelantar a un Geo de color verde moco que iba a ochenta, conducido por un tipo medio calvo con los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Tenía matrícula de Iowa.
– Granjeros -refunfuñó Kovac-. No saben conducir si no es en carreteras rodeadas de campos de maíz.
Acto seguido cruzó dos carriles a toda velocidad para tomar la salida que quería. Por lo general, su forma de conducir provocaba mordaces comentarios de Liska, pero en ese momento guardó silencio, por lo visto absorta en pensamientos sobre las fiestas que se avecinaban.
Kovac recordaba la primera Navidad después de que su primera mujer lo dejara. Había enviado regalos a su hija. Peluches, una muñeca de trapo, cosas así, regalos que esperaba gustaran a una niña pequeña. Sin embargo, las cajas le habían sido devueltas sin abrir Llevó los regalos a Toys for Tots para la campaña de donación de juguetes y luego salió a emborracharse para olvidar. Acabó enzarzado en una pelea con un Papá Noel del Ejército de Salvación delante del ayuntamiento, por lo que lo suspendieron durante treinta días sin sueldo.