– Es tu hijo -dijo a Liska-. Regálale algo que le haga muchísima ilusión y deja de quejarte. No es más que dinero.
Liska lo miró con fijeza.
– ¿Qué es lo que más ilusión le hace? -preguntó Kovac, incómodo por el escrutinio de su compañera.
– Que Speed y yo volvamos a estar juntos.
– Joder, ¿y hay alguna posibilidad de que eso pase?
Liska hizo una pausa un poco demasiado larga mientras enfilaban la rampa este del inmenso centro comercial. Kovac se volvió hacia ella.
– ¿Acaso se ha congelado el infierno? -espetó Liska a la defensiva-. ¿Me he perdido algo durante estos años?
– Es un capullo.
– Eso ya lo sé.
– Solo te lo recuerdo.
Kovac aparcó y memorizó la planta y el número de fila. Su coche ocupaba una de las 12.750 plazas del centro, de modo que no era cuestión de perderse al volver.
El Mall of América era un laberinto de ratas gigantesco y elegante de cuatro plantas, cuyos amplísimos pasillos se llenaban de seres humanos frenéticos que iban de tienda en tienda. Es el centro comercial más grande de Estados Unidos, con quinientas tiendas y 232.000 metros cuadrados de superficie comercial, pero aun así no hay suficientes establecimientos para que todo el mundo encontrara el regalo perfecto y pudiera devolverlo dos días después de Navidad. Cosas de la naturaleza humana.
El estruendo procedente del parque de atracciones que ocupa el corazón del centro comercial era incesante. El retumbar sordo de la montaña rusa, el rugido de la cascada de agua aderezado con los chillidos de los clientes. Un coro de instituto montaba gradas delante de los grandes almacenes Macy's. Los chicos trabajaban mientras las chicas se escapaban a mirar el escaparate de Lerner's sin hacer caso de las órdenes de su directora.
Pasaron ante el Imagination Center de Lego, una tienda de tres pisos con un campanario de ocho metros construido con piezas de Lego, un inmenso dinosaurio Lego, una estación espacial Lego y un globo Lego creado con 138.240 piezas de Lego suspendido del techo.
Kovac entró en Old Navy y contempló escéptico la exposición de pantalones de chándal, camisetas y espantosos chalecos acolchados.
– Mira esto -resopló.
– Moda de los setenta -comentó Liska-. Camisetas estilo «toda mi ropa ha encogido al lavarla pero la llevo igualmente».
La dependienta a la que Kovac mostró su placa era una chica que llevaba un anillo en el labio, gafas de montura gatuna y el cabello granate cortado como si un crío de cinco años se hubiera ensañado en él con unas tijeras de recortar papel.
– ¿Está el encargado?
– Soy yo. ¿Vienen por lo del tío que siempre se esconde en los pasillos y enseña su cosa a las clientas?
– No.
– Pues deberían hacer algo al respecto.
– Lo pondré en mi lista de prioridades. ¿Está trabajando Chamiqua Jones?
– Sí -asintió la chica con los ojos muy abiertos-. ¿Qué ha hecho? Nunca le ha enseñado un pene a nadie.
– Tenemos que hacerle algunas preguntas -explicó Liska-, pero no está metida en ningún lío.
Ojos de Gato les dedicó una mirada escéptica, pero no hizo comentario alguno mientras los conducía hacia los probadores.
Chamiqua Jones era una joven de veintitantos años, aunque aparentaba cuarenta y tantos. Tenía constitución de barrilete, un voluminoso peinado crespado, y montaba guardia en los probadores, dirigiendo el tráfico de potenciales clientes y ladrones.
– Por allí, cariño -indicó a una mujer antes de sacudir la cabeza y mascullar entre dientes en cuanto se alejó-: Que te crees tú que te va a caber ese culo gordo que tienes en esos pantalones.
Miró a Kovac y Liska, y de inmediato entró en uno de los probadores para recoger un montón de vaqueros que alguien había dejado ahí tirados.
– Otra vez ustedes.
– Hola, Chamiqua.
– ¿Por qué viene a tocarme las narices en el trabajo, Kovac?
– Con lo que te he echado de menos, ¿y me recibes así? Pero si tengo la impresión de que ya somos viejos amigos.
– Lo único que conseguirá es que me maten -declaró Jones sin sonreír.
– ¿Sigues sin tener nada que decir sobre Nixon? -inquirió Liska.
– ¿El presidente? Pues no, nada. En aquella época ni siquiera había nacido. Tengo entendido que era un criminal, pero todos lo son, ¿no?
– Unos testigos te vieron en el lugar del asalto, Chamiqua.
– ¿Se refiere al idiota del taxista? -replicó mientras llevaba los vaqueros a una mesa-. Miente. En mi vida he visto un asalto, ya se lo dije la última vez.
– ¿No viste a un hombre abalanzarse sobre Nixon y atizarle con una barra de hierro?
– No, señora. Lo único que sé de Wyan Nixon es que da muy mal rollo, sobre todo a mí.
Dobló los vaqueros con movimientos rápidos y seguros. Tenía manos pequeñas, de dedos cortos y piel tensa que recordaban a Kovac aquellos globos con forma de animales. Desvió la mirada hacia un joven bajo y fornido tocado con una ceñida gorra de spandex que más bien parecía un condón para la cabeza. Kovac no lo había visto antes, pero era evidente que era un saco de músculos, noventa kilos de mala leche sociopática. Debía de contar dieciséis o diecisiete años, aunque no era un niño. Estaba de pie junto a un expositor de forros polares, haciéndolo girar sin ver nada, pues no perdía de vista a Chanuqua Jones.
– Estoy muy ocupada -dijo la chica antes de abrir un probador con una llave que llevaba colgada de una pulsera verde fosforito en la muñeca.
Kovac dio la espalda al musculitos.
– Podemos darte protección -aseguró.
– ¿Protección? -bufó Chamiqua-. ¿Piensa enviarme a una mierda de motel en Gary, Indiana? ¿Esconderme allí? -Meneó la cabeza al tiempo que se dirigía a la mesa para recoger otro montón de prendas-. Soy una persona decente, Kovac. Tengo tres trabajos, estoy criando a tres niños muy buenos, y quiero vivir al menos hasta que acaben la escuela, si no le importa. Que Wyan Nixon se las arregle como pueda, que yo haré lo mismo.
– Si se lo propone, el fiscal del distrito puede acusarte de complicidad -advirtió Liska para ver si pescaba algo-. Obstrucción a la justicia, negativa a cooperar…
Jones extendió las manos y echó otro rápido vistazo a Cabeza Condón.
– Pues espóseme y sáqueme de aquí. No tengo nada que decir sobre Wyan Nixon ni Deene Combs. No vi nada.
– Otro día será -denegó Kovac-. Hasta la vista, Chamiqua.
– Espero que no.
– Nadie me quiere hoy -se quejó Kovac.
Liska sacó una tarjeta y la dejó sobre el montón de vaqueros doblados.
– Llámanos si cambias de opinión.
Jones rompió la tarjeta mientras se alejaban.
– No se lo reprocho -masculló Kovac entre dientes al tiempo que lanzaba una mirada furiosa a Cabeza Condón.
– Intenta proteger a sus hijos -añadió Liska-. Yo haría lo mismo. De todos modos, no podría encerrar a Deene Combs. Sabes perfectamente que no apaleó personalmente a Nixon. Aunque solo delatara a un capullo como ese que la vigila, se la cargarían, ¿y de qué serviría? Hay muchos más como él haciendo cola.
– Exacto. En fin, dejémoslo. No es más que un cabrón que ha dado una paliza a otro cabrón, así que, un cabrón menos en la calle durante un tiempo. ¿A quién le importa? A nadie.
– A alguien le tiene que importar -puntualizó Liska-. A nosotros.
Kovac la miró.
– ¿Porque somos lo único que se interpone entre la sociedad y el caos?
– Por favor -espetó Liska con una mueca-. Porque nuestro índice de resolución de casos cuenta mucho a la hora de ascender. Que le den por el culo a la sociedad. Tengo dos hijos que mantener.
Kovac lanzó una carcajada.
– Liska, siempre consigues poner las cosas en su justa perspectiva.
– Alguien tiene que evitar que te pongas taciturno.
– Nunca me pongo taciturno.
– Siempre te pones taciturno.
– No me pongo taciturno, es que soy un amargado -la corrigió Kovac.
En aquel momento pasaban delante del Rainforest Cafe, cuyos altavoces emitían sonidos de rayos y truenos, mientras uno de los loros vivos que tenían chillaba como un poseso en su jaula. La gente hacía cola para verlo.
– No es lo mismo -aseguró Kovac-. Las personas taciturnas son pasivas, mientras que los amargados somos muy activos. Es como tener un hobby.
– Todo el mundo necesita un hobby -convino Liska-. El mío es ser una mercenaria en busca del dinero fácil.
Giró hacia la entrada de Sam Goody, donde un Ace Wyatt de cartón de tamaño casi natural rodeaba con un brazo protector una caja llena de cintas de vídeo que llevaban por título Acción positiva: consejos profesionales de un policía para no convertirse en una víctima. Liska se puso las gafas de sol y posó junto a la imagen del capitán.
– ¿Qué te parece? ¿Quedamos bien juntos? -preguntó con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿No crees que necesita una compañera más joven para ampliar su audiencia? Incluso me pondría biquini si hiciera falta.
Kovac contempló enfurruñado al capitán de cartón.
– ¿Por qué no te limitas a pedir trabajo en el topless de la tercera planta? O también podrías dedicarte a hacer la calle en Hennepin Avenue.
– Soy mercenaria, no prostituta. Hay una gran diferencia.
– No, señora.
– Sí, señor, porque los mercenarios no usan vagina.
– Joder, Tinks -masculló Kovac, sintiendo que se ruborizaba-. Lo tuyo no tiene nombre.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Liska con una carcajada-. ¿A mi lengua o a mi batalla en apariencia infatigable por progresar?
– A mí me enseñaron a no hablar de… de estas…
Kovac se ruborizó aún más mientras echaban a andar de nuevo.
– ¿De vaginas?
Kovac la fulminó con la mirada cuando un grupo de personas se volvió para mirarlos.
– Eso explica por qué no tienes ninguna a tu disposición -continuó Liska-. Tienes que soltarte un poco, Sam, entrar en contacto con tu lado femenino.
– Si pudiera entrar en contacto con mi lado femenino, no necesitaría ninguna de esas… de esas… a mi disposición.
– Buena observación. Y además podrías tener tu propio programa de televisión, titulado El detective hermafrodita. Imagina los índices de audiencia. Podrías dejar de estar celoso de Ace Wyatt.
– No estoy celoso de Ace Wyatt.
– Ya, y yo soy Beethoven.
– A ti lo que te pasa es que te va el asistente -la pinchó Kovac.
– ¿Gaines? -exclamó Liska-. Por el amor de Dios, pero si es homosexual.
– ¿Es homosexual o es que no está interesado en ti?