Ocurre a una velocidad pasmosa. Lleva muy poco tiempo que un simple problema se convierta en tragedia. Segundos apenas. Escasos segundos que privan al cerebro de aire. No hay tiempo para resistirse. No hay tiempo siquiera para sucumbir al pánico.
Al igual que una boa constrictor dando a su presa el abrazo mortal, el nudo aprieta cada vez más. De nada sirven los pensamientos que estallan en el cerebro. ¡Muévete! ¡Coge la soga! ¡Intenta respirar! Las órdenes no consiguen recorrer las rutas neuronales que desembocan en los músculos de los brazos. La coordinación ha desaparecido.
La gruesa soga parece a punto de desgarrarse mientras el peso de su cuerpo la tensa. La viga emite un crujido.
Su cuerpo gira de un lado a otro. Los brazos se elevan en lentos y sobrecogedores espasmos. La danza macabra de una marioneta, brazos arriba y abajo, las manos convulsas, los dedos agarrotados… Las rodillas intentan doblarse, pero vuelven a caer extendidas. Posturas características de una lesión cerebral.
Las espeluznantes contorsiones continúan. Los segundos se prolongan mientras prosigue la danza mortal. Un minuto. Dos. Cuatro. La soga y la viga crujen en la estancia, por lo demás silenciosa. Los ojos permanecen abiertos, pero desprovistos de expresión. La boca se abre en un último y desesperado intento de aspirar una bocanada de aire. La fracción de segundo más intensa de la vida: el último latido del corazón antes de la muerte.
Todo ha terminado
Por fin
El flash brilla en un destello cegador de luz blanca, y la escena queda congelada.