Los padres no deberían sobrevivir a los hijos.
Él no debería haber sobrevivido a su hijo.
No había sobrevivido a su hijo.
Visualiza toda la escena como si no hubieran transcurrido dos décadas. La noche silenciosa. El chirrido de las suelas de sus zapatos. El sonido de su respiración.
La casa parece inmensa. Sin duda se debe a la adrenalina. La puerta está entreabierta.
En la cocina, los fluorescentes blancos instalados bajo el mostrador zumban como cables de alto voltaje. Atravesar la oscuridad. Habitaciones en tinieblas, la luna reluciente que entra por las ventanas. Un silencio que le oprime los oídos. Segundos que transcurren a cámara lenta.
Se mueve con andar atlético. (Es una sensación vivida pese a que hace veinte años que no siente nada por debajo de la cintura. Recuerda la tensión en todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, las piernas, la espalda, los dedos de la mano izquierda curvados en torno a la culata del arma, las contracciones del corazón.)
Ahí está. Sorpresa al ver algo que no acaba de recordar. La muerte en un repentino destello blanco y azul. Una explosión atronadora cuya fuerza lo empuja hacia atrás mientras dispara por puro reflejo.
Agente herido.
Ciego. Sordo. Flotando.
Incredulidad. Pánico. Liberación.
Estoy muerto.
Ojalá se hubiera quedado así.
Escudriña la oscuridad, escucha su propia respiración, percibe su fragilidad, su mortalidad, y se pregunta por enésima vez por qué no murió aquella noche. Lo ha deseado muchísimas veces, pero nunca ha hecho nada al respecto, nunca ha reunido valor suficiente. Ha seguido vivo, sumergiéndose en amargura, alcohol y drogas. Veinte años en el purgatorio, un purgatorio del que nunca ha salido porque se niega a mirar a los demonios de hito en hito.
Ahora se enfrenta a uno. Aun sumido en el estupor de las drogas, lo ve con claridad y lo reconoce; es el Demonio de la Verdad. El Ángel de la Muerte.
El demonio le habla en voz baja, con gran serenidad. Ve moverse su boca, pero el sonido parece proceder de su propia cabeza.
Te ha llegado la hora, Mike. Los padres no deberían sobrevivir a sus hijos.
Mira su viejo revólver reglamentario, un 38 con una profunda cicatriz en la culata, por la que pasó la bala destinada a él antes de seccionarle la médula espinal. El arma con que, según afirman, mató al asesino aquella noche, la última noche de su carrera.
Oye un gritito de miedo y supone que lo ha proferido él, si bien suena muy lejano. Intenta empujar las ruedas de la silla con las manos, como si su cuerpo pretendiera escapar del destino que su mente ya ha aceptado. Qué extraño.
Se pregunta si Andy sentiría lo mismo, esa intensificación del miedo a medida que la soga se tensaba alrededor de su cuello. Dios, qué sentimientos desencadenaba aquella imagen en su interior. Vergüenza, furia, culpa, odio y amor.
– Yo lo quería -dice con voz pastosa; la saliva le resbala en un reguero por la barbilla-. Lo quería, pero también lo odiaba. Fue culpa suya.
Pronunciar esas palabras es como clavarse un cuchillo en el pecho una y otra vez. Sin embargo, no puede dejar de repetirlas, de pensarlas, de odiar a Andy, de odiarse a sí mismo. ¿Qué clase de hombre odia a su propio hijo? De nuevo profiere un grito, esta vez una suerte de aullido agónico que sube y baja como una sirena. Solo el demonio lo oye. Está solo en el mundo, en la noche. A solas con su demonio, el Ángel de la Muerte.
Los padres no deberían sobrevivir a sus hijos. Deberían morir antes de que los hijos les rompan el corazón. O antes de romper el de ellos. Tú lo mataste. Lo odiabas. Lo mataste.
– Pero también lo quería, ¿es que no lo entiendes?
Vi lo que le hiciste, cómo le rompiste el corazón. Lo dio todo por ti, y tú lo mataste.
– No, no -farfulla, percibiendo el sabor de las lágrimas mientras el pánico y la angustia se acumulan en su garganta-. No me hacía caso. Se lo dije una y otra vez, se lo dije… Maldito sea -solloza-. Maldito maricón.
Las lágrimas de dolor brotan de él un grito inarticulado. Agita los brazos ante el demonio en un intento de golpearlo.
Lo mataste.
– ¿Cómo iba a hacer una cosa así? -vocifera-. ¡Era mi niño!
¿Quieres liberarte, Mike? ¿Quieres acabar con el dolor?
Acaba con el dolor…
Es una voz seductora, tentadora. Mike grita de nuevo, ahogándose casi con el miedo que lo atenaza.
Acaba con el dolor.
¡Es pecado!
Es tu redención.
Hazlo, Mike.
Acaba con todo.
El cañón gélido del arma lo besa en la mejilla. Las lágrimas mojan el acero negro.
Acaba con el dolor.
Después de tantos años.
Hazlo.
Entre sollozos, abre la boca y cierra los ojos.
El destello es cegador, la explosión, ensordecedora.
Ya está hecho.
El humo serpentea sinuoso por el aire quieto.
Pasa el tiempo. Un instante. Dos.
Respeto por los muertos.
Luego otro destello y el zumbido de un motor de cámara Polaroid.
El Ángel de la Muerte se guarda la fotografía en el bolsillo, se da la vuelta y se aleja.