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Epilogo

El funeral de Amanda Savard tuvo lugar el jueves, una semana exacta después del de Andy Fallon. Kovac asistió solo, una de las dos docenas de personas que se congregaron en la pequeña capilla de la funeraria. Amanda había llevado una vida reservada y confinada entre las cuatro paredes de sus mecanismos de defensa. Kovac sospechaba que él era una de las pocas personas que habían entrevisto siquiera lo que se ocultaba en su interior.

Evelyn Thorne acudió con su médico. Resultaba imposible dilucidar si comprendía lo que estaba sucediendo. Permaneció en silencio durante todo el oficio, con la mirada fija en la fotografía que había llevado consigo. Amanda a la edad de cinco años, una niña de ojos brillantes, expresión seria, el cabello recogido en una cola de caballo con una cinta de terciopelo azul. Se la mostró a Kovac tres veces. Una parte de él se sintió tentado de preguntarle si podía quedársela, pero no lo hizo.

Fue un servicio sencillo, la clausura convencional de una vida terrena. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Qué resumen tan absurdo de la vida: naces, vives y mueres. No hubo elegías ni sermón a pie de tumba. No fue enterrada junto a su padre.

La prensa desconocía los detalles de la participación de Amanda en la muerte de Bill Thorne y no consideraba que su funeral fuera noticia. Las exequias de Mike Fallon, en cambio, atrajeron a un millar de agentes de la ley y el orden de todo el Medio Oeste y salió en primera plana del Star Tribune. Kovac no asistió.

Al término del servicio, cuando todos se hubieron ido, entró de nuevo en la capilla. Permaneció sentado largo rato, contemplando el ataúd cerrado, sin permitirse imaginar lo que habría podido ser. Por fin, el director de la funeraria se acercó a él con la mirada esperanzada de un camarero a la hora de cerrar el bar.

– Tómese el tiempo que quiera -ofreció con una sonrisa cortés antes de dirigirse hacia las plantas enmacetadas alineadas a lo largo del costado de la sala.

Kovac se puso en pie y hundió la mano en el bolsillo del abrigo.

– ¿Puedo dejarle algo para ella o ya es demasiado tarde?

– Por supuesto que puede -aseguró el hombre con expresión amable-. Yo me encargaré.

Kovac sacó la placa de agente que llevaba al ingresar en el cuerpo hacía ya tantos años. La observó, deslizó el pulgar sobre ella y se la alargó al director.

– Me gustaría que tuviera esto.

El hombre la cogió, asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa afable.

– Me cercioraré de que lo reciba.

– Gracias.

Solo quedaban dos coches en el aparcamiento, el suyo y el de Liska. Su compañera estaba apoyada contra la portezuela izquierda del coche de Kovac, con los brazos cruzados.

– ¿Estás bien? -le preguntó con ojos entornados.

Kovac miró el edificio por encima del hombro.

– La verdad es que no… Quebranté una de mis propias reglas… Esperé demasiado.

Liska asintió con un gesto.

– Yo también lo hice, así que podemos ponernos taciturnos juntos.

Kovac embutió las manos en los bolsillos y encogió los hombros para protegerse del frío.

– No me pongo taciturno, es que soy un amargado -puntualizó con una sonrisa torva.

Liska se lo quedó mirando un instante, pero no con expresión de policía, sino de amiga. Por fin se apartó del coche y lo abrazó. Kovac se aferró a ella y cerró los ojos con fuerza para contener el llanto.

Al cabo de un par de minutos, Liska se apartó, le dio una palmada en el brazo e intentó sonreír.

– En fin, nos tenemos el uno al otro, ¿no? Vamos, compañero, te invito a un café.

Kovac esbozó una sonrisa débil.

– Hecho… amiga.


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