No sería un funeral de policía como los que mostraban en las noticias de las seis. La iglesia no estaría abarrotada de agentes uniformados llegados de todo el estado, y ninguna caravana interminable de coches patrulla acompañaría el cadáver hasta el cementerio. Nadie tocaría Amazing Grace a la gaita. Andy Fallon no había caído en acto de servicio, no había muerto de forma heroica.
Aquel lugar ni siquiera tenía aspecto de iglesia, pensó Kovac tras dejar el coche en el aparcamiento y dirigirse hacia el achaparrado edificio de ladrillo.
Como casi todas las iglesias construidas en los años setenta, parecía más bien un edificio administrativo. Tan solo la estilizada cruz de hierro colgada sobre la entrada delataba su función, además del rótulo luminoso colocado junto a la calle.
Iglesia de St. Michael
Adviento: ¿A la espera de un milagro?
Servicio de misa:
Días laborables: 7 horas
Sábados: 17 horas
Domingos: 9 y 11 horas
Como si los milagros tuvieran lugar regularmente a las horas señaladas. El coche fúnebre estaba estacionado en el sendero circular junto a la entrada lateral. Ningún milagro para Andy Fallon. Tal vez si hubiera ido a la iglesia el sábado a las cinco…
El viento le azotaba el abrigo contra las piernas. Inclinó la cabeza para no perder el sombrero. La temperatura se situaba a varios grados bajo cero. Los deudos se acercaban a la iglesia desde todos los confines del aparcamiento. Policía. Policía. Tres civiles juntos, un hombre y dos mujeres de veintitantos años. Los policías iban de paisano, y Kovac no los conocía, pero reconocía a los suyos con la misma facilidad que Neil Fallon. Era por los andares, los gestos, los ojos, el bigote.
El órgano desgranaba las notas del típico canto fúnebre mientras los asistentes entraban en fila en la nave del templo. Kovac volvió a prometerse a sí mismo no permitir que se celebrara un funeral por él a su muerte. Que sus amigos se tomaran unas copas a su salud en Patrick's y que Liska hiciera algo con sus cenizas, como esparcirlas por la escalinata de la comisaría para que se mezclaran con la ceniza de miles de cigarrillos fumados allí por policías. Desde luego, no haría pasar a sus colegas por el trago de estar ahí de pie, mirándose unos a otros, escuchando la espantosa música de órgano y asfixiándose con el hedor de los gladiolos.
Colgó el sombrero del perchero, pero se dejó puesto el abrigo. Permaneció un poco apartado, siguiendo con la mirada a los tres civiles, que entraron en pelotón como un ente propio. Los abordaría más tarde. Después del funeral. Una vez hubieran compartido la experiencia de enterrar a su amigo. Se preguntaba si alguno de ellos habría mantenido con él una relación lo bastante estrecha para compartir una parafilia sexual.
Imposible de dilucidar. Sabía por experiencia que las personas de aspecto más normal podían realizar los actos más estrafalarios, y los amigos de Andy Fallon parecían la flor y nata de su generación. Bien vestidos, pulcros, con el rostro pálido por el dolor bajo el tinte rojizo del viento frío. Imposible determinar quién era homosexual, quién era heterosexual o a quién le iba el sadomasoquismo.
Las puertas volvieron a abrirse. Steve Pierce sostuvo una para que pasara Jocelyn Daring. Formaban una hermosa pareja con sus carísimos abrigos de cachemira negra. Jocelyn era una escultural muñeca de porcelana con todos los cabellos rubios en su sitio y sujetos con un lazo de terciopelo negro. Tal vez no había experimentado dolor alguno por la muerte del amigo de su prometido, pero desde luego, sabía vestirse para la ocasión. Parecía estar algo ceñuda. Por su parte, Steve Pierce permanecía junto a ella con la mirada perdida y no la ayudó a quitarse el abrigo. Joyce le dijo algo, y él le respondió con sequedad. Kovac no distinguió las palabras, pero su tono fue cortante y solo sirvió para intensificar el ceño de su prometida. No se tocaron al adentrarse en la iglesia.
No formaban una pareja feliz.
Kovac se acercó a las puertas cristaleras que separaban la entrada de la nave y paseó la mirada entre los asistentes. Los bancos se componían de sillas de cromo y plástico negro enganchadas unas a otras. No había reclinatorios ni sobrecogedoras estatuas de la Virgen o los santos adornadas con cabello de verdad. El lugar no tenía nada de amedrentador, no evocaba la presencia de un Dios terrible que fulminara con la mirada a un aterrado rebaño. No se parecía en nada a los templos de su niñez, cuando comerse una hamburguesa un viernes de Cuaresma era el pasaporte seguro al infierno. De joven respetaba y temía la iglesia, pero aquel lugar daba tanto miedo como ir a una conferencia en la biblioteca pública.
Pierce y Daring se sentaron en el pasillo central, a medio camino del altar. De repente, Pierce se levantó y salió del templo mientras su novia lo seguía con la mirada. Sin apartar la vista del suelo y sin detenerse, Pierce sacó un cigarrillo y el encendedor del bolsillo. Kovac se apartó de las puertas, de modo que Pierce no lo vio al salir. Kovac lo siguió y se situó a un metro a su derecha en la ancha escalinata de cemento. Pierce no lo miró.
– No paro de decir que voy a dejarlo -comentó Kovac, sacando un Salem del paquete.
Se lo colocó entre los labios y lo encendió con el Bic versión navideña. Nada como un buen cáncer de pulmón para celebrar la Navidad.
– Pero ¿sabe una cosa? No lo dejo porque me gusta demasiado. Todo el mundo intenta hacer que me sienta culpable y caigo en la trampa, como si creyera que me lo merezco o algo así. Entonces proclamo que voy a dejarlo, pero no acabo de decidirme.
Pierce lo miró de reojo y encendió su cigarrillo con un esbelto encendedor cromado que tenía aspecto de bala gigantesca. Le temblaban las manos. Miró fijamente la calle y exhaló muy despacio la primera bocanada de humo.
– Supongo que forma parte de la naturaleza humana -prosiguió Kovac, deseando haber cogido el sombrero antes de salir, pues sentía que todo el calor del cuerpo se le escapaba por la cabeza-. Todos cargamos con un montón de mierda por la que creemos tener que sentirnos culpables, como si eso nos convirtiera en mejores personas, como si existiera una ley contra el hecho de ser como uno es y punto.
– Existen muchas leyes contra eso -replicó Pierce sin desviar la vista de la calle-. Todo depende de cómo sea uno.
Kovac dejó aquellas palabras suspendidas en el aire unos momentos, esperando a que Pierce abriera de par en par la puerta que acababa de entreabrir.
– Claro, si uno es traficante de drogas o prostituta… ¿O se refería a algo menos evidente?
Pierce exhaló otra bocanada de humo.
– Como ser homosexual -sugirió Kovac.
Pierce movió los hombros y tragó saliva. Su nuez subió y bajó como una pelota.
– Depende de a quién se lo pregunte.
– A usted. ¿Cree que ser homosexual es para sentirse culpable? ¿Cree que es necesario ocultarlo?
– Depende de la persona y de sus circunstancias.
– Depende de si está prometido a la hija del jefe, por ejemplo -soltó Kovac. Siguió el misil hasta que se alojó en el pecho del objetivo. Pierce retrocedió un paso.
– Creo haberle dicho ya que no soy homosexual -masculló con voz tensa mientras miraba a su alrededor para comprobar si alguien los escuchaba.
– Me lo dijo.
– Pero es evidente que no me cree -constató Pierce, cada vez más furioso.
Kovac fumó con parsimonia. Tenía todo el tiempo del mundo.
– ¿Quiere preguntárselo a mi prometida? ¿Quiere que nos grabemos en vídeo mientras follamos? -Más furioso aún-. ¿Alguna postura en particular?
Kovac guardó silencio.
– ¿Quiere una lista de mis ex novias?
Kovac se limitó a mirarlo, haciendo caso omiso de su enfado, que se acumulaba visiblemente en el interior de Pierce con una suerte de frenesí que le costaba contener.
– He sido policía durante muchos años, Steve -dijo por fin-. Sé cuándo alguien me oculta algo, y usted oculta mucho.
Pierce parecía a punto de estallar.
– Acabo de perder al que era mi mejor amigo desde la universidad. Éramos como hermanos. ¿Cree que un hombre no puede llorar a un amigo sin ser homosexual? ¿Así es su vida, sargento? ¿Se pone una coraza por miedo a lo que los demás piensen de usted si llegan a descubrir la verdad?
– Me importa una mierda lo que los demás piensen de mí -replicó Kovac sin inmutarse-. No me juego nada, no intento impresionar a nadie. He visto a demasiada gente cargando secretos día tras día, hasta que la carga pesa demasiado y los mata de un modo u otro. Le estoy dando la oportunidad de liberarse de la suya.
– No me hace falta.
– Su amigo va a ser enterrado hoy. Si sabe usted algo, no quedará enterrado con él, Steve. Lo llevará colgado del cuello hasta que se lo quite.
– No sé nada -aseguró Pierce con una carcajada ronca que provocó una nube de humo y vapor-. No sé una mierda.
– Si estuvo allí aquella noche…
– No sé a quién se tiraba Andy, sargento -espetó Pierce con amargura, haciendo que varias personas que entraban en la iglesia se volvieran hacia él-. Pero no era a mí.
Le sobresalían los tendones del cuello, y tenía el rostro tan rojo como el cabello. Sus ojos se habían convertido en dos ranuras azules llenas de veneno y lágrimas. Arrojó el cigarrillo al suelo y aplastó la colilla con la puntera de su zapato caro.
– Y ahora, si me disculpa, soy portador del féretro y tengo que ayudar a transportar el cadáver de mi mejor amigo.
Kovac lo dejó marchar y apuró su cigarrillo, pensando que mucha gente lo habría tachado de cruel por lo que acababa de hacer, pero él no lo creía. Pensó en Andy Fallon ahorcado de la viga. Lo que hacía, lo hacía por la víctima. La víctima estaba muerta, y había pocas cosas más crueles que la muerte.
Aplastó el cigarrillo, recogió las dos colillas y las arrojó a una maceta situada cerca de la puerta. A través del vidrio vio que habían introducido el féretro en la nave desde un pasillo lateral, y un hombre corpulento de la funeraria daba instrucciones a los portadores del ataúd. Neil Fallon estaba algo apartado con el rostro impávido. Ace Wyatt apoyó una mano en el hombro del director de la funeraria y le susurró algo al oído. Gaines, el superasistente, permanecía en las inmediaciones, dispuesto a hacer cabriolas, dar la patita o lamer algún culo.
– ¿Va a entrar, sargento, o piensa presenciar el espectáculo desde el gallinero?
Kovac observó con ojos entornados el vago reflejo que había aparecido junto al suyo en el vidrio. Era Amanda Savard con su look de Veronica Lake. Gafas de sol sobredimensionadas y la cabeza envuelta en el chal. Pero no era un look, pensó Kovac, sino más bien un disfraz, lo cual era bien distinto.