Genial. Eso significaría que habían dejado a Ibsen hecho un cromo por su causa, de modo que era responsable de que estuviera en el hospital.
Tenían que estar vigilando a Ibsen para sorprenderlo en aquel callejón, pensó. Con toda probabilidad, también la vigilaban a ella. La omnisciencia parecía ocupar un lugar preponderante en la lista de prioridades de la pareja. Pero a renglón seguido recordó que no eran solo dos, sino que Springer había corroborado su coartada. Dungen, el enlace de la oficina de agentes homosexuales, le había comentado que en el departamento había muchas personas con actitudes homófobas. Pero ¿cuántos policías estarían dispuestos a llegar al asalto y el asesinato? ¿O cuántos estarían dispuestos a hacer la vista gorda? Esperaba no tener que averiguarlo.
Salió del ascensor con la cabeza baja, ensimismada, intentando establecer una lista de prioridades de lo que debía hacer.
Quería llamar al último compañero de patrulla de Eric Curtis. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Engle. Y además, Castleton le había ordenado que fuera a Asuntos Internos para intentar descubrir de qué había hablado Ibsen con ellos. Asimismo, quería llamar a Kovac para ponerle al corriente del estado de Ibsen y saber cómo había ido el registro del establecimiento de Neil Fallon. Con toda probabilidad, en aquellos momentos estaría en el despacho del juez Lundquist.
Sacó el teléfono móvil del bolsillo y alzó la vista en busca de un lugar donde pudiera detenerse a llamar sin molestar. Rubel estaba a tres metros de distancia, vestido de paisano y con la mirada impávida clavada en ella. El instante se prolongó como una imagen congelada mientras Liska reparaba en algo que Rubel llevaba en la mano. De pronto, alguien chocó con ella por detrás. Rubel avanzó hacia ella, se encajó las gafas de espejo con una mano y escondió la otra en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Qué narices hace usted aquí? -estalló Liska al tiempo que lo interceptaba.
– Ponerme la vacuna contra la gripe.
– Ibsen está bajo vigilancia.
– ¿Y a mí qué? No tiene nada que ver conmigo.
– Ya -bufó Liska-, aunque sí tenía mucho que decir sobre su compañero.
– Ogden ha quedado limpio -replicó Rubel con un encogimiento de hombros-. Supongo que Asuntos Internos decidió que ese tipo no tenía nada interesante que decir.
– Pues alguien decidió lo contrario. Ibsen se pasará un par de meses hablando con los dientes que le queden.
– Como ya le dije a Castleton -dijo Rubel-, no sé nada de nada. Ogden, Springer y yo estuvimos jugando al billar en el sótano de mi casa.
– Suena a excusa barata.
– Las personas inocentes no se pasan la vida pensando en coartadas -señaló Rubel por encima del hombro mientras se alejaba-. Y ahora, si me disculpa, sargento…
– Ya, claro, usted, Ogden y sus demás colegas homófobos son unos santos -espetó Liska, deseando ser lo bastante alta para encararse con él, porque la mirada de Rubel quedaba muy por encima de su cabeza-. ¿Sabe una cosa? No son los Eric Curtis ni los Andy Fallon de este mundo los que traen la vergüenza al departamento -observó-, sino los gárrulos como ustedes, convencidos de que tienen plena libertad para machacar a cualquiera que no encaje en su mezquino ideal de perfección humana. Son ustedes los que deberían desaparecer del departamento. Y si encuentro aunque sea la prueba más insignificante contra ustedes, me encargaré de que así sea.
– Eso suena a amenaza, sargento.
– ¿Ah, sí? Pues llame a Asuntos Internos -sugirió Liska antes de alejarse por donde había venido Rubel, sintiendo su mirada clavada en ella hasta doblar la esquina.
– ¿Puedo ayudarla en algo, señorita? -le preguntó una recepcionista.
Liska miró a su alrededor. Se encontraba en una pequeña zona de espera en la que vanas personas de aspecto desgraciado aguardaban su turno.
– ¿Es aquí donde ponen las vacunas contra la gripe?
– No, señora, aquí se hacen los análisis de sangre. Las vacunas contra la gripe las ponen en Urgencias. Vuelva por ese mismo pasillo y…
Liska le dio las gracias en un murmullo y se alejó.
– ¡Voy a demandar al departamento de policía! -chilló Neil Fallon.
Sus pesadas botas chirriaban sobre la nieve dura mientras se paseaba frenético a la izquierda de Kovac. Llevaba la cabeza descubierta, y el viento que barría el lago le había alborotado el cabello. Entre eso, la mirada enloquecida y las venas prominentes, tenía aspecto de demente.
Kovac encendió un cigarrillo, dio una larga chupada y exhaló una columna de humo que el viento disipó de inmediato. Debían de estar a veinte bajo cero por lo menos.
– Como quiera, Neil -dijo-. Es tirar un dinero que no tiene, pero a mí me da igual.
– Detención improcedente…
– No está detenido.
– Acoso…
– Tenemos una orden de registro. Lo tiene jodido, Neil -comentó Kovac sin inmutarse.
El sol despedía unos rayos amarillo pálido por entre la bruma de la nieve barrida por el viento. Las cabañas de pesca que salpicaban la orilla más cercana del lago parecían unirse para entrar en calor.
Fallon se detuvo jadeante y observó a través de la ancha puerta a los policías que revolvían los trastos amontonados en el taller. En la casa no habían encontrado nada aparte de pruebas de que en ella no vivía ninguna mujer.
– No he matado a nadie -repitió Fallon por enésima vez.
Kovac lo miró de soslayo.
– Entonces no se preocupe, amigo. Vaya a tomar una cerveza.
Tippen, de la unidad de detectives de la oficina del sheriff, estaba de pie a la derecha de Kovac, también fumando y escudriñando la boca cavernosa del cobertizo. Llevaba el cuello de la parka subido hasta las orejas y una gorra de lana a rayas rojas y blancas calada hasta los ojos.
– Creía que habías dejado de fumar -comentó a Kovac.
– Y lo he dejado.
– Veo que estás en fase de negación absoluta, Sam.
– Qué se le va a hacer… ¿Te ha dicho alguien que tienes una pinta ridícula con ese gorro?
– ¿Te ha dicho alguien que tú tienes una pinta ridícula sin necesidad de llevar gorro? -replicó Tippen sin inmutarse-. ¿Dónde está Liska?
– Te mola, ¿eh?
– Permíteme que te contradiga. Me he limitado a preguntar por una colega.
– «Permíteme que te contradiga.» A Liska le encantará la frasecita… Pues está en un lugar donde hace más calor que aquí, trabajando en otra cosa.
– Incluso en el norte de Alaska hace más calor que aquí.
– ¿En qué otra cosa? -terció Fallon.
– No es de su incumbencia, Neil. La sargento Liska lleva otros casos.
– No maté a mi padre.
– Ya lo ha dicho cien veces -comentó Kovac sin apartar la mirada del cobertizo.
En aquel momento salió Elwood, sujetando un mono marrón de tela cruzada por los hombros. Fallon dio un respingo como si acabara de recibir una descarga eléctrica.
– No es lo que piensa.
– ¿Y qué es lo que pienso, Neil?
– Puedo explicarlo.
– ¿Qué te parece, Sam? -preguntó Elwood-. Yo creo que es sangre.
El mono estaba repugnante, y sobre la suciedad se veían salpicaduras de lo que parecía ser sangre y tejido resecos.
Kovac se volvió hacia Fallon.
– Lo que pienso es lo siguiente, Neil: pienso que queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio…
Cal Springer había llamado para avisar de que estaba enfermo y no acudiría a trabajar. Liska aparcó en el sendero de coches y se quedó mirando la casa del detective unos instantes antes de apagar el motor. Cal y la parienta vivían en una de las múltiples calles sin salida que había en el suburbio residencial de Eden Prairie. La edificación era lo que los agentes inmobiliarios denominaban «contemporánea discreta», lo que significaba que carecía de estilo. Cualquier persona que regresara al barrio tras una noche de bares correría el riesgo de acabar en casa de algún vecino y no reparar en la diferencia hasta que el despertador sonara a la mañana siguiente.
Aun así, era un lugar agradable, y a Liska le habría encantado poseer una vivienda comparable. Se preguntaba cómo podía permitirse Cal vivir en un sitio así. Sin duda cobraba un buen sueldo por puesto y veteranía, pero no tan bueno. Y además, Liska sabía de buena tinta que su hija estudiaba en una cara universidad privada que se encontraba en Northfield. Tal vez la señora Springer era la que llevaba el dinero a casa. Menudo concepto: Cal Springer, el mantenido.
Se dirigió a la puerta principal, tocó el timbre y cubrió la mirilla con el dedo.
– ¿Quién es? -preguntó Springer desde dentro como si el fisco esperara para llevárselo encadenado y a rastras por vivir por encima de sus posibilidades.
– Elana, del servicio de acompañantes Elite -replicó Liska en voz alta- ¡Vengo a darle la paliza de las cuatro, señor Springer!
– ¡Maldita sea, Liska! -masculló Springer al tiempo que abría la puerta con expresión enfurecida y miraba en derredor para comprobar si la había oído algún vecino-. ¿No podrías tener un poco de consideración? Vivo aquí, ¿sabes?
– ¿Y por qué voy a querer yo ponerte en evidencia delante de desconocidos?
Se agachó para pasar por debajo del brazo de Springer y entrar en el recibidor, un espacio de baldosas incoloras, pintura incolora y una barandilla de madera incolora que ascendía por la escalera hasta el piso superior.
– ¿Sabías que no es bueno que la escalera lleve directamente a la puerta? -preguntó-. Es fatal para el feng shui. Todo el chi bueno sale por la puerta para no volver.
– Estoy enfermo -declaró Springer.
– Podría ser por la falta de chi. Dicen que quizá fue eso lo que mató a Bruce Lee. Lo leí en la revista In Style.
Liska le lanzó una mirada de policía de arriba abajo, fijándose en el cabello despeinado, la tez grisácea y las ojeras bajo los ojos inyectados en sangre. Tenía un aspecto espantoso.
– O podría ser por pasarte la vida con tipos como Rubel y Ogden. Extrañas compañías para una persona como tú, ¿no te parece, Cal?
– Mis amistades no son de tu incumbencia.
– Lo son si estoy bastante convencida de que dejaron a un hombre en coma mientras tú supuestamente estabas jugando al billar con ellos.
– Es imposible que lo hicieran ellos -aseguró Cal sin mirarla a los ojos-. Estábamos los tres en casa de Rubel.
– ¿Es eso lo que me dirá tu mujer cuando se lo pregunte?
– No está en casa.
– Pero vendrá tarde o temprano.