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Capítulo 29

– ¿Muerto?

Las emociones estallaron dentro de mí. Conmoción. Piedad. Ira. Precaución.

– ¿Cómo?

– Una bala en el cerebro. Uno de sus ayudantes le encontró en su casa.

– ¿Suicidio?

– O un montaje.

– ¿Se encarga Tyrell del caso?

– Sí.

– ¿Se ha enterado ya la prensa?

– Oh, sí. Darían lo que fuera por un poco de información.

Alivio. La presión ya no estaría sobre mis hombros. Culpa. Un hombre ha muerto y piensas primero en ti misma.

– Pero el asunto es más reservado que los planes de guerra de Estados Unidos.

– ¿Dejó Davenport alguna nota?

– No han encontrado ninguna. ¿Cómo están las cosas aquí?

Ryan señaló las mesas de autopsia.

– ¿Tienes tiempo?

– El accidente se produjo debido a un descuido y a un fallo mecánico. -Abrió los brazos-. Soy un hombre libre.

El reloj de la pared marcaba las ocho menos cuarto. Les dije a Stan y Maggie que podían irse a casa, luego llevé a Ryan a mi despacho y le hablé del diario de Veckhoff.

– ¿Estás diciendo que un grupo de ancianos fueron asesinados al azar después de las muertes de eminentes ciudadanos?

Ryan lo intentó pero fue incapaz de ocultar el escepticismo de su voz.

– Sí.

– Y nadie se dio cuenta de lo que estaba pasando.

– Las desapariciones de esas personas no fueron lo bastante frecuentes como para sugerir un patrón, y el hecho de que las víctimas fueran ancianos contribuyó a que no hubiese ninguna conmoción.

– Y esta desaparición de ancianos se ha prolongado durante medio siglo.

– Más tiempo.

Sonaba disparatado y eso me puso nerviosa. Y cuando estoy nerviosa exagero.

– Y los abuelos eran también caza no vedada.

– Y los asesinos utilizaban la casa de Arthur para deshacerse de los cadáveres.

– Sí, pero no sólo para deshacerse de ellos.

– Y se trataba de alguna clase de grupo en el que cada uno de sus miembros tenía un nombre en clave.

– Tiene -dije.

Silencio.

– ¿Estás hablando de una secta?

– No. Sí. No lo sé. No lo creo. Pero pienso que las víctimas fueron utilizadas en alguna especie de ritual.

– ¿Por qué piensas eso?

– Ven conmigo.

Le llevé de una mesa a otra, presentándole a los esqueletos y especifícando detalles importantes en cada uno de ellos. Por último le llevé al microscopio utilizado para el material de disección y concentré la lente sobre el fémur derecho de Edna Farrell. Cuando Ryan lo hubo estudiado, añadí uno de los fémures de Tucker Adams. Rafferty. Odell.

El patrón era inconfundible. Las mismas muescas. La misma distribución.

– ¿Qué son?

– Marcas de cortes.

– ¿Cómo las de un cuchillo?

– Un objeto con una hoja muy afilada.

– ¿Qué significan?

– No lo sé.

Cada hueso produjo un sonido hueco cuando volví a colocarlos sobre la superficie de acero inoxidable. Ryan me observaba con el rostro imperturbable.

Mis tacones resonaron en el suelo cuando atravesé la sala en dirección al fregadero, luego volví al despacho para quitarme la bata del laboratorio y ponerme la chaqueta. Cuando regresé, Ryan estaba junto al esqueleto que yo creía que pertenecía a Albert Odell, el cultivador de manzanas.

– O sea que sabes quiénes son estas personas.

– Excepto ese caballero.

Señalé al anciano negro.

– Y piensas que todos ellos fueron estrangulados.

– Sí. '

– ¿Pero por qué?

– Habla con McMahon. Eso es trabajo de la policía.

Ryan me acompañó hasta el aparcamiento. Cuando me deslicé detrás del volante de mi coche, me hizo la última pregunta.

– ¿Qué clase de mutante chiflado sería capaz de secuestrar a personas mayores, estrangularlas y jugar con sus cadáveres?

La respuesta llegaría de una fuente completamente inesperada.

Una vez de regreso a High Ridge House, me preparé un bocadillo de jamón, lechuga y tomate, cogí una bolsa de patatas fritas y un puñado de galletas de chocolate y fui a cenar en compañía de Boyd. Aunque me deshice en disculpas por mi comportamiento negligente de las últimas semanas, sus cejas apenas si se movieron y la lengua permaneció fuera de mi vista. El perro estaba cabreado.

Más culpa. Más reproches.

Después de haberle dado a Boyd el bocadillo, las patatas y las galletas de chocolate, llené sus recipientes con agua y comida para perros y le prometí un largo paseo para el día siguiente. Cuando me marché estaba olfateando las bolas de Alpo.

Cogí más provisiones y me llevé la comida a la habitación. En el suelo había una nota. Considerando la modalidad de entrega sospeché que el remitente era McMahon.

Efectivamente. Me pedía que pasara por el cuartel general del FBI al día siguiente.

Engullí la cena, tomé un baño caliente y llamé a un colega en la Universidad de Carolina del Norte-Chapel Hill. Aunque pasaban de las siete de la tarde, conocía perfectamente la rutina de Jim. No tenía clases por la mañana. Regresaba a casa alrededor de las seis. Después de cenar, una carrera de ocho kilómetros, luego de vuelta a su laboratorio de arqueología hasta las dos de la mañana. Excepto cuando estaba trabajando en alguna excavación, Jim era un noctámbulo.

Después de los saludos de rigor y una breve puesta al día, le pedí ayuda.

– ¿Estás haciendo algún trabajo de arqueología?

– Es algo más divertido que mi trabajo habitual -dije evasivamente.

A continuación describí las extrañas muescas y estrías sin revelar la naturaleza de las víctimas.

– ¿Qué antigüedad tiene el material?

– No mucha.

– Es extraño que esas marcas que describes se limiten a un único hueso, pero el patrón resulta sospechoso. Te enviaré por fax tres artículos recientes y varias fotografías tomadas por mí.

Le agradecí su colaboración y le di el número del depósito.

– ¿Dónde queda eso?

– En el condado de Swain.

– ¿Estás trabajando con Midkiff?

– No.

– Alguien me dijo que estaba haciendo unas excavaciones en ese lugar.

Luego llamé a Katy. Hablamos de sus clases, de Boyd y de una falda que había visto en uno de los catálogos de Victoria´s Secret. Hicimos planes para viajar a la playa el Día de Acción de Gracias. En ningún momento mencioné los asesinatos o mi creciente inquietud.

Después de cortar la comunicación, me metí en la cama y permanecí despierta en la oscuridad, visualizando los esqueletos que habíamos recuperado de la bodega. Aunque nunca había visto un caso real, en el fondo de mi corazón sabía cuál era el significado de esas marcas.

¿Pero por qué?

Sentí horror. Incredulidad. Luego no sentí absolutamente nada más hasta que el sol comenzó a calentarme la cara a las siete de la mañana.

Las fotografías y los artículos de Jim estaban en el fax cuando llegué al depósito. Nature, Science y American Antiquity. Leí los artículos y estudié las fotografías. Luego volví a examinar cada uno de los cráneos y fémures, tomando fotos con una Polaroid de todo aquello que me resultaba sospechoso.

Aun así, me resistía a creerlo. Antes, en pueblos antiguos, sí. Pero estas cosas no pasaban en la Norteamérica moderna.

Un súbita sinapsis.

Otra llamada telefónica. Colorado. Veinte minutos más tarde, otro fax.

Miré la hoja que temblaba ligeramente en mis manos.

Dios bendito. Era innegable.

Encontré a McMahon en su cuartel general provisional instalado en el Departamento de Bomberos de Bryson City. Al igual que sucediera con el depósito temporal, la función de la oficina del FBI había cambiado. McMahon y sus colegas habían desviado su foco de atención de investigación de un accidente a investigación del escenario de un crimen, su paradigma: de terrorismo a homicidio.

El espacio ocupado anteriormente por el NTSB ahora estaba vacío y se había unido varios espacios para crear lo que parecía la sala de reunión de una fuerza especial. Los tablones de anuncios en los que antes había los nombres de grupos terroristas y militantes radicales ahora mostraban los de ocho víctimas de asesinato. En un grupo las identificaciones positivas: Edna Farrell. Albert Odell. Jeremiah Mitchell. George Adair. En otro, los desconocidos y los que aún eran dudosos. N. N. Tucker Adams. Charlie Wayne Tramper. Mary Francis Rafferty.

Aunque todos los nombres estaban acompañados de una fecha de desaparición, la cantidad y el tipo de información variaba considerablemente de un grupo a otro.

En el otro extremo de la sala, otros tablones mostraban fotografías de la casa de Arthur. Reconocí sin dificultad los catres del desván, la mesa del comedor y la chimenea del gran salón. Estaba examinando las fotos de los murales del sótano cuando McMahon se reunió conmigo.

– Un material encantador.

– La sheriff Crowe cree que ésa es una reproducción de una pintura de Goya.

– Tiene razón. Se trata de Saturno devorando a sus hijos.

Señaló una fotografía de la escena de la balsa.

– Ésta es una pintura de Theodore Géricault. ¿Lo conoce?

Sacudí la cabeza.

– Se titula La balsa de la Medusa.

– ¿Cuál es la historia?

– Estamos investigando.

– ¿Quién es el oso?

– La misma respuesta. Investigamos el nombre pero no encontramos nada. No puede haber muchos Baxbakualanuxsiwae por ahí.

Quitó una chincheta con la uña y me dio una lista.

– ¿Le resulta familiar alguno de los nombres del programa?

– ¿Los que aparecen en las paredes del túnel?

– Sí. El agente especial Rayner está trabajando en ellos.

Tres mesas plegables se alineaban en la parte posterior de la habitación. Encima de una de ellas había un ordenador, en las otras dos había cajas de cartón, cada una marcada con la fecha y su procedencia: Cajón de la cocina 13. Sala de estar, estantería pared norte. En el suelo había más cajas.

Un joven en mangas de camisa y corbata trabajaba en el ordenador. Le había visto en la casa de Arthur, pero no nos habían presentado. McMahon le hizo un gesto al agente hacia mí.

– Roger Rayner, Tempe Brennan.

Rayner alzó la vista y sonrió, luego volvió a concentrarse en la pantalla.

– Hemos identificado a los personajes más obvios. Los dioses griegos y romanos, por ejemplo.

Advertí algunos comentarios que acompañaban a algunos de los nombres encontrados en las paredes. Cronos. Dionisos. Las Hijas de Mineo. Las Hijas de Peleas. Polifemo.

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