El lunes por la mañana no fui al tribunal del Condado de Swain. En cambio volví a atravesar las montañas al oeste de Tennessee y, a media mañana, me encontraba aproximadamente a cincuenta kilómetros al noroeste de Knoxville, cerca de la entrada del Laboratorio Nacional Oak Ridge. El día era húmedo y oscuro y el limpiaparabrisas se movía intermitentemente adelante y atrás, dibujando dos abanicos transparentes en el cristal empañado.
A través de la ventanilla vi a una mujer mayor y a un niño que alimentaban a un grupo de cisnes en la orilla de un pequeño estanque. Cuando tenía diez años tuve un encuentro poco amistoso con un horrible pato que podría haber requerido la ayuda de algún tipo de fuerzas especiales. Puse en duda la conveniencia de su actividad con esos palmípedos.
Después de haber exhibido mi credencial ante el guardia de la entrada, conduje a través de un amplio aparcamiento hasta la recepción. Mi anfitrión me estaba esperando, autorizó mi presencia firmando algo y nos dirigimos al coche. Otros cien metros y comprobaron mi nueva credencial ORNL y la matrícula del coche en un tercer puesto de control antes de que me permitiesen pasar a través de una valla metálica que rodeaba todo el complejo.
– Veo que tienen unas medidas de seguridad muy estrictas. Pensaba que esto era el Departamento de Energía.
– Lo es. La mayor parte del trabajo que hacemos es sobre la conservación de la energía, computadoras y robótica, conservación biomédica y medioambiental, desarrollo de radioisótopos médicos, esa clase de cosas. Mantenemos la seguridad para proteger la propiedad intelectual y el equipamiento médico. También tenemos un reactor de isótropos de alta velocidad.
Laslo Sparks tenía poco más de treinta años pero ya comenzaba a alimentar un vientre prominente. Sus piernas eran cortas y ligeramente arqueadas y el rostro redondo y con marcas de viruela en las mejillas.
Oak Ridge había nacido como el niño maravilla de la segunda guerra mundial, construido en 1943 en sólo tres meses. Mientras miles de seres humanos morían en los campos de batalla de Europa y Asia, Enrico Fermi y sus colegas acababan de conseguir la fisión nuclear en una pista de squash bajo las gradas del estadio de fútbol de la Universidad de Chicago. La misión de Oak Ridge había sido muy sencilla: construir la bomba atómica.
Laslo me condujo a través de un laberinto de calles estrechas. Primero a la derecha. Luego a la izquierda. Izquierda. Derecha. De no ser por su enorme tamaño, aquello parecía un proyecto de apartamentos en el Bronx.
Laslo señaló un edificio de ladrillo oscuro idéntico a montones de otros edificios de ladrillo oscuro. -Aparca aquí -dijo.
Aparqué donde me indicaba y apagué el motor. -Quiero que sepas que agradezco lo que haces teniendo en cuenta que te he avisado con tan poco tiempo. -Tú estabas ahí cuando necesité tu ayuda. Hacía algunos años, Laslo había necesitado huesos para una investigación de antropología para su doctorado y yo le había proporcionado algunas muestras. Desde entonces habíamos seguido en contacto, durante los últimos diez años había trabajado como investigador en Oak Ridge.
Laslo esperó mientras yo sacaba una pequeña nevera del maletero y luego me acompañó al interior del edificio, donde subimos una escalera para llegar a su laboratorio. La habitación era pequeña y carecía de ventanas, cada milímetro de espacio estaba ocupado por mesas metálicas abolladas, ordenadores, impresoras, neveras y un millón de máquinas que brillaban y zumbaban.
Frascos de vidrio, recipientes con agua, instrumentos de acero inoxidable y cajas con guantes de látex se alineaban encima de las mesas, debajo se apilaban cajas de cartón y cubos de plástico. Laslo me llevó hasta su pequeño espacio de trabajo en la parte trasera y cogió mi nevera. Sacó de ella una bolsa de plástico, le quitó la cinta que la cerraba herméticamente y echó un vistazo en su interior.
– Explícame la historia otra vez -dijo, al tiempo que olía el contenido de la bolsa.
Mientras le explicaba mi excursión en compañía de Lucy Crowe, Laslo vertió tierra de la bolsa en un recipiente de vidrio. Luego comenzó a llenar de datos un formulario en blanco.
– ¿Dónde recogiste la muestra?
– En el lugar donde me indicó el perro, debajo del muro y de las piedras que se habían derrumbado. Pensé que ahí la tierra debía estar especialmente protegida.
– Bien hecho. Normalmente un cadáver actúa como una especie de escudo para la tierra, pero las piedras habrían ejercido el mismo efecto.
– ¿La lluvia crea algún problema?
– En un ambiente protegido, las secreciones pesadas y mucoides producidas por la fermentación anaeróbica contribuyen a que la tierra forme una masa compacta, haciendo que los factores diluyentes propios de la lluvia sean insignificantes.
Era como si estuviese leyendo uno de sus artículos en el Journal of Forensic Sciences.
– Por favor, Laslo, en cristiano. Éste no es mi terreno.
– Descubriste la mancha producida por la descomposición.
– En realidad fue mi perro. -Señalé un pequeño frasco de plástico-. La pista me la dieron las crisálidas.
Laslo cogió el recipiente, desenroscó la tapa y depositó varias vainas en la palma de la mano. Cada una parecía un balón de fútbol americano en miniatura.
– De modo que ya se había producido la migración del gusano.
– Eso si la mancha procede de un proceso de descomposición.
Había tenido toda la noche para preocuparme por el descubrimiento de Boyd. Aunque estaba segura de que su olfato y mis instintos no se equivocaban, quería una prueba.
– Las crisálidas de gusano indican claramente la presencia de un cadáver. -Volvió a guardar las vainas en el frasco-. Creo que tu perro hizo un buen hallazgo.
– ¿Puedes determinar si se trataba de un animal?
– La cantidad de ácidos grasos volátiles nos dirá si el cuerpo pesaba más de cincuenta kilos. Muy pocos mamíferos alcanzan ese tamaño.
– ¿Qué me dices de la caza? Un ciervo o un oso pueden superar ese tamaño.
– ¿Encontraste pelos?
Sacudí la cabeza.
– Los animales en descomposición dejan toneladas de pelos. Y huesos, naturalmente.
Cuando un organismo muere, carroñeros, insectos y microbios se interesan inmediatamente por él, algunos se lo comen por fuera, otros por dentro, hasta que el cuerpo queda reducido a los huesos. A este proceso se lo conoce como descomposición.
Ruby hablaría en términos de polvo al polvo, pero el proceso es mucho más complicado que eso.
La masa muscular, que representa entre el 40 y el 50 % del peso de un ser humano, está compuesta de proteína, que a su vez está compuesta de aminoácidos. Al morir, la fermentación de la grasa y la proteína producen ácidos grasos volátiles, o AGV, a través de la acción de las bacterias. En el interior actúan otros microbios. A medida que avanza la putrefacción, los fluidos manan del cuerpo, llevando con ellos los AGV. Los investigadores llaman humores a esta mezcla.
La investigación de Laslo se centraba en el aspecto microbiano, analizaba los componentes orgánicos contenidos en la tierra que había debajo y alrededor de un cuerpo. Años de trabajo han demostrado una correlación entre el proceso de descomposición y la producción de ácidos grasos volátiles.
Observé mientras filtraba la tierra a través de un cedazo de acero inoxidable.
– ¿Qué es lo que buscas exactamente en la tierra?
– No uso tierra sino una solución de tierra.
Mi expresión debió de ser lo bastante elocuente.
– El componente líquido entre las partículas de tierra. Pero primero debo limpiarla.
Pesó la muestra.
– A medida que fluyen los líquidos corporales, la materia orgánica se une a la tierra. No puedo emplear extractores químicos para separarla, porque eso disolvería parcialmente los ácidos grasos volátiles del cuerpo en descomposición.
– Y alteraría sus dimensiones.
– Exacto.
Colocó la tierra en un tubo centrífugo y le añadió agua.
– Utilizo agua desionizada en una proporción de dos a uno.
El tubo giró velozmente durante un minuto para mezclar la solución. Luego Laslo lo metió en una centrifugadora y cerró la tapa.
– La temperatura en el interior se mantiene a cinco grados. Centrifugaré la mezcla durante cuarenta minutos, luego filtraré la muestra para eliminar los microorganismos que puedan haber quedado. Después el proceso es sencillo. Comprobaré el pH, la acidificaré con una solución de ácido fórmico y meteré la muestra en el cromatógrafo de gases.
– A eso llamo yo un curso intensivo.
Laslo terminó de ajustar unos controles, me señaló uno de los escritorios y nos sentamos.
– Muy bien. Como sabes, estoy buscando los productos de la descomposición de músculos y grasa llamados ácidos grasos volátiles. ¿Estás familiarizada con los cuatro estadios de la descomposición?
Los antropólogos y los investigadores forenses clasifican los cadáveres en cuatro estadios: fresco, hinchado, descompuesto o esquelético.
Asentí.
– En un cadáver fresco los cambios en los ácidos grasos volátiles son escasos. En el segundo estadio, un cuerpo se hincha como consecuencia de la fermentación anaeróbica, un proceso que se produce principalmente en los intestinos. Esto hace que la piel se abra y se filtren productos derivados de la fermentación ricos en ácidos butíricos.
– ¿Ácidos butíricos?
– Los ácidos grasos volátiles incluyen cuarenta y un compuestos orgánicos diferentes y el ácido butírico es uno de ellos. Los ácidos butírico, fórmico, acético, propiónico, valeriánico, caproico y heptanoico son detectables en la solución de tierra porque son solubles en agua. Dos de ellos, los ácidos fórmico y acético, son demasiado abundantes en la naturaleza como para resultar significativos en una muestra.
– ¿El ácido fórmico es el que causa dolor por la picadura de las hormigas, verdad?
– Exacto. Los ácidos caproico y heptanoico sólo se encuentran en cantidades significativas durante los meses más fríos del año. Los ácidos propiónico, butírico y valérico son mis preferidos. Son liberados por los cuerpos en descomposición y depositados en soluciones de tierra en proporciones específicas.
Me sentía como si hubiese vuelto a la asignatura de bioquímica.
– Puesto que los ácidos butírico y propiónico se forman por la acción de bacterias anaeróbicas en los intestinos, los niveles son muy elevados durante el estadio de hinchazón.