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Capítulo 21

A la mañana siguiente me desperté temprano, sintiéndome fría y vacía pero sin saber muy bien por qué. Llegó a mí en una oleada densa y horrible.

Primrose estaba muerta.

La angustiosa combinación de pérdida y culpa era casi paralizante y me quedé inmóvil durante largo rato, sin querer tener nada que ver con el mundo.

Entonces Boyd me rozó la cadera con el hocico. Me giré en la cama y le rasqué detrás de las orejas.

– Tienes razón. La autocompasión no es buena.

Me levanté, me vestí y salí a dar un paseo con Boyd. Durante mi ausencia una nota apareció en la puerta de Magnolia. Ryan pasaría otro día con McMahon y no necesitaría el coche. Las llaves que había dejado en su casillero ahora estaban en el mío.

Cuando encendí el teléfono, tenía cinco mensajes. Cuatro periodistas yP amp;T. Llamé al taller y borré el resto.

La reparación estaba llevando más tiempo del previsto. El coche debería estar listo para mañana.

Habíamos pasado de «podría estar» a «debería estar». Me sentí animada.

¿Pero ahora qué?

Una idea surgió desde las profundidades de mi pasado. El refugio preferido de una niña preocupada o inquieta. No podía hacer daño y podría descubrir algo útil.

Y al menos durante algunas horas sería alguien anónimo e inaccesible.

Después de las tostadas y los cereales con leche conduje hasta la biblioteca pública Black Marianna, una caja de ladrillo rojo de una sola planta que se alzaba en la esquina de Everett con Academy. Esqueletos de cartón flanqueaban la entrada, cada uno con un libro entre las manos.

En el mostrador de la entrada principal había un hombre negro, alto y delgado, con varios dientes de oro. Una mujer mayor trabajaba a su lado, estaba grapando una ristra de calabazas anaranjadas encima de sus cabezas. Ambos se volvieron cuando entré.

– Buenos días -dije.

– Buenos días.

El hombre exhibió una amplia sonrisa de metal precioso. Su compañera de pelo color lila me miró con suspicacia.

– Me gustaría consultar algunos ejemplares atrasados del periódico local.

Sonreí de un modo realmente encantador.

– ¿El Smoky Mountain Times? -preguntó la bibliotecaria, dejando su grapadora.

– Sí.

– ¿Como cuánto de atrasados?

– ¿Tienen material de los años treinta y cuarenta?

La arruga de su ceño se hizo más pronunciada.

– La colección comienza en 1895. Entonces era el Bryson City Times. Un semanario. Las publicaciones más antiguas están en microfilm, por supuesto. No puede ver los originales.

– El microfilm será suficiente.

El bibliotecario comenzó a abrir y apilar libros. Vi que tenía las uñas pulidas y la ropa inmaculada.

– El proyector está en la habitación del fondo, junto a la sección de genealogía. Sólo puede utilizar una caja a la vez.

– Gracias.

La bibliotecaria abrió uno de los dos armarios metálicos que había detrás del mostrador y sacó una pequeña caja gris.

– Será mejor que le explique cómo funciona la máquina.

– Por favor, no es necesario que se moleste. Estoy familiarizada con los proyectores de microfilmes. No tendré problemas.

Leí la expresión de su rostro cuando me dio la caja con los microfilmes. Una civil perdida entre las estanterías. Era su peor pesadilla.

Me instalé delante de la máquina y comprobé la etiqueta de la caja: «1931-1937».

Una imagen de Primrose cruzó por mi cabeza y las lágrimas me empañaron los ojos.

Basta. Nada de lamentos.

Pero, ¿por qué estaba aquí? ¿Cuál era mi objetivo? ¿Tenía alguno o simplemente me estaba escondiendo?

No. Tenía una meta.

Aún estaba convencida de que la propiedad con el recinto amurallado era el centro de mis problemas y quería saber más acerca de quién había estado asociado con ella. Arthur me había dicho que le había vendido la tierra a un tal Prentice Dashwood. Pero aparte de eso, y de los nombres que constaban en el fax de McMahon, no estaba segura de qué buscaba.

En realidad tenía pocas esperanzas de encontrar alguna información útil, pero me había quedado sin ideas. Se habían presentado cargos contra mí y era necesario que hiciera algo al respecto. No podía regresar a Charlotte hasta que mi coche estuviese reparado y me habían excluido de cualquier otra clase de investigación. Qué importaba. La historia siempre podría enseñarme algo.

Durante su servicio militar, un póster había decorado la oficina de Pete, palabras adoptadas por los abogados no comprometidos con el sistema militar: «La indecisión es la clave de la flexibilidad».

Si la máxima era lo bastante buena para los abogados-oficiales del Cuerpo de Infantes de Marina de Estados Unidos, parecía buena para mí. Buscaría cualquier cosa.

Inserté el microfilm y comencé a pasarlo por el proyector. La máquina era un antiguo modelo accionado a manivela, fabricado probablemente antes de que los hermanos Wright levantaran el vuelo en Kitty Hawk. El texto y las fotografías entraban y salían de la pantalla continuamente. A los pocos minutos sentí que se estaba preparando una buena jaqueca.

Pasé de una bobina a otra, hice varios viajes al mostrador principal. Al llegar a finales de la década de los cuarenta, la bibliotecaria se apiadó de mí y me permitió llevar media docena de cajas a la vez.

Examiné superficialmente actos de beneficencia, lavados de coches, reuniones religiosas y sucesos locales. Los delitos eran en su mayoría insignificantes, infracciones de tráfico, embriaguez y desórdenes públicos, objetos desaparecidos y vandalismo. Se anunciaban nacimientos, fallecimientos y bodas junto con anuncios de ventas de garajes y graneros.

La guerra cobró un generoso tributo en el condado de Swain. Desde 1942 hasta 1945 las páginas del periódico estaban llenas de nombres y fotografías. Cada muerte era una historia destacada.

Algunos ciudadanos se las habían ingeniado para morir en la cama. En diciembre de 1943, el fallecimiento de Henry Arlen Preston fue noticia de primera página. Preston había vivido toda su vida en el condado de Swain, abogado, juez y periodista de media jornada. Su carrera estaba narrada con todo lujo de detalles, destacaban sobre los demás un período en Raleigh como senador del estado y la publicación de una obra en dos volúmenes sobre los pájaros de Carolina del Norte. Preston murió a los ochenta y nueve años, dejó una viuda, cuatro hijos, catorce nietos y veintitrés bisnietos.

Una semana después de la muerte de Preston, el Times informó de la desaparición de Tucker Adams. Una noticia a dos columnas en la página seis. Sin foto.

Esa oscura y pequeña noticia accionó algún resorte dentro de mí. ¿Se había alistado Adams en secreto, para morir luego en el extranjero como uno de nuestros numerosos desconocidos? ¿Había regresado, sorprendiendo a sus vecinos con historias de Italia o Francia, para irse luego a vivir su vida? ¿Se había despeñado? ¿Marchado a Hollywood? Aunque busqué más información sobre esa noticia no encontré ningún otro dato sobre la desaparición de Adams.

El escarpado terreno también había reclamado sus víctimas. En 1939 una mujer llamada Hilda Miner salió de su casa para llevarle a su nieta un pastel de fresas. Nunca llegó a su destino y el recipiente del pastel fue encontrado junto al crecido río Tuckasegee. Hilda fue declarada ahogada, si bien su cuerpo jamás fue hallado. Diez años más tarde, las mismas aguas se tragaron al doctor Sheldon Brodie, un biólogo de la Universidad Estatal de los Apalaches. Un día después de que el cuerpo del profesor apareciera en la orilla, Edna Farrell, aparentemente, se cayó al río. Al igual que Miner, los restos de Farrell jamás fueron recuperados.

Me apoyé en el respaldo de la silla y me froté los ojos. ¿Qué era lo que había dicho el anciano sobre Farrell? Ellos deberían haber hecho algo por ella. ¿Quiénes eran «ellos»? ¿Algo en qué sentido? ¿Se estaba refiriendo acaso al hecho de que el cuerpo de Edna Farrell no había sido recuperado? ¿O no estaba conforme con la calidad del funeral oficiado por Thaddeus Bowman?

En 1959 la fauna reclamó al indio cherokee de setenta y cuatro años llamado Charlie Wayne Tramper. Dos semanas después de su desaparición, el rifle de Charlie Wayne apareció en un remoto valle dentro del territorio de la reserva.

Las huellas de un oso sugirieron la causa de la muerte. El anciano fue enterrado en medio de una gran ceremonia tribal.

Yo había trabajado con víctimas atacadas por osos y sabía qué era lo que había quedado de Charlie Wayne. Aparté su imagen de mi cabeza.

La lista de peligros medioambientales cortesía de la Madre Naturaleza continuaba. En 1972 una niña de cuatro años abandonó un lugar de acampada en Maggie Valley. El pequeño cuerpo fue sacado de un lago al día siguiente. El invierno siguiente dos esquiadores de fondo murieron congelados al ser sorprendidos por una tempestad de nieve. En 1986 un cultivador de manzanas, llamado Albert Odell, salió en busca de hierba mora y nunca regresó.

No encontré ninguna referencia a Prentice Dashwood, a la propiedad de Arthur o a los integrantes del Grupo de Inversiones H amp;F. El dato más actual era una noticia de mayo de 1959 sobre un terrible accidente de circulación en la Autopista 19. Seis heridos, cuatro muertos. Las fotografías mostraban los restos retorcidos de los vehículos. El doctor Anthony Alien Birkby, sesenta y ocho años, de Cullowhee, murió tres días más tarde debido a las múltiples heridas. Tomé nota. Aunque el apellido no era raro, un C. A. Birkby figuraba en la lista del fax de McMahon.

Al mediodía me estallaba la cabeza y el azúcar en sangre había descendido a un nivel incapaz de mantener a un ser vivo. Saqué una barra de chocolate con cereales de mi bolso, le quité el envoltorio y lo comí en silencio mientras seguía pasando una bobina tras otra por el proyector.

Los sucesos de años recientes aún no habían sido microfilmados y, hacia media tarde, pude acceder a las fotocopias. Pero el dolor de cabeza había pasado de una ligera molestia a un dolor importante que cruzaba a través de mis lóbulos frontal, temporal y occipital y latía en un epicentro localizado detrás del ojo derecho.

Mierda.

Estaba examinando diarios del año en curso, leyendo atentamente los titulares y estudiando las fotografías, cuando un nombre me llamó la atención. George Adair. El pescador desaparecido.

La cobertura de la desaparición de Adair era minuciosa, proporcionaba el momento y el lugar exactos de la fatal excursión de pesca, una descripción de la víctima y un relato pormenorizado de la ropa que llevaba, incluyendo su anillo de graduación del instituto y su medalla de San Blas.

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