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Capítulo 10

Charlotte es un caso de enfermedad de personalidad múltiple, la Sibila de las ciudades. El Nuevo Sur está orgulloso de sus rascacielos, del aeropuerto, de la universidad, de los Hornets de la NBA, los Panthers de la NFL y las carreras de coches de la NASCAR. Sede central del Bank of America y el First Union, es el segundo centro financiero más importante del país. También es la sede de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte. Ansia convertirse en una ciudad reconocida mundialmente.

No obstante, Charlotte sigue sintiendo una gran nostalgia del Viejo Sur. El rico sureste está lleno de mansiones imponentes y ordenados bungalow rodeados de azaleas, cerezos silvestres, rododendros, ciclamores y magnolias. Las calles sinuosas, con balancines en los amplios porches delanteros, tienen más árboles por kilómetro cuadrado que cualquier otro barrio del planeta. Al llegar la primavera, Charlotte es un caleidoscopio de rosa, blanco, violeta y rojo. En los meses de otoño el amarillo y el naranja incendian el paisaje. Tiene una iglesia en cada esquina y la gente acude a ellas. La pérdida de los valores cívicos es un tema de conversación permanente, pero las mismas personas que se lamentan de ello no apartan la vista del mercado de valores.

Yo vivo en Sharon Hall, una propiedad de finales de siglo en el elegante y viejo barrio de Myers Park. En un tiempo fue una elegante mansión georgiana, pero Sharon Hall comenzó a deteriorarse en la década de los cincuenta y fue donada a una universidad local. A mediados de los años ochenta un grupo de constructores adquirió la propiedad de dos hectáreas, la restauró y la convirtió en un moderno complejo de apartamentos.

Mientras que la mayoría de los residentes de Hall ocupan la casa principal, o una de sus alas recientemente construidas, mi apartamento es una estructura diminuta situada en la parte oeste de la propiedad. Los documentos indican que el edificio comenzó siendo un anexo de la cochera, pero en ningún registro consta su función original. A falta de un término mejor se lo denomina simplemente el Anexo.

Aunque pequeñas, las dos plantas de mi apartamento son luminosas y soleadas, y el estrecho patio es perfecto para cultivar geranios, una de las pocas especies capaces de sobrevivir a mis conocimientos de horticultura. El Anexo ha sido mi hogar desde mi ruptura matrimonial y se adapta perfectamente a mis necesidades.

El cielo estaba completamente azul cuando pasé a través de las puertas exteriores y rodeé el prado exterior. Las petunias y las caléndulas olían a otoño, su perfume se mezclaba con el aroma de las hojas que comenzaban a secarse. El sol calentaba los ladrillos de los edificios, las aceras y el muro que rodeaba el Hall.

Al llegar al Anexo me sorprendió ver el Porsche de Pete aparcado junto a mi patio, la cabeza de Boyd asomaba por la ventanilla del acompañante. Al verme, el perro irguió las orejas, metió la lengua en la boca y luego volvió a sacarla.

A través de la ventanilla trasera pude ver a Birdie dentro de su canasta de viaje. Mi gato no parecía muy feliz con las condiciones de su transporte.

Cuando aparqué junto al coche de Pete, éste apareció rodeando el edificio.

– Vaya, me alegra encontrarte.

En su rostro había una expresión de ansiedad.

– ¿Qué sucede?

– La fábrica de tejidos de un cliente acaba de incendiarse. Es un caso que seguramente será materia de litigio y debo presentarme allí con algunos expertos antes de que los supuestos inspectores de incendios empiecen a complicar las cosas.

– ¿Dónde es el incendio?

– En Indianápolis. Esperaba que te hicieras cargo de Boyd durante un par de días.

La lengua desapareció y volvió a colgar un segundo después.

– Me marcho a Bryson City.

– A Boyd le encanta la montaña. Será una buena compañía.

– Mírale.

La barbilla de Boyd descansaba ahora en el borde de la ventanilla y la saliva chorreaba por la puerta.

– Sería una protección para ti.

– ¿Tú crees?

– En serio. A Harvey no le gustaban las visitas inesperadas, de modo que entrenó a Boyd para que olfatease a los desconocidos.

– Especialmente los que llevan uniforme.

– El bueno, el malo, el feo, incluso el bello. Boyd no hace distinciones.

– ¿No hay ninguna guardería canina donde puedas dejarlo?

– Está llena. -Echó un vistazo al reloj y luego me obsequió con su mirada de niño que nunca ha roto un plato-. Y mi vuelo sale dentro de una hora.

Pete jamás se había negado cuando yo necesité ayuda con Birdie.

– Vete. Ya se me ocurrirá algo.

– ¿Estás segura?

– Encontraré una guardería.

Pete me apretó los brazos.

– Eres mi heroína.

En el área del gran Charlotte hay veintitrés guarderías caninas. Me llevó una hora confirmar que catorce de ellas estaban al completo, cinco no contestaban, dos no podían alojar a un perro que pesara más de treinta kilos y dos no aceptaban a ningún perro sin una entrevista personal previa.

– ¿Y ahora qué?

Boyd levantó la cabeza y agitó la cola, luego continuó lamiendo el suelo de mi cocina.

Desesperada, hice otra llamada.

Ruby se mostró menos exigente. Por tres dólares diarios el perro sería bien recibido, no era necesaria una entrevista personal.

Mi vecina se hizo cargo de Birdie y el chow-chow y yo nos lanzamos a la carretera.

Halloween tiene sus raíces en el festival pagano de Samhain. Celebrado a principios del invierno y del Año Nuevo celta, Samhain era la época en la que la frontera entre los vivos y los muertos era más fina y los espíritus vagaban por la tierra de los mortales. Los fuegos se extinguían y volvían a encenderse, y la gente se disfrazaba para ahuyentar a los difuntos hostiles.

Aunque todavía faltaban dos semanas para esa celebración, los residentes de Bryson City se la tomaban muy en serio. Por todas partes se veían murciélagos, arañas y demonios. En los prados delanteros se habían instalado espantapájaros y tumbas. De los árboles y lámparas de los porches colgaban esqueletos, gatos negros, brujas y fantasmas. En todas las ventanas del pueblo había una calabaza ahuecada en forma de cabeza con una vela encendida en su interior. Un par de coches lucían unas reproducciones bastante realistas de pies humanos saliendo de los maleteros. Un buen momento para deshacerse realmente de un cadáver, pensé.

A las cinco había instalado a Boyd en una especie de corral que había en la parte trasera de High Ridge House y a mí misma en la habitación Magnolia. Luego me dirigí al cuartel general del sheriff.

Lucy Crowe hablaba por teléfono cuando me presenté en su oficina. Me hizo señas para que entrase y me senté en una de las dos sillas. El escritorio ocupaba la mayor parte del espacio disponible y parecía una pieza de mobiliario sobre la cual un general de la Confederación podría haber redactado órdenes militares. El sillón también era antiguo, de cuero marrón tachonado, el relleno escapaba a través de un corte en el brazo izquierdo.

– Bonito escritorio -dije cuando colgó.

– Creo que es madera de fresno. -El color azul de sus ojos era tan asombroso como durante nuestro primer encuentro-. Es obra del abuelo de mi antecesor.

Se reclinó en el sillón y el asiento crujió musicalmente.

– Explíqueme qué es lo que me he perdido.

– Dicen que ha perjudicado la investigación.

– A veces uno tiene mala prensa.

Su cabeza asintió levemente.

– ¿Qué ha descubierto?

– Ese pie caminaba sobre la tierra desde hace al menos sesenta y cinco años. Nadie en el avión tenía ese privilegio. Necesito establecer que ese pie no formaba parte de las pruebas del accidente aéreo.

La sheriff abrió una carpeta y esparció su contenido sobre el gastado papel secante.

– Tengo a tres personas desaparecidas. Tenía cuatro, pero una de ellas ha aparecido.

– Siga.

– Jeremiah Mitchell, negro, setenta y dos años. Desapareció de Waynesville hace ocho meses. Según los clientes habituales del Mighty High Tap, Mitchell abandonó el bar alrededor de la medianoche para comprar alcohol de contrabando. Eso ocurrió el quince de febrero. El vecino de Mitchell informó de su desaparición diez días más tarde. No se le ha vuelto a ver el pelo desde entonces.

– ¿No tiene familia?

– Aparentemente no. Mitchell era un tío solitario.

– ¿Por qué estaba preocupado su vecino?

– Mitchell tenía su hacha y el tío quería recuperarla. Fue a su casa varias veces, al final se cansó de esperar y fue a ver si Mitchell estaba en la comisaría. No estaba allí, de modo que el vecino rellenó un impreso de Persona Desaparecida, pensando que una búsqueda policial le obligaría a aparecer.

– Y a su hacha.

– Un hombre no es nada sin sus herramientas.

– ¿Altura?

Recorrió con el índice uno de los papeles.

– Metro setenta y cinco.

– Coincide. ¿Conducía algún vehículo?

– Mitchell era un alcohólico, iba andando a todas partes. Los que le conocían piensan que se perdió y murió a la intemperie.

– ¿Quién más?

– George Adair. -Leyó otro informe-. Blanco, sesenta y siete años. Vivía cerca de Unahala, desapareció hace dos semanas. Su esposa dijo que se fue de pesca con un amigo y nunca regresó.

– ¿Cuál es la explicación de su amigo?

– Una mañana se despertó y Adair no estaba en la tienda. Esperó un día, luego recogió las cosas y regresó a casa.

– ¿Dónde ocurrió esta excursión de pesca fatal?

– En Little Tennessee. -Hizo girar el sillón y señaló un punto en el mapa de la pared que había detrás de ella-. En las montañas Unahala.

– ¿Dónde está Nantahala?

Su dedo se movió una fracción hacia el nordeste.

– ¿Y dónde está el lugar del accidente?

Su dedo apenas si se movió.

– ¿Quién es el concursante número tres?

Cuando se volvió, el sillón entonó otra melodía.

– Daniel Wahnetah, sesenta y nueve años, indio cherokee de la reserva de la zona. No apareció en la celebración del cumpleaños de su nieto el veintisiete de julio. Su familia denunció su desaparición el veintiséis de agosto cuando tampoco se presentó a su propia fiesta. -Sus ojos recorrieron el documento-. No hay datos de su altura.

– ¿La familia esperó un mes antes de informar de su desaparición?

– Excepto durante los meses de invierno, Daniel pasa la mayor parte del año en los bosques. Tiene varios campamentos, trabaja en un circuito de caza y pesca.

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