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Capítulo 8

Al día siguiente se honraba a alguien. Cristóbal Colón, creo. Hacia media mañana se había convertido en una pesadilla.

Conduje hacia el depósito a través de una niebla tan densa que ocultaba las montañas y trabajé hasta las diez y media. Cuando hice una pausa para beber una taza de café, Larke Tyrell estaba en la sala de personal. Esperé a que llenase una taza con lodo industrial y añadiese polvo blanco.

– Hay algo de lo que tenemos que hablar.

– Por supuesto.

– Aquí no. -Me miró durante unos segundos. Esa mirada significaba algo y sentí una punzada de ansiedad.

– ¿De qué se trata, Larke?

– Ven.

Cogiéndome del brazo me condujo fuera de la sala por la puerta trasera.

– Tempe, no sé cómo decirte esto.

Removió el café y unas diminutas nubes iridiscentes se deslizaron a través de la superficie.

– Sólo tienes que decirlo.

Mi voz era tranquila y normal.

– Ha habido una denuncia.

Esperé.

– Me cuesta decirte esto. -Estudió su taza unos momentos y luego volvió a mirarme-. Se trata de ti.

– ¿De mí?

No podía creerlo.

Asintió.

– ¿Qué he hecho?

– La denuncia habla de conducta poco profesional capaz de comprometer la investigación.

– ¿O sea?

– Entrar en el lugar del accidente sin autorización y manipular pruebas.

Le miré sin poder creer lo que acababa de escuchar.

– Y también irrupción ilegal.

– ¿Irrupción ilegal?

Tenía la sensación de que algo se cerraba progresivamente alrededor de mis tripas.

– ¿Estuviste fisgando alrededor de esa propiedad de la que hablamos?

– No fue irrupción ilegal. Sólo quería hablar con los propietarios.

– ¿Intentaste forzar la entrada de la casa?

– ¡Por supuesto que no!

Tuve una imagen fugaz de mí misma tratando de abrir uno de los postigos con una barra de metal oxidado.

– Y la semana pasada obtuve la autorización correspondiente para tener acceso al lugar del accidente.

– ¿Quién te autorizó?

– Earl Bliss me envió allí. Tú lo sabes.

– Verás, ahí está el problema, Tempe. -Larke se frotó la barbilla-. No se solicitó la presencia del DMORT en esa zona.

Estaba aturdida.

– ¿De qué modo he manipulado pruebas?

– Detesto incluso tener que preguntarte esto. -Volvió a frotarse la barbilla-. Tempe…

– Dispara.

– ¿Recogiste algún resto sin anotarlo?

El pie.

– Te hablé de ello.

– No te alteres.

Hice una señal de control.

No dijo nada.

– Si hubiese dejado el pie en ese lugar, hoy sería excremento de coyote. Habla con Andrew Ryan. Él estaba allí.

– Lo haré.

Larke extendió la mano y me pellizcó el brazo.

– Arreglaremos esto.

– ¿Te estás tomando este asunto en serio?

– No tengo alternativa.

– ¿Por qué?

– Tú sabes que tengo a la prensa acosándome. Saltarán sobre este asunto como un sabueso sobre una liebre tuerta.

– ¿Quién presentó la queja?

Hice un esfuerzo para contener las lágrimas.

– No puedo decírtelo.

Bajó la mano y echó un vistazo a la niebla que cubría el bosque. Ahora comenzaba a levantarse, revelando el paisaje de una forma lenta y ascendente. Cuando se volvió tenía una extraña expresión en la cara.

– Pero te diré que hay gente muy poderosa metida en este asunto.

– ¿El dalai lama? ¿ La Junta de Jefes del Estado Mayor?

La ira endurecía mi voz.

– No te enfades conmigo, Tempe. Esta investigación es noticia de primera página. Si hay problemas, nadie querrá hacerse responsable.

– De modo que me reservan en caso de que necesiten un chivo expiatorio.

– No es nada de eso. Es sólo que debo cumplir con los procedimientos adecuados.

Respiré profundamente.

– ¿Y ahora qué?

Me miró fijamente y su voz se suavizó.

– Tendré que pedirte que te marches.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

Esta vez fui yo quien miró la niebla.

A mediodía High Ridge House estaba desierta. Dejé una nota para Ruby, agradeciéndole su hospitalidad y disculpándome por mi brusca partida y por mi indiferencia de la noche anterior. Luego recogí mis cosas, las metí en el Mazda y me alejé levantando una lluvia de grava.

Durante todo el viaje hasta Charlotte me detenía y volvía a arrancar a toda velocidad, chillando en los semáforos y cambiando continuamente de carril en la autopista. Durante tres horas amenacé los parachoques de los otros coches e hice sonar insistentemente la bocina. Hablaba conmigo misma, probando algunas palabras. Detestable. Vil. Perverso. Los otros conductores evitaban mi mirada y me dejaban un montón de espacio.

Estaba furiosa y deprimida al mismo tiempo. La injusticia de una acusación anónima. La impotencia. Durante toda una semana había estado trabajando bajo unas condiciones brutales, viendo, oliendo y sintiendo la muerte. Lo había dejado todo, dedicándome a ese esfuerzo y luego me habían despedido como a un sirviente del que se sospecha que ha robado. Sin juicio. Sin la oportunidad de una explicación. Sin agradecimientos. Recoger y largarse.

Aparte de la humillación profesional, estaba la frustración personal. Aunque habíamos sido amigos durante años, y Larke sabía muy bien que yo era muy escrupulosa con respecto a la ética profesional, no me había defendido. Larke no era un hombre cobarde. Esperaba más de él.

La conducción temeraria había dado resultado. Al llegar a los suburbios de Charlotte mi furia incontenible se había convertido en una fría determinación. Yo no había cometido ninguna acción punible y estaba decidida a limpiar mi nombre. Descubriría cuál había sido la causa de esa denuncia, la invalidaría y acabaría mi trabajo. Y me enfrentaría a mi acusador.

Mi casa vacía en la ciudad hizo pedazos esa determinación. Nadie que me recibiera. Nadie que me abrazara y me dijera que todo saldría bien. Ryan estaba tonteando con una tal Danielle, quienquiera que fuese esa mujer. Ryan me había dicho que no era asunto mío. Katy estaba con alguien, cuyo género no había especificado, y Birdie y Pete estaban en la otra punta de la ciudad. Dejé las cosas en el suelo, me eché en el sofá y lloré desconsoladamente.

Diez minutos más tarde yacía en silencio en el mismo lugar, sintiéndome como un niño que ha tenido un berrinche. No había conseguido nada y me sentía vacía. Me arrastré hasta el cuarto de baño, me soné la nariz y luego comprobé los mensajes telefónicos.

Nada que contribuyera a mejorar mi estado de ánimo. Uno de mis estudiantes. Vendedores. Mi hermana, Harry, llamando desde Texas. Una pregunta de mi amiga Anne: ¿Podríamos reunimos para almorzar ya que Ted y ella se marchaban a Londres?

Genial. Ahora probablemente estaban comiendo en el Savoy mientras yo borraba sus palabras. Decidí ir a recoger a Birdie. Al menos tendría a alguien ronroneando en mi regazo.

Pete sigue viviendo en la casa que compartimos durante casi veinte años. Aunque es una propiedad que vale cientos de miles de dólares, la valla está reparada con un taco de madera y una portería se comba en el patio trasero como un mudo testimonio de los años en que Katy jugaba al fútbol. La casa está pintada, las canaletas del tejado están limpias y la hierba cortada por profesionales. Una chica de servicio se encarga del interior. Pero más allá del mantenimiento doméstico normal, mi ex esposo era un ferviente defensor del laissez faire y el remiendo rápido. No siente ninguna obligación de proteger los valores de la propiedad inmobiliaria. Yo solía preocuparme por las protestas del vecindario. La separación me relevó de esa tarea.

Una cara cubierta de pelo marrón me observó a través de la valla cuando entré en el camino particular. Cuando bajé del coche, se arrugó y profirió un suave «¡rrup!».

– ¿Está en casa? -pregunté, cerrando la puerta.

El perro bajó la cabeza y una lengua color púrpura asomó por la boca.

Rodeé la casa hasta la puerta principal y llamé al timbre. Nadie respondió.

Volví a llamar. Aún conservaba una llave pero prefería no usarla. Aunque hacía dos años que vivíamos separados, Pete y yo aún nos movíamos con mucha cautela para establecer el nuevo orden entre nosotros. El hecho de compartir las llaves implicaba una intimidad que yo no deseaba aceptar.

Pero era jueves por la tarde y Pete estaría en la oficina. Y yo quería recuperar mi gato.

Estaba revolviendo mi bolso cuando se abrió la puerta.

– Hola, atractiva desconocida. ¿Necesita un lugar donde dormir? -dijo Pete, examinándome de arriba abajo.

Yo llevaba el conjunto caqui y las botas Doc Martens que me había puesto para trabajar en el depósito a las seis de la mañana. Pete estaba impecable con su traje de tres piezas y sus mocasines de Gucci.

– Pensaba que estarías en la oficina.

Me pasé los nudillos bajo el rimel de los párpados y eché un rápido vistazo al interior de la casa. Si veía a alguna mujer me moriría de humillación.

– ¿Por qué no estás en el trabajo?

Pete miró a la izquierda, luego a la derecha, bajó la voz y me hizo un gesto para que me acercara, como si deseara compartir una información secreta.

– Cita con el fontanero.

No quería contemplar qué era lo que estaba tan mal para que el Señor Manitas hubiese tenido que llamar a un experto.

– He venido a buscar a Birdie.

– Creo que está suelto.

Pete retrocedió y entré en el vestíbulo iluminado por la araña de mi tía abuela.

– ¿Quieres una copa?

Lo taladré con una mirada que podría haber perforado el cemento. Pete había sido testigo de muchas de mis actuaciones dignas de un Oscar de la Academia.

– Sabes lo que quiero decir.

– Mejor una coca-cola light.

Mientras Pete buscaba vasos y cubitos de hielo en la cocina, llamé a Birdie. El gato no apareció. Busqué en el salón, en el comedor y en el estudio.

En otro tiempo, Pete y yo habíamos vivido juntos en estas habitaciones, leyendo, hablando, escuchando música, haciendo el amor. Habíamos criado a Katy de bebé a niña y luego a adolescente, redecorando su habitación y adaptando nuestras vidas en cada etapa. Había contemplado cómo florecía y se marchitaba la madreselva a través de la ventana que había sobre el fregadero de la cocina, dando la bienvenida a cada nueva estación. Aquéllos habían sido tiempos de cuentos de hadas, una época en la que el sueño americano parecía real y alcanzable.

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